POR PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO
RECTOR DE LA UNIVERSIDAD REY JUAN CARLOS
ABC
LA condición humana está transida indefectiblemente por una insalvable tensión dialéctica. Así, de una parte, el hombre y, en consecuencia, sus obras, se hallan afectadas esencialmente por el tiempo, que acomoda y hasta forja, de forma paulatina, pero inexorable, su ser y existencia. Mientras que, de otra, los hombres nos dotamos de parámetros de estabilidad en los que hacer descansar nuestras convicciones más sagradas, tanto las vinculadas a la íntima conciencia (ad intra), como a la manera de organizarnos en sociedad (ad extra).
Pues bien, si nos abstraemos de sus aspectos más filosóficos -el penetrante Martín Heidegger escribiría, por ejemplo, la primera parte del excelente trabajo Ser y Tiempo en 1927-, los asuntos que presiden la actualidad de la España constitucional expresan nítida, aunque no sin contradicción, los dos citados aspectos.
Al primer grupo se adscribirían las propuestas de reformas político-constitucionales, tanto las estatutarias, como las de la Constitución de 1978. De esta suerte, la revisión del Estatut catalán -por más que nos encontremos, en realidad, no tanto ante una modificación del Estatuto de 1979, sino ante uno nuevo- es la mejor prueba de lo antedicho. Sobre todo, si pensamos en la auto proclamación de Catalunya como una nación con vocación de estatalidad, su soberanista Preámbulo, su desbordante Título Preliminar plagado de extraños derechos, sus excluyentes asunciones competenciales, su flagrante intromisión en las más variadas leyes orgánicas del Estado, su peligrosa cercenación de la unidad jurisdiccional, y hasta de mercado, su corolario quebrantamiento del principio de igualdad y su fijación de un modelo de insolidaria financiación interterritorial, expresarían, sí, un inequívoco deseo de cambio, aunque dado su carácter y alcance, incompatible con el vigente orden constitucional. Un quehacer estatutario que excede, por tanto, además del respeto a las exigencias de constitucionalidad, el sosegado proceso de mejora y perfeccionamiento de nuestro entramado político y jurídico. Lo más propio de un tránsito sereno, para no dejarse arrastrar por un irregular y convulsionado proceso constituyente. Una circunstancia que, aunque no con idéntica gravedad, también se aprecia -recordemos la cláusula Camps-, en la reforma del Estatuto de Autonomía de la Comunidad Valenciana. Los Comunidades Autónomas no se asientan en la soberanía, sino en la autonomía y, por ello, no disfrutan de Constituciones, sino de unos Estatutos que se fundamentan estructuralmente en la Constitución española, sin que quepan disfraces para presentarse, de hecho o de derecho, como algo que ni son, ni pueden ser.
Pero hay más. Hoy poco queda que sea relevante por transferir a las Comunidades Autónomas, si queremos preservar un mínimo de elementos, no uniformizadores. Soy un ferviente defensor del Estado de las Autonomías, al tiempo que tampoco creo en un militante nacionalismo españolista, pero sí en unos valores comunes y coparticipados en los distintos territorios de España, así como en una vertebración eficiente de nuestro espacio político de convivencia. Haríamos por ello mejor en auspiciar, en lugar de estériles discusiones e incompatibles asunciones competenciales, la puesta en marcha de específicas políticas de cooperación y colaboración entre el Estado y las Comunidades Autónomas, mientras impulsamos más acciones eficaces en educación, sanidad, seguridad, inmigración, fiscalidad, vivienda, etc. Estas son las cuestiones que preocupan a los españoles ¿Para qué entonces tanta energía inútilmente dilapidada? ¿Para qué tanto despilfarro de talento y de tiempo? Interrogantes, sin duda, difíciles de justificar.
Además, esgrimíamos, los aires de cambio han llegado a la misma Constitución de 1978. Se nos dice, y es cierto, que la Constitución disfruta de rasgos propios de indefinida permanencia; pero también, y estamos de acuerdo, que las generaciones del presente, y por supuesto, las del futuro, no pueden quedar encadenadas a las obras -por muy certeras que hubieran sido- de constituyentes pasados. Y desde tales premisas el Gobierno habría instado un proceso de revisión constitucional -aunque su autoría material se delegue en un órgano consultivo como el Consejo de Estado-, si bien limitado, ya que sólo afectaría a cuatro aspectos de nuestra Carta Magna: la denominación de las Comunidades Autónomas, el reconocimiento del proceso de construcción europea y su Derecho comunitario, la modificación del Senado y la eliminación de la preferencia del varón en la sucesión a la Jefatura del Estado. Unas reformas sobre las que, de momento, y esto las hace inviables, no existe el ineludible acuerdo entre las dos grandes formaciones políticas nacionales -se requiere a tal efecto de una mayoría cualificada de dos terceras partes en las Cámaras-, por no enjuiciar las dudas sobre su necesidad, su ausencia de urgencia y la falta del adecuado contexto de previa distensión política. En suma, demasiadas precariedades para tan importantes retos que afrontar. Si hay que reformar la Constitución, que se haga; y si hay que hacer lo propio con uno u otro Estatuto de Autonomía, adelante con ello. Pero, de otra manera, en un tiempo político más acorde con lo que está juego, con otras mayorías parlamentarias y con un representativo consenso constitucional.
Aunque no erremos: la Constitución de 1978 ha sido, y sigue siendo, el mejor marco político-constitucional posible de esta España moderna que debe saber resguardar sus incontrovertibles logros. Sepamos velar, ¡cuidado con las irresponsabilidades!, por nuestro ejemplar patrimonio colectivo de convivencia en libertad, justicia e igualdad.
Ahora bien, junto a tales anhelos, el nacimiento del primero de los hijos de Don Felipe y Doña Leticia, la Infanta Leonor, refleja la segunda de las facetas referenciadas: la idea de perdurabilidad por encima de contingentes avatares. El mejor ejemplo de todo lo bueno que implica una moderna Monarquía parlamentaria. Un nombre, Doña Leonor, cuyo recuerdo nos retrotrae, entre otras, a nuestra sin par Leonor de Aquitania, casada con Alfonso VIII, y fundadora del Monasterio de las Huelgas, así como a la Reina Leonor, esposa de Juan I, y madre de Enrique III El Doliente, primer Príncipe de Asturias en el ya lejano siglo XIV. Un nacimiento que lleva aparejadas dos destacadas consecuencias. La primera, por lo que tiene de refrendo de nuestra arraigada Monarquía parlamentaria: un Monarca de hoy, Don Juan Carlos; un reconocido Heredero, Don Felipe; y una deseada heredera del Heredero, en la persona de Doña Leonor. Una continuidad dinástica que hace evidentes, sin estridencias ni sobresaltos, las ventajas de una ordenada sucesión en la más alta Magistratura del Estado. O, en palabras de Don Felipe, «La lógica de los tiempos hará que la Infanta sea Reina de España algún día».
Y aún debemos recordar algo más. El nacimiento de la Infanta Leonor confirma, al margen de la dimensión personal y familiar del feliz evento, un profundo sentido institucional: el desarrollo natural de la sucesión en la Corona, en lo que ésta tiene de función de enraizada integración social y cohesión política al servicio de los españoles. Su nacimiento hace suyos los perfiles de continuidad dinástica de la Corona en cuanto que símbolo constitucional, de primer orden, de la unidad y permanencia de la Nación española. A tal efecto, la Infanta Leonor resume estos últimos de un modo palpable.
Aunque, incluso por encima de lo afirmado, todos, especialmente las dos principales formaciones políticas, junto a su ciudadanía, estamos obligados a preservar el ejemplar Pacto constitucional de 1978. En ello no caben tibiezas ni escamotear esfuerzos, sino la misma fraternal generosidad de entonces.
Pues bien, si nos abstraemos de sus aspectos más filosóficos -el penetrante Martín Heidegger escribiría, por ejemplo, la primera parte del excelente trabajo Ser y Tiempo en 1927-, los asuntos que presiden la actualidad de la España constitucional expresan nítida, aunque no sin contradicción, los dos citados aspectos.
Al primer grupo se adscribirían las propuestas de reformas político-constitucionales, tanto las estatutarias, como las de la Constitución de 1978. De esta suerte, la revisión del Estatut catalán -por más que nos encontremos, en realidad, no tanto ante una modificación del Estatuto de 1979, sino ante uno nuevo- es la mejor prueba de lo antedicho. Sobre todo, si pensamos en la auto proclamación de Catalunya como una nación con vocación de estatalidad, su soberanista Preámbulo, su desbordante Título Preliminar plagado de extraños derechos, sus excluyentes asunciones competenciales, su flagrante intromisión en las más variadas leyes orgánicas del Estado, su peligrosa cercenación de la unidad jurisdiccional, y hasta de mercado, su corolario quebrantamiento del principio de igualdad y su fijación de un modelo de insolidaria financiación interterritorial, expresarían, sí, un inequívoco deseo de cambio, aunque dado su carácter y alcance, incompatible con el vigente orden constitucional. Un quehacer estatutario que excede, por tanto, además del respeto a las exigencias de constitucionalidad, el sosegado proceso de mejora y perfeccionamiento de nuestro entramado político y jurídico. Lo más propio de un tránsito sereno, para no dejarse arrastrar por un irregular y convulsionado proceso constituyente. Una circunstancia que, aunque no con idéntica gravedad, también se aprecia -recordemos la cláusula Camps-, en la reforma del Estatuto de Autonomía de la Comunidad Valenciana. Los Comunidades Autónomas no se asientan en la soberanía, sino en la autonomía y, por ello, no disfrutan de Constituciones, sino de unos Estatutos que se fundamentan estructuralmente en la Constitución española, sin que quepan disfraces para presentarse, de hecho o de derecho, como algo que ni son, ni pueden ser.
Pero hay más. Hoy poco queda que sea relevante por transferir a las Comunidades Autónomas, si queremos preservar un mínimo de elementos, no uniformizadores. Soy un ferviente defensor del Estado de las Autonomías, al tiempo que tampoco creo en un militante nacionalismo españolista, pero sí en unos valores comunes y coparticipados en los distintos territorios de España, así como en una vertebración eficiente de nuestro espacio político de convivencia. Haríamos por ello mejor en auspiciar, en lugar de estériles discusiones e incompatibles asunciones competenciales, la puesta en marcha de específicas políticas de cooperación y colaboración entre el Estado y las Comunidades Autónomas, mientras impulsamos más acciones eficaces en educación, sanidad, seguridad, inmigración, fiscalidad, vivienda, etc. Estas son las cuestiones que preocupan a los españoles ¿Para qué entonces tanta energía inútilmente dilapidada? ¿Para qué tanto despilfarro de talento y de tiempo? Interrogantes, sin duda, difíciles de justificar.
Además, esgrimíamos, los aires de cambio han llegado a la misma Constitución de 1978. Se nos dice, y es cierto, que la Constitución disfruta de rasgos propios de indefinida permanencia; pero también, y estamos de acuerdo, que las generaciones del presente, y por supuesto, las del futuro, no pueden quedar encadenadas a las obras -por muy certeras que hubieran sido- de constituyentes pasados. Y desde tales premisas el Gobierno habría instado un proceso de revisión constitucional -aunque su autoría material se delegue en un órgano consultivo como el Consejo de Estado-, si bien limitado, ya que sólo afectaría a cuatro aspectos de nuestra Carta Magna: la denominación de las Comunidades Autónomas, el reconocimiento del proceso de construcción europea y su Derecho comunitario, la modificación del Senado y la eliminación de la preferencia del varón en la sucesión a la Jefatura del Estado. Unas reformas sobre las que, de momento, y esto las hace inviables, no existe el ineludible acuerdo entre las dos grandes formaciones políticas nacionales -se requiere a tal efecto de una mayoría cualificada de dos terceras partes en las Cámaras-, por no enjuiciar las dudas sobre su necesidad, su ausencia de urgencia y la falta del adecuado contexto de previa distensión política. En suma, demasiadas precariedades para tan importantes retos que afrontar. Si hay que reformar la Constitución, que se haga; y si hay que hacer lo propio con uno u otro Estatuto de Autonomía, adelante con ello. Pero, de otra manera, en un tiempo político más acorde con lo que está juego, con otras mayorías parlamentarias y con un representativo consenso constitucional.
Aunque no erremos: la Constitución de 1978 ha sido, y sigue siendo, el mejor marco político-constitucional posible de esta España moderna que debe saber resguardar sus incontrovertibles logros. Sepamos velar, ¡cuidado con las irresponsabilidades!, por nuestro ejemplar patrimonio colectivo de convivencia en libertad, justicia e igualdad.
Ahora bien, junto a tales anhelos, el nacimiento del primero de los hijos de Don Felipe y Doña Leticia, la Infanta Leonor, refleja la segunda de las facetas referenciadas: la idea de perdurabilidad por encima de contingentes avatares. El mejor ejemplo de todo lo bueno que implica una moderna Monarquía parlamentaria. Un nombre, Doña Leonor, cuyo recuerdo nos retrotrae, entre otras, a nuestra sin par Leonor de Aquitania, casada con Alfonso VIII, y fundadora del Monasterio de las Huelgas, así como a la Reina Leonor, esposa de Juan I, y madre de Enrique III El Doliente, primer Príncipe de Asturias en el ya lejano siglo XIV. Un nacimiento que lleva aparejadas dos destacadas consecuencias. La primera, por lo que tiene de refrendo de nuestra arraigada Monarquía parlamentaria: un Monarca de hoy, Don Juan Carlos; un reconocido Heredero, Don Felipe; y una deseada heredera del Heredero, en la persona de Doña Leonor. Una continuidad dinástica que hace evidentes, sin estridencias ni sobresaltos, las ventajas de una ordenada sucesión en la más alta Magistratura del Estado. O, en palabras de Don Felipe, «La lógica de los tiempos hará que la Infanta sea Reina de España algún día».
Y aún debemos recordar algo más. El nacimiento de la Infanta Leonor confirma, al margen de la dimensión personal y familiar del feliz evento, un profundo sentido institucional: el desarrollo natural de la sucesión en la Corona, en lo que ésta tiene de función de enraizada integración social y cohesión política al servicio de los españoles. Su nacimiento hace suyos los perfiles de continuidad dinástica de la Corona en cuanto que símbolo constitucional, de primer orden, de la unidad y permanencia de la Nación española. A tal efecto, la Infanta Leonor resume estos últimos de un modo palpable.
Aunque, incluso por encima de lo afirmado, todos, especialmente las dos principales formaciones políticas, junto a su ciudadanía, estamos obligados a preservar el ejemplar Pacto constitucional de 1978. En ello no caben tibiezas ni escamotear esfuerzos, sino la misma fraternal generosidad de entonces.
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