viernes, 14 de abril de 2006

Mayo de 1931: entrevista de Alfonso XIII en ABC

Publicamos a continuación íntegramente la histórica conversación que Juan Ignacio Luca de Tena mantuvo con el Rey en Londres y que apareció en ABC el 5 de mayo de 1931

  

JUAN IGNACIO LUCA DE TENA

El ambiente de un hotel londinense, ni tan modesto que pueda desentonar con la categoría del huésped egregio que lo habita, ni tan excesivamente lujoso que lo asemeje a esos grandes palaces cosmopolitas llenos de ruidos, en los que bailan de madrugada todos los rastacueros de Europa y donde se hospedan los americanos del Norte. Es un hotel señorial, silencioso, sin orquestas de jazz, y en cuyo hall, de una noble sencillez británica, las conversaciones se deslizan a media voz. En este hall, desde las diez de la noche, espero treinta minutos con impaciencia no exenta de emoción. Subo poco antes de la hora que el Señor se ha dignado fijar para recibirme. Al final del tramo de escalera correspondiente al segundo piso hay un largo pasillo blanco y estrecho, con puertas numeradas. Me parece desierto. Voy a una audiencia en la que ya no hay que pasar por guardias alabarderos, gentileshombres ni ayudantes de servicio. Junto a una de las puertas numeradas, ante la que me detengo indeciso, surge un pequeño botones del hotel, que, después de enterarse de mi nombre, me dice con la misma sonrisa amable que hubiera usado hace algunas semanas un grande de España:

-His Majesty is waiting (Su Majestad le espera.)

Y con un llavín abre la puerta. Detrás de ella, vestido de smoking, en pie, esperándome, efectivamente, se halla el Rey.

-¿Cómo estás? ¡Cuánto tiempo sin vernos!

Su mano izquierda se ha posado sobre mi hombro mientras su diestra estrecha la mía. Y repite en otras palabras:

-Hacía varios meses que no te veía.

Es verdad. Hace meses. Mi monarquismo no ha gustado nunca de frecuentar las antecámaras. ABC ha defendido siempre la Monarquía española y a la persona del Rey sin recibir ninguna sugestión. Y durante estos últimos meses, en que la campaña ha sido más intensa, con intención de evitar lo que a la postre ha sido inevitable, ni siquiera he visto al Rey. Sé que en algunas contadas ocasiones mi opinión no le ha gustado. Recuerdo ahora que cierta vez alguien me dijo, comentando un artículo de ABC: «Usted, por lo visto, ignora que el Rey piensa de otro modo». Yo le contesté: «Y usted que ABC es monárquico con mi criterio, no con el criterio del Rey». Lo cual no quiere decir que en aquella ocasión fuese mi criterio el acertado; pero viene a cuento de las habladurías de muchos necios que creían o fingían creer poco menos que yo iba diariamente a Palacio para recibir órdenes. Ahora, pasadas las primeras semanas de la República, cuando mi ausencia de Madrid no puede interpretarse torcidamente, me he apresurado, sin tapujos, a salir de España para cumplimentar al Rey.

Aún estamos en pie, cerca de la puerta que acaba de cerrarse, cuando por otra aparece la silueta fina, juvenil y vigorosa del Infante Don Juan. El Rey, con un dejo de ternura en la voz y la expresión de su madrileñismo castizo, me lo señala diciendo:

-Ahí tienes al crío... Mañana me lo llevo al colegio naval de Dartmouth a que continúe sus estudios. Para él representa un gran sacrificio, pues la carrera de marino inglés es durísima. Pero el muchacho va con un gran espíritu. Te agradeceré que lo digas si tienes ocasión.

El Infante me ha saludado y vuelve a marcharse. Quedo solo con el Rey, y mi expectación aumenta ante la incertidumbre y la trascendencia indudable de cuanto puede decirme.

-Siéntate, ¿quieres? El primer español que llega aquí para verme eres tú. Te lo agradezco mucho.

Y a continuación, las preguntas, numerosas y rápidas, que, por el tono en que son enunciadas, suenan a nostalgia de la Patria lejana: «¿Qué día saliste de Madrid?» «¿Cómo está aquello?» «Tranquilidad absoluta, ¿verdad?» «¿Crees que arreglarán lo de Cataluña?» «¿Cómo se desenvuelve el Gobierno?»

Y cuando, con entera lealtad, he contestado a estas preguntas, el Rey adopta un gesto más grave, sacude con el índice de su mano izquierda la ceniza del cigarrillo y me dice, consciente de la importancia de sus palabras:

-Estoy decidido, absolutamente decidido, a no poner la menor dificultad a la actuación del Gobierno republicano, que para mí, y por encima de todo, es en estos momentos el Gobierno de España. Quiero que lo digas, quiero que lo sepan todos, los monárquicos y los republicanos, cualesquiera que sean las interpretaciones torcidas que la pasión pueda dar a mis palabras. Soy sincero, y mi actuación futura demostrará la lealtad con que voy a cumplir este propósito. Los monárquicos que quieran seguir mis indicaciones deben no sólo abstenerse de obstaculizar al Gobierno, sino apoyarse en cuanto sea patriótico. En Zamora dije en un discurso que por encima de las ideas formales de República o Monarquía está España, y ahora no tengo sino que repetir aquellas palabras. Te extrañará oírme hablar así, ¿verdad?

-No me extraña, Señor, porque estoy seguro de conocer a Vuestra Majestad y sé de su patriotismo como no lo saben muchos españoles de buena fe que aún están influidos por una campaña inicua de difamación personal.

-Pues yo quiero diferenciarme de los que así han procedido. Durante el último año de mi reinado se ha puesto a mis Gobiernos toda serie de dificultades. Al contrario de lo que otros hicieron, yo no aprobaré jamás que se excite al pueblo contra las autoridades y sus agentes ni que se especule con desdichas de la Patria para desprestigiar al nuevo régimen. No quiero que los monárquicos exciten en mi nombre a la rebelión militar. Hasta mí han llegado noticias de que muchos militares se negaban a prestar la adhesión a la República que les exigían. A cuantos he podido les he rogado que la presten. La Monarquía acabó en España por el sufragio, y si alguna vez vuelve ha de ser, asimismo, por la voluntad de los ciudadanos.

-Algunos periódicos, Señor, han dicho, comentando el documento con que Vuestra Majestad se despedía de España, que pretendía encender con él la guerra civil.

El Rey tarda en contestar:

-¡Es triste! -dice al fin-. Yo he salido de España después de redactar ese documento, pensando precisamente en evitar una guerra civil. Las elecciones municipales, jurídicamente consideradas, tienen un simple alcance administrativo; pero yo me di cuenta de que, tanto los republicanos como los monárquicos, le habían concedido importancia plebiscitaria, y por eso tomé la resolución de irme, en prueba de mi respeto a la voluntad nacional, inclinándome ante ella y rechazando los ofrecimientos que se hacían para constituir un Gobierno de fuerza que mantuviese el orden público hasta que se celebrasen las elecciones a Cortes. Considero que contra el sufragio del pueblo no podía defender a tiros la Monarquía, como se reprime un foco de rebelión militar. Salí de España respetando su voluntad, pero por la mía, ya que nadie tenía derecho a exigirme descender de mi trono mientras las Cortes no proclamen la República. Las elecciones municipales podrían haber expresado la voluntad de la nación, pero su soberanía corresponde al Parlamento. Ya sabes por qué me marché: para evitar la sangre en las calles. Y ya sabes, también, por qué no abdiqué: mis derechos a la Corona de España pertenecen a mis antepasados y a mis descendientes; no son únicamente míos, y sólo ante la soberanía nacional representada en las Cortes pueden resignarse. Pero ahora, ya lo has oído, quiero que los monárquicos sepan que mi deseo es no crear dificultades a este Gobierno provisional, que es el Gobierno de España.

-Pero hay, Señor -me atrevo a decir-, una corriente de opinión monárquica difusa que no se puede abandonar, que es preciso encauzar con dirección y con propaganda eficaces. Es necesario de todo punto organizar esa opinión.

-Yo no puedo oponerme a ello. Pero si en Madrid se organiza un Comité central, una Junta, o como quiera llamársele, con fines electorales, yo les ruego que actúen públicamente y que, sin perjuicio de propagar con el mayor entusiasmo, pero legalmente, sus convicciones monárquicas, manifiesten su propósito de no crear dificultades al Gobierno español e incluso.., apunta esto para que repitas mis propias palabras -y me dicta despacio-: E incluso estar con él para todo lo que sea defensa del orden y de la integridad de la Patria.

-Procuraré, Señor, que las cosas se hagan conforme a la voluntad de Vuestra Majestad. Al menos, transmitiré sus deseos.

Aún sigo escuchando al Rey mucho tiempo. Habla siempre de España, de sus amarguras sufridas. Y en toda la charla, ni un solo reproche para nadie, ni una frase reveladora de odio o animadversión. Elogia la orientación de uno de los actuales ministros que con más saña le han agraviado en mítines y conferencias. Para algunos republicanos recientes, que hace un mes todavía le adulaban, tiene frases de disculpa. Y unas palabras de emocionada efusión para el político íntegro que, si hace poco más de un año le combatió con dureza, sin prever seguramente la trascendencia e influencia en su opinión de sus imprudentes frases, ahora, al proclamarse la República, no ha sabido correr, como tantos otros, «en socorro de los vencedores».

Le hablo al Rey de unos cuantos hombres que visten un glorioso uniforme y están dispuestos a servir al régimen constituido recientemente con la misma lealtad que sirvieron a la Monarquía, de quienes sé que al quitarle las coronas del cuello se las han hecho coser dentro de la guerrera, sobre el corazón. Y al oírlo el Rey, se llenan de lágrimas sus ojos.

-No me choca -dice simplemente.

Después, en el transcurso de la conversación, me hace elogio cumplido del nuevo embajador de España en Londres, D. Ramón Pérez de Ayala, de quien ha leído varios libros y numerosos artículos.

Y al final de nuestra charla:

-Podré haberme equivocado alguna vez; pero en mis posibles errores sólo he pensado en el bien de España. Acepté el hecho consumado de la Dictadura porque creí que ésa era la voluntad de la mayoría del país, cuando la pedían a gritos y la recibieron con alborozo los mismos que años después me han acusado injustamente de haberla traído. La sustituí por un Gobierno constitucional, dispuesto a que el país se manifestase en los comicios, cuando comprendí que lo reclamaba la opinión pública. Y no me he resistido a abandonar España, haciendo por ella el mayor sacrificio de mi vida, al comprobar que España ya no me quería. Sería muy triste no esperar ahora que la Historia alguna vez me hará justicia.

Han pasado más de dos horas. Hemos consumido durante ellas el contenido de la pitillera real. Su Majestad se pone en pie, señal protocolaria de que la audiencia ha terminado.

-Dame un abrazo. ¡Y adiós!

Con una emoción que no podrán comprender los que sean incapaces de sentirla, y que podrá ser calificada mañana en algunos periódicos de fina sensibilidad con la consabida frase, tan original como delicada, de «lágrimas de cocodrilo», salgo del sencillo saloncito donde fui recibido. Allí queda el hombre que, por voluntad de España, puede dejar de ser Rey, pero que hasta su muerte, porque contra las condiciones humanas no pueden nada las campañas de difamación, ni siquiera el sufragio universal, seguirá siendo un caballero.

Y mientras atravieso nuevamente el largo pasillo, blanco y estrecho, con puertas numeradas, acuden a mi memoria las palabras de un autógrafo regio que recibí en fecha aciaga de mi vida, el 15 de abril de 1929: «Tú has perdido a tu padre, y España a un patriota dispuesto siempre a defenderla, aun a costa de su vida e intereses. El afecto que sentía por él, a ti lo transmito, seguro de que seguirás su camino».

Señor: Yo sería indigno hijo suyo si no lo siguiera. El 15 de abril de 1931, día memorable en la historia de España, fecha de su segundo aniversario, pasé una hora junto a su tumba y estoy seguro de que su espíritu me dictó nuevamente el camino. ABC permanece donde estuvo siempre: con la libertad, con el orden, con la integridad de la Patria, con la Religión y con el Derecho, que es todavía decir, en España, con la Monarquía Constitucional y Parlamentaria.

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