FEDERICO TRILLO-FIGUEROA
EX PRESIDENTE DEL CONGRESO DE LOS DIPUTADOS
ABC
De todas las magistraturas públicas surgidas a lo largo de la historia, la Monarquía es no sólo la más antigua sino una de las pocas que subsisten en el Derecho Constitucional Democrático.
En la antigüedad los reyes transpersonalizaban en la comunidad el poder divino. En la Edad Media sobrevivieron al fraccionamiento del poder feudal y lograron escapar de la tenaza entre el papado y el imperio aupándose sobre los hombros de las incipientes burguesías ciudadanas para convertirse en monarquías nacionales. Más costosa fue la transformación de las monarquías absolutas de derecho divino en monarquías constitucionales y, finalmente, en monarquías parlamentarias. Pero su pervivencia no solo demuestra su capacidad de adaptación a la realidad de cada momento histórico sino, sobre todo explica su utilidad para la gobernación del Estado. En primer lugar, porque permite visualizar la historia común de un pueblo en la cúspide de su organización como comunidad política. La Corona es el símbolo de la historia común y, al tiempo, la garantía de su continuidad. De ahí que para nuestra Constitución el Rey sea el «símbolo de la unidad y permanencia del Estado» (artículo 56). Continuidad de la historia también hacia el exterior y por ello asume nuestra Constitución la más alta representación en las relaciones internacionales especialmente con las naciones de nuestra comunidad histórica. Esa continuidad institucional es la que hace necesario en el orden personal la continuidad de la Dinastía, con escrupuloso respeto al orden sucesorio establecido en la Constitución.
En las monarquías parlamentarias contemporáneas el Rey conserva su supremacía constitucional en términos simbólicos: ya no es el Soberano, porque la soberanía corresponde al pueblo representado en el Parlamento; porque ya no es el impulsor ni el director de la Gobernación del Estado que corresponde al Gabinete que tiene la confianza mayoritaria de la Cámara. Para garantizar el adecuado funcionamiento de esa magistratura simbólica, nuestra Constitución recoge además otro legado de la historia reciente: su carácter arbitral y moderador, como instancia final suprapartidista en la cumbre misma del Estado.
Unidad de la Nación, continuidad de su historia y carácter suprapartidista son pues las indudables ventajas de la Monarquía como forma de gobierno. La defensa de estos caracteres son también por ello la única garantía de la continuidad de la institución misma.
En la antigüedad los reyes transpersonalizaban en la comunidad el poder divino. En la Edad Media sobrevivieron al fraccionamiento del poder feudal y lograron escapar de la tenaza entre el papado y el imperio aupándose sobre los hombros de las incipientes burguesías ciudadanas para convertirse en monarquías nacionales. Más costosa fue la transformación de las monarquías absolutas de derecho divino en monarquías constitucionales y, finalmente, en monarquías parlamentarias. Pero su pervivencia no solo demuestra su capacidad de adaptación a la realidad de cada momento histórico sino, sobre todo explica su utilidad para la gobernación del Estado. En primer lugar, porque permite visualizar la historia común de un pueblo en la cúspide de su organización como comunidad política. La Corona es el símbolo de la historia común y, al tiempo, la garantía de su continuidad. De ahí que para nuestra Constitución el Rey sea el «símbolo de la unidad y permanencia del Estado» (artículo 56). Continuidad de la historia también hacia el exterior y por ello asume nuestra Constitución la más alta representación en las relaciones internacionales especialmente con las naciones de nuestra comunidad histórica. Esa continuidad institucional es la que hace necesario en el orden personal la continuidad de la Dinastía, con escrupuloso respeto al orden sucesorio establecido en la Constitución.
En las monarquías parlamentarias contemporáneas el Rey conserva su supremacía constitucional en términos simbólicos: ya no es el Soberano, porque la soberanía corresponde al pueblo representado en el Parlamento; porque ya no es el impulsor ni el director de la Gobernación del Estado que corresponde al Gabinete que tiene la confianza mayoritaria de la Cámara. Para garantizar el adecuado funcionamiento de esa magistratura simbólica, nuestra Constitución recoge además otro legado de la historia reciente: su carácter arbitral y moderador, como instancia final suprapartidista en la cumbre misma del Estado.
Unidad de la Nación, continuidad de su historia y carácter suprapartidista son pues las indudables ventajas de la Monarquía como forma de gobierno. La defensa de estos caracteres son también por ello la única garantía de la continuidad de la institución misma.
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