Por JUAN ANTONIO SAGARDOY. Real Academia de Jurisprudencia y Legislación ES angustioso, desde el punto de vista existencial, vivir sin principios o con principios oportunistas. La zozobra anímica tiene que ser permanente y muy similar a residir en una casa construida sobre arenas movedizas. Tiene la contrapartida de la emoción permanente ante la novedad o el cambio, que no lo producimos en ejercicio de lo que llamamos personalidad, sino que os viene impuesto u ofrecido desde fuera. No tener principios sólidos convierte al ser humano en una hoja al viento.
Podría argumentarse, dialécticamente, que se puede vivir anclado en el principio de «no tener principios». Sería el nihilismo, como actitud vital que niega todo valor a la existencia o hace girar ésta alrededor de algo inexistente. Todo deja de tener sentido, al menos como motor vitalista. Bien al contrario, dice Ortega con profunda simplicidad, que en las creencias «vivimos, nos movemos y somos». La inmensa mayoría de los «seniors» hemos sido educados en una escuela de principios y valores más que sólidos, roqueños. Evidentemente que, con el paso del tiempo, las experiencias vitales, el entorno cultural y la evolución de costumbres nos han hecho mucho más flexibles, más comprensivos, más abiertos. Pero en nuestros días va imperando a la contra una corrosiva filosofía como es la del ¡qué más da!
Esa actitud vital no sólo no se ancla en principios sino que considera a éstos como algo caduco, estéril, e inoperante desde el punto de vista vital. Y tal actitud opera en todos los campos: el político, el social, el familiar, el económico, el cultural, etc.
Por ejemplo, la historia y las tradiciones donde se va imponiendo la creencia de que nuestra historia pasada huele a alcanfor, es algo caduco o en el mejor de los casos de un estéril e ingenuo idealismo. Las grandes gestas de nuestros antepasados -que lucharon y murieron por ideales, y entre ellos, por ejemplo, la bandera con su significado patriótico- nos parecen obra de chalados o ingenuos o tontos de raíz. Así, más de uno haría una «pedorreta» a los que lucharon, como los últimos de Filipinas o los de la Guerra de la Independencia, murieron por defender un ideal. Y esa actitud me parece decadente porque, como dice E. Vázquez, «la práctica del valor desarrolla la humanidad de la persona, mientras que el contravalor (y no digamos la ausencia de valores) la despoja de esa cualidad». Todo lo dicho no significa que no sea necesaria la evolución de los valores, lo que es muy distinto a la desaparición. La justicia, el honor, la libertad, la generosidad, la lealtad, el bien común, la verdad, el trabajo, la honestidad... son valores que dignifican al hombre y sin ellos, efectivamente, su esencia queda en nada. No habría dignidad, pues, en sentido humanista, ya que tener valores es lo que hace que un hombre sea tal, sin lo cual perdería la humanidad o parte de ella.
Otro ejemplo: la tradición. Ya en el año 476 decía Ambrosino, oficial de la Legión Romana, que «sólo la memoria puede permitirnos renacer de la nada. No importa dónde, no importa cuándo, pero si conservamos el recuerdo de nuestra pasada grandeza y de los motivos por los que la hemos perdido, resurgiremos». Hemos hecho una Patria, la nuestra, con sangre, sudor y lágrimas, desde los autrigones, turmogos, cántabros, vacceos..., en la lejanía de los siglos, hasta los que a partir del siglo XV llevaron nuestra bandera, nuestras creencias, nuestra pintura, nuestra literatura, a todos los confines del mundo. Y ahí, por ejemplo, la tradición e identidad del Reino de Navarra no puede ser sacrificada en pro del final de un proceso de terrorismo. ¡No da igual!
Perder todo nuestro pasado no puede ser resuelto con el ¡qué más da! Evolucionar, sí, pero no con rupturas sino con riqueza integradora dentro de la diversidad. El propio líder peruano Ollanta Humala decía el 9 de abril en una entrevista que «tuve el honor de servir a la Patria junto a tantos jóvenes que sacrificaron sus vidas por el mismo ideal»; y entre nosotros, en esta vieja y joven Europa, vivimos con libertad y prosperidad por los que en la mitad del siglo pasado lucharon, dando sus vidas, por lograr esos ideales para las generaciones futuras. A ellos no se les puede dar el carpetazo en los ideales con un frívolo ¡qué más da!
No puede tampoco dar igual que en las comunidades autónomas se enseñen historias de España, totalmente subjetivas, borrando de un plumazo, sin base científica ni propósito integrador sino lo contrario, siglos de historia común; con sus luces y sus sombras. Y desde luego con libertad de elección del idioma, pues no da igual hacerlo en uno o en otro. Tampoco se puede imponer en el mundo de los negocios la teoría del ¡qué más da!, faltando a los principios de la ética, de la lealtad a la palabra dada, de la justicia distributiva..., pues con ello daremos entrada a una convivencia selvática, que lleva a la pérdida de la fe en nuestro sistema económico. Me impresionó mucho leer, el pasado 1 de abril, la crónica en el «Sur» de Íñigo Domínguez, corresponsal en Roma, en la que se decía que «el italiano se siente más seguro desconfiando del prójimo. Pero hay más: no se entiende que uno no engañe a otro si tiene la oportunidad de hacerlo. Esta amoralidad, llevada con sentido deportivo, preside, en general, las relaciones sociales. Al mismo tiempo es capaz de hacer un favor a un desconocido y ser muy generoso, pero todo se resuelve a una escala personal». No tengo conocimientos sólidos para avalar o suavizar tal diagnóstico, pero desde luego llegar a tal situación lleva a cualquier pueblo a un desánimo y una parálisis notables.
La mejor y habitual defensa de los que practican el «qué más da» es que cuando lleva a cabo en el ámbito personal, social, político o económico las acciones correspondientes, los frutos inmediatos de las mismas parecen invisibles, neutros, inoperantes. ¡No pasa nada! Y eso supone un grave error porque la falta de principios siempre, siempre, pasa factura. No como un terremoto, sino como una hormiga termita. Al final se paga: lo que tarda la termita en destruir lo hecho.
Pero además, la falta de principios como vectores de la vida, personal y colectiva, trae consigo, de modo inevitable, un mayor intervencionismo del Estado. Y ello es así porque, al no existir valores, existe orfandad vital, carencia de autonomía personal y, como contrapartida a los valores, a las creencias, que exigen dedicación y esfuerzo, aparece la permanente tentación de la insolidaridad, del pasar, de la duda de si compensa...
Pienso, como punto final, que un pueblo sin valores es un pueblo débil y vulnerable y que, sí un día cae Occidente, la cultura occidental, será por la pérdida de principios más que por las armas o por el deterioro económico. |
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