El 13 de abril España se había acostado monárquica y el 14 se levantó republicana. Don Alfonso XIII decidió suspender el Poder Real y partió al exilio. Hoy, cuando se cumplen 75 años del cambio de régimen, el historiador Ricardo García Cárcel analiza aquellas horas dramáticas
POR RICARDO GARCÍA CÁRCEL
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La caída de la Monarquía de Alfonso XIII empezó en septiembre de 1923 con la Dictadura de Primo de Rivera. Aunque tengan razón Seco y Tusell al negar la implicación del rey en el golpe, como ha escrito Mercedes Cabrera: «El hecho es que recibió el juramento de Primo de Rivera como presidente del Directorio como si de un relevo más en el Gobierno se tratara».
Con la Dictadura, la Monarquía constitucional dejó de existir y nunca consiguió Alfonso XIII superar la desconfianza de la clase política derivada de aquella experiencia. La sombra de aquel pecado, si no de complicidad complaciente, sí al menos de pasividad inconsciente, marcó la trayectoria posterior de la Monarquía y constituyó una hipoteca terrible para la misma. Después, vendría el error Berenguer, diagnosticado así por Ortega, cometido por el general al que encargó el gobierno Alfonso XIII tras la dimisión de Primo de Rivera: Dámaso Berenguer, el responsable último de Annual, el hombre que ejercería la llamada «dictablanda». Consistió, según Ortega, en «tratar de hacer como si aquí no hubiera nada radicalmente nuevo», creyendo que «los españoles pertenecen a la familia de los óvidos, en la política son gente mansurrona y lanar», en definitiva, considerar que «aquí no ha pasado nada» y actuar con el referente del monarquismo previo a 1923, reconstruyendo el viejo caduco sistema caciquil y oligárquico de la Constitución de 1876. El artículo demoledor de Ortega, de noviembre de 1930, acababa así: «Como eso es un error, somos nosotros y no el régimen mismo, nosostros, gente de la calle de tres al cuarto y nada revolucionarios, quienes tenemos que decir a nuestros ciudadanos: españoles, vuestro Estado no existe. ¡Reconstruidlo! Delenda est monarchia».
Aznar, la única opción del Rey
Un mes después del artículo se producía el pronunciamiento militar de Galán y García Hernández en Jaca. Su fracaso y la ejecución de sus líderes otorgaría a la República sus protomártires y acomplejaría más aún a los monárquicos. Unos, indecisos como Alba o Cambó -éste además gravemente enfermo de cáncer-; otros, despechados como Sánchez-Guerra, otros protagonizando defecciones flagrantes como Alcalá Zamora o Miguel Maura. Don Juan Bautista Aznar, un almirante, político de bajo perfil (Maura dijo de él que procedía geográficamente de Cartagena y políticamente de la luna), sería la única opción como presidente encontrada por el Rey tras la dimisión de Berenguer en febrero de 1931, tras una ansiosa exploración entre sus presuntos leales con varias negativas sangrantes. Se establecía por primera vez la distinción entre monarquismo y alfonsismo.
En el Gobierno Aznar mandaba Romanones sobre un auténtico puzle de fuerzas monárquicas supervivientes de la Restauración. El Gobierno de concentración no dejaba alternativa alguna al dilema disyuntivo: Monarquía o República. La primera iniciativa del nuevo Gobierno fue la convocatoria de elecciones municipales para el 12 de abril. Ningún monárquico previó una consecuencia negativa. Y llegaron las elecciones. Se computaron 22.150 concejales monárquicos frente a 5.775 republicanos. Sólo en ocho provincias el número de concejales republicanos era superior al de monárquicos.
Hecatombe del voto monárquico
Pero tras las cifras globales había una realidad: la hecatombre del voto monárquico en las capitales de provincia. Sólo en 7 ( Lugo, Vitoria, Pamplona, Soria, Ávila, Cádiz y Palma) habían ganado los monárquicos. En Madrid, el triple de votos republicanos que monárquicos. En Barcelona, el cuádruple. La opinión pública urbana había triunfado sobre las inercias del viejo sistema. El hundimiento moral de la monarquía fue total.
Aznar, abatido, dijo aquello de que «España se había acostado monárquica y levantado republicana». Berenguer escribía un telegrama la misma noche del día 12 a los capitanes generales pidiendo se atuvieran «al curso lógico de la suprema voluntad nacional». No era un plebiscito, pero no ya los republicanos, sino los monárquicos, lo vivieron como tal. Gabriel Maura hizo el día 13 gestiones con su hermano Miguel ante el comité republicano de cara a algún compromiso, que ya no era posible.
Los ministros del Gobierno presentaron la dimisión al Rey el día 13 a las cinco y media de la tarde. Sanjurjo, al frente de la Guardia Civil, se presentó ante Miguel Maura, dándole el tratamiento de ministro en tanto que miembro del Gobierno Provisional de la República. El día 13 fue un día loco de maniobras y contactos por parte del Rey. Por la mañana, aún creía él que «hay varios caminos». Entre otras gestiones llamó a Cambó que, pese a estar con fiebre alta, se fue a Madrid, llegó la mañana del día 14 y en el hotel Ritz se enteró de cómo estaba la situación. Optó por no encontrarse con el Rey y cogió el tren para Francia. Romanones, como Maura, intentó ganar tiempo ante el comité republicano, entrevistándose con Alcalá Zamora en casa de Marañón. El Rey estaba dispuesto a dar paso a las Cortes constituyentes, suspendiendo sus poderes y ausentándose del país. Infructuoso. Los republicanos estaban exultantes y no aceptaban transacciones. El Rey ni podía continuar reinando ni podía abdicar.
El día 14 el Rey recibió a sus ministros, uno a uno, y les comunicó su voluntad de marcharse. Sólo La Cierva le instó a hacer frente a la situación y a que «se mantenga fiel a la patria y valerosamente afronte las dificultades actuales». El Rey le respondió que «yo no puedo consentir que con actos de fuerza para defenderme se derrame sangre y por eso me aparto de este país». Al ministro Ventosa le dijo también: «Yo tengo la sensación de que he perdido, aunque sea inmerecidamente, el amor de mi pueblo. Esto es una realidad y a ello hay que atenerse».
El Rey convocó su último Consejo de Ministros para las cinco de la tarde. A esas alturas España ardía de fervor republicano. Varios ayuntamientos se habían adelantado a proclamar la República en la madrugada del día catorce (Éibar, Oviedo, Sevilla, Valencia, Zaragoza). Companys en el balcón del Ayuntamiento de Barcelona había declarado a la una y media de la tarde: «En nombre del pueblo de Cataluña proclamo el Estado Catalán bajo el régimen de una República Catalana». Macià ratificaría esta proclamación minutos más tarde. La República catalana dentro de la Confederación Ibérica...
La euforia impedía valorar la trascendencia de la proclamación. La movilización popular fue extraordinaria. Ucelay ha hablado del «golpe invisible» de los republicanos. El monopolio de la calle. Miguel Maura dijo: «Nos regalaron el poder que nosotros no hicimos sino recoger en nuestras manos, a quien los del Gobierno habían dejado caer en medio del arroyo». El regalo no fue tan ingenuo. Hubo sus intentos de proclamar la ley marcial de una parte y de otra, hubo consignas insurreccionales la tarde del día 14 para hacer irreversible la situación. La rebelión de las masas de Ortega. Una rebelión menos espontánea de lo que creíamos, según las últimas investigaciones. En cualquier caso, la España de las provincias se impuso sobre el Madrid oficial que quedó desbordado.
En el último Consejo de Ministros se leyó el manifiesto de despedida del Rey redactado por Gabriel Maura: «Quiero apartarme de cuanto sea lanzar unos compatriotas contra otros en fratricida guerra civil... Suspendo deliberadamente el ejercicio del poder real y me aparto de España». En la tarde de ese día 14 de abril, en Madrid, desde el balcón del Ministerio de la Gobernación (la histórica Casa de Correos) había sido proclamada la República. A las nueve menos cuarto de la noche una comitiva regia de tres coches abandonaba el Palacio de Oriente por la Casa de Campo, rumbo a Cartagena. Poco después de las cuatro de la madrugada, en el crucero Príncipe Alfonso salía el Rey de Cartagena hacia un destino que sería definitivo, aunque Alfonso XIII echando mano de sus reservas optimistas al desembarcar en Marsella dijo que: «Será una tormenta que pasará rápidamente».
La tormenta no pasó rápidamente
No pasó tan rápidamente. Tuvieron que pasar más de cuarenta años, con una guerra civil por medio, para que la Monarquía volviera. La soledad y el aislamiento de Alfonso XIII en las últimas horas de la Monarquía se prolongaron a lo largo de su exilio. Su dignidad, en cualquier caso, fue incuestionable y ha sido reconocida por sus propios adversarios. Aquella imagen patética del Rey desterrado en París, pocos días después de su llegada, que describió Cambó, no deja de impresionar: «Yo iba al Meurice, a visitar a una familia amiga. En un rincón del hall vitré, detrás de una mesa, estaba sentado Don Alfonso: solo, sin la compañía de un libro, de un diario, de una copa. Al cabo de hora y media, don Alfonso continuaba igual, sentado detrás de la misma mesa, ¡Sin un libro, ni un diario, ni una copa!».
En la hora de la memoria de los setenta y cinco años de la llegada de la República, sería muy saludable un ejercicio de reflexión autocrítica del monarquismo de este país acerca de por qué cayó Alfonso XIII, que no implique la evasión de responsabilidades propias. Como constituiría, asimismo, una terapia muy deseable que la izquierda debatiera a fondo, sin renunciar de entrada a la autocrítica, sobre las razones por las que cayó la República, más allá de la lógica adjudicación de la culpa a un militar golpista llamado Francisco Franco. El simplismo, con su halo narcisista, a la hora de seleccionar el espejo histórico en el que mirarse, es un vicio muy frecuente entre los políticos. Los historiadores deberíamos recordar que los espejos históricos nunca son planos y que las imágenes que nos transmiten deberían invitarnos siempre más a la autocrítica que a la autocomplacencia.
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