JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS. Director ABC
EL pacto de la concordia que suscribimos la inmensa mayoría de los españoles en 1978 se basó en el acuerdo de que España era una Nación «patria común e indivisible de todos los españoles» (artículo 2 de la Constitución); que el Estado adoptaba la forma política de «monarquía parlamentaria» (artículo 1.3 de la Constitución) y que todos los españoles disfrutaban de los mismos derechos, exhaustivamente recogidos en el Título I de la Carta magna y que éstos, con las correspondientes obligaciones, establecían el contenido sustancial del concepto de la ciudadanía. En el artículo 16 de la Constitución, además, se declaraba que «ninguna confesión tendrá carácter estatal», pero se añadía que «los poderes públicos tendrán en cuenta la creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones», de tal manera que el Estado no era confesional pero tampoco laicista.
Estas tres convenciones no sólo adquirieron fuerza de obligar al incorporarse en la Constitución, sino que se asumieron, también, emocional y racionalmente en un ejercicio colectivo, no de amnesia histórica, sino de superación de las gravísimas divisiones entre españoles que, en su momento, llevaron a un enfrentamiento fratricida. Los sucesivos gobiernos democráticos persistieron en el mantenimiento escrupuloso de estas convenciones desafiando las recurrentes tentaciones de reverdecer el rencor de unos y de otros. De unos, por haber perdido la Guerra Civil, y de otros, por haberla ganado y suponer que, con efectos diferidos, la victoria no les había granjeado los réditos esperados. Ahora, sin embargo, con el Gobierno que preside José Luis Rodríguez Zapatero la nación, la Monarquía y la ciudadanía, como los grandes conceptos del pacto constitucional de 1978, se han deteriorado hasta la provocación de la alarma social. La necesidad del presidente de sostenerse en el apoyo que le ofrecen las fuerzas nacionalistas que nunca creyeron en la Nación española, su propia concepción marquetiniana de la política y una actitud implacablemente maniquea en la consideración de las diferencias ideológicas, son las razones últimas que explican políticas de destrucción sistemática, silente, audaz y taimada del pacto de la concordia de 1978.
El proyecto de Estatuto para Cataluña y sus réplicas -por ejemplo, la andaluza-, la declaración institucional del Congreso de los Diputados con motivo del vigésimo quinto aniversario del intento de golpe de Estado el 23 de febrero de 1981 en la que se obvió el papel decisivo que jugó el Rey en defensa de la democracia, las leyes -en particular las educativas, la del matrimonio homosexual, la de reproducción asistida y la proposición aprobada el jueves sobre la llamada memoria histórica- y la admisión de cartas de derechos y obligaciones diferentes según qué comunidad autónoma, están quebrando la vigencia y visibilidad de la nación, de la Monarquía y de la ciudadanía. Todo el conjunto del sistema está siendo empujado hacia un modelo diferente al diseñado en 1978 sin reconocer la necesidad jurídica y política de que tal migración requiere de un nuevo período constituyente que permita a los ciudadanos su derecho a decidir el modelo de convivencia. Por vía indirecta, utilizando subterfugios jurídicos y eufemismos, pervirtiendo el lenguaje y desposeyéndolo de la universalidad de la significación de determinados conceptos, Rodríguez Zapatero está logrando que el pacto de la concordia de 1978 deje de ser la referencia de la democracia española. Así, la legitimidad de ese gran acuerdo nacional se retrotrae a la proclamación de la II República -un régimen que devino odioso por arbitrario y desarticulado-, en la que el presidente del Gobierno supone que España se refleja «satisfecha y orgullosa», lo que es incierto en términos de presente e históricos. La Monarquía, en cuanto institución nacional que cohesiona y supera el sectarismo republicano y el caudillismo totalitario del franquismo, se difumina hasta la práctica desaparición. La Iglesia y los valores que propugna se zahieren mediante la ridiculización, patrocinando, a través de leyes radicales, la alteración del modelo de valores éticos bien arraigados en la sociedad española. Y la nación -«discutida y discutible»- se convierte en un concepto que sólo es respetable y defendible si está referido al que propugnan los nacionalistas vascos y catalanes, e, incluso, el entorno de la banda terrorista ETA con la que se ha iniciado un «proceso» mal llamado de paz en el que el Ejecutivo ofrece síntomas de precipitación y debilidad.
En todo este planteamiento liquidacionista, que extrae su energía del siempre latente sentimiento revanchista tradicional en algunos sectores de la sociedad española, se perfila bien un designio de destrucción de la derecha que Jon Juaristi (ABC 28/04/06) ha descrito con escalofriante claridad: « (...) se llegará a ver en la aniquilación política del PP el requisito indispensable para la paz, o sea, para el acuerdo entre ETA y el PSOE, que simbolizaría la victoria póstuma de las izquierdas y los nacionalismos derrotados en 1939». El filólogo vasco concluye su análisis con una afirmación que conviene sea reiterada: «Sobra decir que el sistema democrático no sobreviviría a ese final feliz». Y este augurio de Juaristi es en el que debe fijarse el presidente del Gobierno. Porque el ejercicio de provocación constante en el que está inmerso, en la instalación despectiva hacia la práctica mitad del electorado español, en la suficiencia maniquea que demuestra en sus palabras y en sus actitudes, se localiza el sectarismo que llevó a España a sus peores momentos.
Por esa razón -por la suerte colectiva-, determinadas políticas del Gobierno no pueden ser juzgadas con la más mínima de las benevolencias. Por el contrario, requieren de contestaciones eficaces, serenas y firmes que sean bien comprendidas por los ciudadanos. Las respuestas a las tácticas sibilinas, reclaman réplicas que sean inteligentes porque, de lo contrario, prestidigitadores de la política como Rodríguez Zapatero tienen perfecta y contrastada capacidad para optimizarlas en su favor.
La militancia en la concordia exige hacerlo simultáneamente en la creencia en la Nación española, en la Monarquía como forma de Estado que se alza en símbolo de unidad y referencia común y en la vigencia de la ciudadanía que incorpora también un sistema de valores éticos y cívicos ampliamente compartidos. Rodríguez Zapatero -aun en el criterio de la izquierda liberal- está rompiendo este esquema en el que se ha sostenido la conciliación nacional.
Es dramático observar como una parte de la derecha española ha caído en el señuelo del radicalismo de Rodríguez Zapatero practicando otro, verbal y político, que a él le excusa y hasta justifica. El presidente soporta el denuesto con galanura; lidia con apostura la embestida visceral; responde con corrección al exabrupto, pero rehuye el debate de las ideas y da la espalda al contraste de los argumentos. Zapatero no es un «bobo solemne», sino un táctico de la política, un oportunista de la semántica y, seguramente, un hombre con sugestiones mesiánicas. O sea, un adversario al que hay que combatir con inteligencia porque mientras se le negaban sus cualidades más básicas, él se ha encargado de demostrarlas, en silencio, segando la hierba bajo los pies de sus enemigos. Tanto, que está haciendo sangrar al pacto de la concordia de 1978. Y, así, desangrado, ese pacto se puede morir.
Estas tres convenciones no sólo adquirieron fuerza de obligar al incorporarse en la Constitución, sino que se asumieron, también, emocional y racionalmente en un ejercicio colectivo, no de amnesia histórica, sino de superación de las gravísimas divisiones entre españoles que, en su momento, llevaron a un enfrentamiento fratricida. Los sucesivos gobiernos democráticos persistieron en el mantenimiento escrupuloso de estas convenciones desafiando las recurrentes tentaciones de reverdecer el rencor de unos y de otros. De unos, por haber perdido la Guerra Civil, y de otros, por haberla ganado y suponer que, con efectos diferidos, la victoria no les había granjeado los réditos esperados. Ahora, sin embargo, con el Gobierno que preside José Luis Rodríguez Zapatero la nación, la Monarquía y la ciudadanía, como los grandes conceptos del pacto constitucional de 1978, se han deteriorado hasta la provocación de la alarma social. La necesidad del presidente de sostenerse en el apoyo que le ofrecen las fuerzas nacionalistas que nunca creyeron en la Nación española, su propia concepción marquetiniana de la política y una actitud implacablemente maniquea en la consideración de las diferencias ideológicas, son las razones últimas que explican políticas de destrucción sistemática, silente, audaz y taimada del pacto de la concordia de 1978.
El proyecto de Estatuto para Cataluña y sus réplicas -por ejemplo, la andaluza-, la declaración institucional del Congreso de los Diputados con motivo del vigésimo quinto aniversario del intento de golpe de Estado el 23 de febrero de 1981 en la que se obvió el papel decisivo que jugó el Rey en defensa de la democracia, las leyes -en particular las educativas, la del matrimonio homosexual, la de reproducción asistida y la proposición aprobada el jueves sobre la llamada memoria histórica- y la admisión de cartas de derechos y obligaciones diferentes según qué comunidad autónoma, están quebrando la vigencia y visibilidad de la nación, de la Monarquía y de la ciudadanía. Todo el conjunto del sistema está siendo empujado hacia un modelo diferente al diseñado en 1978 sin reconocer la necesidad jurídica y política de que tal migración requiere de un nuevo período constituyente que permita a los ciudadanos su derecho a decidir el modelo de convivencia. Por vía indirecta, utilizando subterfugios jurídicos y eufemismos, pervirtiendo el lenguaje y desposeyéndolo de la universalidad de la significación de determinados conceptos, Rodríguez Zapatero está logrando que el pacto de la concordia de 1978 deje de ser la referencia de la democracia española. Así, la legitimidad de ese gran acuerdo nacional se retrotrae a la proclamación de la II República -un régimen que devino odioso por arbitrario y desarticulado-, en la que el presidente del Gobierno supone que España se refleja «satisfecha y orgullosa», lo que es incierto en términos de presente e históricos. La Monarquía, en cuanto institución nacional que cohesiona y supera el sectarismo republicano y el caudillismo totalitario del franquismo, se difumina hasta la práctica desaparición. La Iglesia y los valores que propugna se zahieren mediante la ridiculización, patrocinando, a través de leyes radicales, la alteración del modelo de valores éticos bien arraigados en la sociedad española. Y la nación -«discutida y discutible»- se convierte en un concepto que sólo es respetable y defendible si está referido al que propugnan los nacionalistas vascos y catalanes, e, incluso, el entorno de la banda terrorista ETA con la que se ha iniciado un «proceso» mal llamado de paz en el que el Ejecutivo ofrece síntomas de precipitación y debilidad.
En todo este planteamiento liquidacionista, que extrae su energía del siempre latente sentimiento revanchista tradicional en algunos sectores de la sociedad española, se perfila bien un designio de destrucción de la derecha que Jon Juaristi (ABC 28/04/06) ha descrito con escalofriante claridad: « (...) se llegará a ver en la aniquilación política del PP el requisito indispensable para la paz, o sea, para el acuerdo entre ETA y el PSOE, que simbolizaría la victoria póstuma de las izquierdas y los nacionalismos derrotados en 1939». El filólogo vasco concluye su análisis con una afirmación que conviene sea reiterada: «Sobra decir que el sistema democrático no sobreviviría a ese final feliz». Y este augurio de Juaristi es en el que debe fijarse el presidente del Gobierno. Porque el ejercicio de provocación constante en el que está inmerso, en la instalación despectiva hacia la práctica mitad del electorado español, en la suficiencia maniquea que demuestra en sus palabras y en sus actitudes, se localiza el sectarismo que llevó a España a sus peores momentos.
Por esa razón -por la suerte colectiva-, determinadas políticas del Gobierno no pueden ser juzgadas con la más mínima de las benevolencias. Por el contrario, requieren de contestaciones eficaces, serenas y firmes que sean bien comprendidas por los ciudadanos. Las respuestas a las tácticas sibilinas, reclaman réplicas que sean inteligentes porque, de lo contrario, prestidigitadores de la política como Rodríguez Zapatero tienen perfecta y contrastada capacidad para optimizarlas en su favor.
La militancia en la concordia exige hacerlo simultáneamente en la creencia en la Nación española, en la Monarquía como forma de Estado que se alza en símbolo de unidad y referencia común y en la vigencia de la ciudadanía que incorpora también un sistema de valores éticos y cívicos ampliamente compartidos. Rodríguez Zapatero -aun en el criterio de la izquierda liberal- está rompiendo este esquema en el que se ha sostenido la conciliación nacional.
Es dramático observar como una parte de la derecha española ha caído en el señuelo del radicalismo de Rodríguez Zapatero practicando otro, verbal y político, que a él le excusa y hasta justifica. El presidente soporta el denuesto con galanura; lidia con apostura la embestida visceral; responde con corrección al exabrupto, pero rehuye el debate de las ideas y da la espalda al contraste de los argumentos. Zapatero no es un «bobo solemne», sino un táctico de la política, un oportunista de la semántica y, seguramente, un hombre con sugestiones mesiánicas. O sea, un adversario al que hay que combatir con inteligencia porque mientras se le negaban sus cualidades más básicas, él se ha encargado de demostrarlas, en silencio, segando la hierba bajo los pies de sus enemigos. Tanto, que está haciendo sangrar al pacto de la concordia de 1978. Y, así, desangrado, ese pacto se puede morir.
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