Editorial ABC
HACE setenta y cinco años que se proclamara en España la II República. Tres cuartos de siglo constituye un tramo temporal suficiente para pasar del recuerdo a la historia y situar en ella aquel acontecimiento que desembocó, trágicamente, en la Guerra Civil. El régimen republicano, con una imprecisa legitimación electoral y una adhesión popular en las grandes ciudades que se superpuso a la victoria cuantitativa de las candidaturas monárquicas en las elecciones municipales del día 13 de abril de 1931, naufragó porque no se asistió de las ayudas de un sistema que nació con una vocación revolucionaria, después del llamado «error Berenguer», con la dictablanda, y tras la dictadura de Primo de Rivera, consentida por Don Alfonso XIII cuando ya la Constitución de 1876 se había agotado.
La II República concitó en su momento todas las ansias de renovación, incluidas las que alentaban los sectores conservadores y liberales liderados por Ortega, Pérez Ayala y Marañón, pero no supo encontrar en ninguno de sus convulsos capítulos el punto de consenso nacional adecuado para su perdurabilidad. La deriva republicana tuvo pronto hitos emblemáticos: desde la declaración independentista de la Generalitat de Cataluña hasta la quema de iglesias y conventos, pasando por una beligerancia antimonárquica injustificada en la realidad sociológica y electoral de la ciudadanía española. El deterioro del régimen se produjo casi en una progresión geométrica y devino en abierto desafío antidemocrático ante la intolerancia izquierdista de la alternancia en 1933 que propició la Revolución de 1934, antesala de una tragedia que se confirmaría el 18 de julio de 1936, inmediatamente después del asesinato del jefe de la oposición, José Calvo Sotelo.
La II República plantea, tres cuartos de siglo después, una cierta ensoñación en determinados sectores sociales en España. Tiene el republicanismo la épica que acompaña los propósitos frustrados que se presentan a la posteridad como oportunidades perdidas. Pero los mitos y leyendas que acompañan ahora al régimen republicano responden a una sectaria idealización de lo que en realidad ocurrió. Hubo desintegración, desgobierno, partidismo y a todo ello concurrieron unos y otros, incapaces de sellar -como sí ocurrió en la Transición de 1978- un pacto de convivencia y de integración nacionales. La Monarquía se retiró discretamente a un segundo plano -el Rey se negó a «lanzar a un compatriota contra otro en fraticida guerra civil»-, mientras los grandes intelectuales del momento, los de la generación de 1914 y de 1927, que habían eclosionado antes de la proclamación republicana y protagonizado unas décadas brillantísimas en la literatura y el pensamiento españoles, volvieron grupas sobre su entusiasmo inicial -«No es esto, no es esto»- y abandonaron la experiencia más traumática de cuantas se han ensayado en nuestra historia política.
El presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, afirmó el pasado día 5 en el Senado que «la España de hoy mira con orgullo y satisfacción a la II República». No parece, sin embargo, que ésa sea la realidad. La España de hoy no vivió aquel régimen; la inmensa mayoría desconoce su trayectoria y los ciudadanos españoles disfrutan ahora de una democracia en la que la Monarquía parlamentaria que encabeza Don Juan Carlos es una institución que, en la Constitución de 1978, ofrece plena estabilidad, libertad y justicia a un país que no mira al pasado, sino al futuro, que no desea empantanarse en memorias históricas sectarias y vengativas, que ha apostado por la conciliación y la tolerancia. Los españoles no quieren ningún ajuste de cuentas, sino disfrutar del orgullo y la satisfacción de un logro sin precedente: vivir en democracia sin otros riesgos que los de un mundo en permanente transformación en el que el futuro nacional debe ser un proyecto compartido «de vida en común». En 1931, no pudo ser; setenta y cinco años después, es ya posible.
La II República concitó en su momento todas las ansias de renovación, incluidas las que alentaban los sectores conservadores y liberales liderados por Ortega, Pérez Ayala y Marañón, pero no supo encontrar en ninguno de sus convulsos capítulos el punto de consenso nacional adecuado para su perdurabilidad. La deriva republicana tuvo pronto hitos emblemáticos: desde la declaración independentista de la Generalitat de Cataluña hasta la quema de iglesias y conventos, pasando por una beligerancia antimonárquica injustificada en la realidad sociológica y electoral de la ciudadanía española. El deterioro del régimen se produjo casi en una progresión geométrica y devino en abierto desafío antidemocrático ante la intolerancia izquierdista de la alternancia en 1933 que propició la Revolución de 1934, antesala de una tragedia que se confirmaría el 18 de julio de 1936, inmediatamente después del asesinato del jefe de la oposición, José Calvo Sotelo.
La II República plantea, tres cuartos de siglo después, una cierta ensoñación en determinados sectores sociales en España. Tiene el republicanismo la épica que acompaña los propósitos frustrados que se presentan a la posteridad como oportunidades perdidas. Pero los mitos y leyendas que acompañan ahora al régimen republicano responden a una sectaria idealización de lo que en realidad ocurrió. Hubo desintegración, desgobierno, partidismo y a todo ello concurrieron unos y otros, incapaces de sellar -como sí ocurrió en la Transición de 1978- un pacto de convivencia y de integración nacionales. La Monarquía se retiró discretamente a un segundo plano -el Rey se negó a «lanzar a un compatriota contra otro en fraticida guerra civil»-, mientras los grandes intelectuales del momento, los de la generación de 1914 y de 1927, que habían eclosionado antes de la proclamación republicana y protagonizado unas décadas brillantísimas en la literatura y el pensamiento españoles, volvieron grupas sobre su entusiasmo inicial -«No es esto, no es esto»- y abandonaron la experiencia más traumática de cuantas se han ensayado en nuestra historia política.
El presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, afirmó el pasado día 5 en el Senado que «la España de hoy mira con orgullo y satisfacción a la II República». No parece, sin embargo, que ésa sea la realidad. La España de hoy no vivió aquel régimen; la inmensa mayoría desconoce su trayectoria y los ciudadanos españoles disfrutan ahora de una democracia en la que la Monarquía parlamentaria que encabeza Don Juan Carlos es una institución que, en la Constitución de 1978, ofrece plena estabilidad, libertad y justicia a un país que no mira al pasado, sino al futuro, que no desea empantanarse en memorias históricas sectarias y vengativas, que ha apostado por la conciliación y la tolerancia. Los españoles no quieren ningún ajuste de cuentas, sino disfrutar del orgullo y la satisfacción de un logro sin precedente: vivir en democracia sin otros riesgos que los de un mundo en permanente transformación en el que el futuro nacional debe ser un proyecto compartido «de vida en común». En 1931, no pudo ser; setenta y cinco años después, es ya posible.
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