ABC El presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, dio ayer un paso significativo en el proceso revisionista de la reciente historia de España, que está en la base de una buena parte de sus iniciativas legislativas y discursos políticos. Realizó el jefe del Ejecutivo en el Senado toda una apología de la II República, a la que, a juicio de Rodríguez Zapatero, la actual democracia española mira «con reconocimiento y satisfacción». El periodo republicano, según esta peculiar retrospección, «iluminó» la Constitución de 1978 y «muchos de los objetivos, grandes aspiraciones y de las conquistas» de la II República están hoy «en plena vigencia y alto grado de desarrollo en nuestro país».
Las palabras de Rodríguez Zapatero son la prueba de los perjudiciales efectos que produce confundir la realidad histórica con la ensoñación, porque si hay alguna causa indiscutible del éxito constitucional de 1978 es, precisamente, la de no haber repetido los errores del pasado, incluidos los que alumbraron y jalonaron de forma determinante el periodo republicano hasta su fracaso definitivo. La convivencia de la España del siglo XXI no puede tener como referencia histórica una etapa en la que las grandes ideas liberales de unos pocos fueron derrotadas por el sectarismo ideológico y la tensión separatista. Tiempo de golpes de estado, revoluciones antidemocráticas y rupturas territoriales, la II República a la que ayer aludió Rodríguez Zapatero nunca existió más que como coartada falsamente historicista para promover, en este momento, una serie de cambios políticos y sociales que están alterando gravemente el consenso constitucional de 1978. Ciertamente, si Rodríguez Zapatero ve en la España de 2006 una culminación diferida de la II República, será porque están en retroceso los valores de la Constitución de 1978. Al menos, el alarde republicano de Rodríguez Zapatero es coherente con el impulso de una parte de su acción política; aquélla marcada por un laicismo agresivo, por una visión ideologizada de la educación, por la irrupción en el sistema de valores de la sociedad y por la suplantación de los fundamentos del régimen político actual. No en vano, el jefe del Ejecutivo dijo de la Nación que era «un concepto discutido y discutible»; y no en vano su Gobierno está embarcado en un proceso de vaciamiento constitucional a través del proyecto de Estatuto para Cataluña.
Pero, ante todo, el discurso de Rodríguez Zapatero sobre la vigencia de los valores republicanos es insolvente e injusto, al desconocer el papel de la Monarquía en la consolidación de la democracia en España, como la única institución capaz de integrar a la sociedad española en un proyecto político común, asentado en la unidad nacional. La postergación de la Corona -otra más, después de la perpetrada en la resolución del Congreso sobre el golpe de Estado del 23-F- en la apología republicana que ayer ejecutó solemnemente el presidente del Gobierno no es accidental, sino esencial en un proceso político de transformación del Estado, perfectamente visible en el texto del nuevo Estatuto para Cataluña y orientado a la mutación de España en una especie de modelo confederal y desnacionalizado, en el que las instituciones comunes, es decir, las nacionales, tendrán muy complicado no sólo el mantenimiento de sus actuales atribuciones, sino su propia supervivencia.
Rodríguez Zapatero se ha equivocado al evocar idílicamente un periodo histórico convulso, suficientemente reciente como para que su juicio republicano sea sustancialmente impugnado por historiadores y protagonistas. Pero, sobre todo, para que sea descartado no por el pasado, sino por el presente de una sociedad cuyo modelo de convivencia se selló en 1978 y que es mucho mejor que cualquier otro, porque no se parece a ninguno de los que, como la II República y otros anteriores y posteriores, sumió en la frustración las ansias de progreso de España.
jueves, 6 de abril de 2006
Zapatero y la II República
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