Por JUAN MANUEL DE PRADA
ABC
SE trata de una norma que no admite excepciones: toda estrategia mistificadora usa como coartada la tergiversación histórica. La invención del pasado, el acuñamiento de mitologías falsorras, la suplantación de la escueta verdad por la pacotilla ideológica, la sustitución de las pruebas irrefutables que nos brinda la historia por un conglomerado de quimeras más o menos emotivas son coartadas que han amparado las tiranías más sórdidas y animado los intentos de desestabilización política, desde que el mundo es mundo. El fascismo y el comunismo no habrían triunfado sin estas coartadas; tampoco las formas más perversas de nacionalismo, urdidoras de paraísos que nunca existieron. En la exaltación de la Segunda República que en estos días alcanza su paroxismo (¿o se trata tan sólo de un anticipo de lo que nos aguarda?) detectamos idéntica tentación tergiversadora.
Es cierto que durante aquellos años florecieron las artes, que la expresión literaria alcanzó cúspides difícilmente igualables. Pero esta constatación no hace sino confirmar la verdad de aquel cínico aserto de Orson Welles en «El tercer hombre»: «En Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, no hubo más que terror, guerras, matanzas, pero surgieron Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? El reloj de cuco».
Hiela el corazón reconocerlo, pero la historia nos demuestra que suelen ser las épocas más feroces y convulsas las que deparan una más fecunda cosecha artística, quizá porque el genio se desenvuelve mejor en circunstancias adversas. Y adversos fueron, sin duda, aquellos años en que cuatro de cada cinco españoles padecían penuria; una situación que se arrastraba secularmente, pero que, desde luego, la Segunda República contribuyó a agravar. Años en que unos gobernantes ineptos se dedicaron a azuzar rencores atávicos y a instaurar rencores nuevos, hasta hacer irrespirable cualquier sueño de concordia.
Convendría, en esta hora de celebraciones mentecatas, recordar algunas expresiones de conspicuos republicanos, hoy encaramados a los altares de la beatería laica. Como aquella de Azaña, quien profirió sin empacho, ante el espectáculo dantesco de los conventos entregados a las llamas, una frase que merecería estudiarse como epítome de la demagogia más burda e irresponsable: «Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un solo republicano». O aquella otra, terrible y premonitoria, de Indalecio Prieto, ilustre dirigente socialista, quien tras el triunfo de la CEDA en las elecciones de 1933, advirtió: «En caso de que las derechas sean llamadas al poder, el partido socialista contrae el compromiso de desencadenar la revolución». A esto se le llama respeto a las reglas de juego democráticas. Cuando finalmente el radical Lerroux formó gabinete con tan sólo tres ministros de la CEDA, el partido socialista cumpliría el compromiso contraído, promoviendo junto a los sindicatos y a los separatistas catalanes una huelga general, eufemismo con el que designaron una sublevación en toda regla, ante la cual el Gobierno hubo de responder proclamando el estado de guerra. Convendría recordar también que, a partir de entonces, el partido socialista no cejó en su estrategia de acoso y derribo de la «podrida democracia liberal» que sustentaba la Segunda República; y que sus líderes más autorizados no vacilaron en vilipendiar el Parlamento y en preconizar la instauración de una dictadura del proletariado.
¿Son éstos los motivos de «orgullo y satisfacción» que nos brinda aquella etapa siniestra? Estas celebraciones mentecatas que hoy nos mantienen entretenidos, ¿no prefigurarán algo mucho más grave, cuya magnitud aún no logramos, o no nos atrevemos a atisbar?
Es cierto que durante aquellos años florecieron las artes, que la expresión literaria alcanzó cúspides difícilmente igualables. Pero esta constatación no hace sino confirmar la verdad de aquel cínico aserto de Orson Welles en «El tercer hombre»: «En Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, no hubo más que terror, guerras, matanzas, pero surgieron Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? El reloj de cuco».
Hiela el corazón reconocerlo, pero la historia nos demuestra que suelen ser las épocas más feroces y convulsas las que deparan una más fecunda cosecha artística, quizá porque el genio se desenvuelve mejor en circunstancias adversas. Y adversos fueron, sin duda, aquellos años en que cuatro de cada cinco españoles padecían penuria; una situación que se arrastraba secularmente, pero que, desde luego, la Segunda República contribuyó a agravar. Años en que unos gobernantes ineptos se dedicaron a azuzar rencores atávicos y a instaurar rencores nuevos, hasta hacer irrespirable cualquier sueño de concordia.
Convendría, en esta hora de celebraciones mentecatas, recordar algunas expresiones de conspicuos republicanos, hoy encaramados a los altares de la beatería laica. Como aquella de Azaña, quien profirió sin empacho, ante el espectáculo dantesco de los conventos entregados a las llamas, una frase que merecería estudiarse como epítome de la demagogia más burda e irresponsable: «Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un solo republicano». O aquella otra, terrible y premonitoria, de Indalecio Prieto, ilustre dirigente socialista, quien tras el triunfo de la CEDA en las elecciones de 1933, advirtió: «En caso de que las derechas sean llamadas al poder, el partido socialista contrae el compromiso de desencadenar la revolución». A esto se le llama respeto a las reglas de juego democráticas. Cuando finalmente el radical Lerroux formó gabinete con tan sólo tres ministros de la CEDA, el partido socialista cumpliría el compromiso contraído, promoviendo junto a los sindicatos y a los separatistas catalanes una huelga general, eufemismo con el que designaron una sublevación en toda regla, ante la cual el Gobierno hubo de responder proclamando el estado de guerra. Convendría recordar también que, a partir de entonces, el partido socialista no cejó en su estrategia de acoso y derribo de la «podrida democracia liberal» que sustentaba la Segunda República; y que sus líderes más autorizados no vacilaron en vilipendiar el Parlamento y en preconizar la instauración de una dictadura del proletariado.
¿Son éstos los motivos de «orgullo y satisfacción» que nos brinda aquella etapa siniestra? Estas celebraciones mentecatas que hoy nos mantienen entretenidos, ¿no prefigurarán algo mucho más grave, cuya magnitud aún no logramos, o no nos atrevemos a atisbar?
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