martes, 1 de noviembre de 2005

Sucesión a la Corona: política y derecho

TRANSMITIR buenas noticias en el momento oportuno. He aquí una virtud indiscutible de la Monarquía. Lección impecable para viejos y nuevos republicanos, algunos de ideología inequívoca, otros más bien confusa. Señas de identidad de la única institución que conjuga símbolos y conceptos, fórmulas míticas con teoría racional. Resuelto el enigma, queda claro que la naturaleza no ha querido contribuir al empeño razonable de poner orden y concierto en el debate. Estamos en el peor momento para abordar una reforma de la Constitución. La equiparación del varón y la mujer es una exigencia irrenunciable del principio de igualdad según las pautas actuales de la teoría de la justicia. Por esta poderosa razón, tendrá que reformarse en su día la previsión del artículo 57 en favor de la descendencia masculina. No es verdad, sin embargo, que la norma vigente sea inconstitucional, curiosa paradoja que defienden -con más voluntad que acierto- algunos juristas imbuidos de la doctrina alemana. No es aceptable tampoco invocar como precedente el proyecto actual en materia de títulos nobiliarios, puesto que se trata de cuestiones de naturaleza muy diferente. En rigor, no hace falta aportar argumentos adicionales, porque el problema no reside en el contenido, ni siquiera en las formas. El secreto está en el manejo de los tiempos: la política es un saber prudencial cuya finalidad consiste en resolver problemas y no en crearlos. Dicho de otro modo: el interés general exige en este caso dejar las cosas como están. Es cuestión de «salus populi...».

Hay quien discute también sobre procedimientos. Se pretende incluso eludir la reforma constitucional a través de la ley orgánica a que hace referencia el artículo 57.5. Es una opinión carente de solidez jurídica, puesto que no estamos en presencia de abdicaciones o renuncias ni se plantea duda alguna de hecho o de derecho en el orden de sucesión. Resulta más inteligente la interpretación creativa que ofrece Francisco J. Laporta como alternativa a la que denomina «textual» y «topográfica»: puesto que la modificación no «afecta» en sentido fuerte al título II, basta con poner en marcha el procedimiento menos gravoso de reforma, regulado por el artículo 167. La intención es buena, pero conduce a un choque frontal con la letra y con el espíritu de la Constitución. Porque el constituyente quiso, con muy buen criterio, «blindar» a la institución monárquica respecto de mayorías ocasionales, lo mismo que a otras decisiones nucleares (entre ellas, por cierto, las que afectan a la nación con sus nacionalidades y regiones). Determina, por tanto, que el pueblo español asuma de forma plena su función irrenunciable como titular de la soberanía. Así pues, además de alcanzar por dos veces las pertinentes mayorías cualificadas en ambas Cámaras, habrá que celebrar elecciones generales y cerrar el proceso con un referéndum «ad hoc». El respeto escrupuloso a las reglas del juego es fundamental en el Estado democrático: la ingeniosa teoría de la mutación constitucional tiene su límite infranqueable en el sentido común. Debe acudirse, pues, sin pretexto alguno al procedimiento regulado por el artículo 168 y es razonable suponer que el Consejo de Estado emitirá en este sentido el parecer que el Gobierno le solicita, como es propio de un cuerpo consultivo inspirado por la «prudentia iuris» y no por el constructivismo jurídico.

¿A quién podría beneficiar un hipotético referéndum? El arraigo social de la Monarquía y la justicia de la causa igualitaria invitan a pronosticar un resultado favorable, pero todo plebiscito encierra un riesgo de consecuencias incontrolables. Unos pocos gritarán «salud y república». A otros les basta con exhibir las siglas de su partido. Surge donde menos se esperaba cierto sector de opinión cuya reacción ante la consulta es más que previsible, aunque tal vez los menos exaltados lograrían templar las pasiones incontroladas mediante un sano ejercicio de patriotismo responsable. Si se sumaran todos los ingredientes, la aprobación popular de la reforma sería susceptible de una o varias lecturas engañosas. Mal asunto, porque -interpretado con intención sectaria- ese resultado podría dañar seriamente la legitimidad de origen y de ejercicio que hoy día nadie discute a la Monarquía. Odiosa consecuencia. Puestos en lo peor, un paso decisivo para el juego desleal que practican algunas minorías irredentas y un fracaso en toda regla para la convivencia democrática. El feliz nacimiento de una niña no debe inducir a que se adopten decisiones precipitadas, a pesar de su impacto sobre la sensibilidad colectiva. La política, decía Ortega, no está hecha para «profesionales de la razón pura». Todo ello, añado, dando por sentado -como es de rigor- que la propuesta de reforma venga inspirada por la mejor de las intenciones.

La insistencia en que se pretende dar solución a un problema acuciante tampoco justifica la puesta en marcha de tan complicados mecanismos. El Derecho vigente resuelve de forma precisa todos los supuestos de hecho. La Infanta recién nacida ocupa desde su nacimiento el segundo lugar en el orden sucesorio, precedida únicamente por su padre y seguida por Doña Elena, por los hijos de ésta, por Doña Cristina y por los hijos de esta última. Cuando llegue el día de afrontar la reforma, habrá que atender a los eventuales problemas de aplicación retroactiva y de derechos adquiridos (o, según los casos, de meras expectativas de derechos), apasionantes sin duda para los juristas. El venturoso acontecimiento viene a complicar las cosas desde el punto de vista jurídico-político. Lo principal es que se elimine de raíz cualquier querella futura, para lo cual será imprescindible incorporar las reglas transitorias pertinentes al título II de la Constitución. Pero debe hacerse en su momento, insisto, y no ahora. Más aún: aunque la prioridad de Don Felipe está fuera de cualquier duda razonable, sería conveniente introducir una referencia específica al respecto en el propio título II. El buen decir del Derecho cuando es cultivado por manos expertas permitirá solventar cualquier problema de naturaleza técnica. En cambio, nadie puede sustituir al gobernante en el genuino ejercicio de su responsabilidad a la hora de tomar decisiones. Más vale que acierte.
 

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