POR JUAN PABLO FUSI
ABC
Gusten o no el perfil y el tono de la democracia en España, se reconocerá que lo acontecido en la vida española entre 1975 y 2005 es estupefaciente. La etapa es ya el periodo democrático más largo y estable de la historia del país. Las experiencias democráticas anteriores fueron breves, polémicas y difíciles. El Sexenio Democrático (1868-74) naufragó entre cambios de régimen e insurrecciones colonial, cantonal y carlista; la II República (1931-36) desembocó en el levantamiento militar de 1936 y la terrible guerra civil de 1936-39.
La transición de la dictadura de Franco a la democracia, propiciada por el nuevo Rey, Juan Carlos I, fue en efecto un gran éxito histórico (aunque tuviera mucho de incoherente e improvisado, se cometieran errores y el proceso se debatiera a veces en la incertidumbre). Se acertó en lo sustancial: en el hombre, Adolfo Suárez; y en el procedimiento, una reforma política en profundidad desde la propia legalidad franquista. El Rey, de acuerdo con el sentido que a la Monarquía había dado su padre, Don Juan, impulsó desde luego el proceso de cambio hacia la democracia: fue factor esencial en la neutralización del Ejército en la transición, y en el fracaso del intento de golpe de Estado de 23 de febrero de 1981. La voluntad de reconciliación nacional de la oposición al franquismo, y muy señaladamente del Partido Comunista, y la memoria histórica de lo ocurrido entre 1931 y 1936 y durante la guerra civil, allanaron el camino. El antifranquismo antepuso el restablecimiento de la democracia a consideraciones doctrinarias: renunció a una «ruptura» radical de la legalidad y aceptó la tesis -certera, necesaria- de la reforma.
De esa forma, la Constitución de 1978 definió a España como una Monarquía parlamentaria y como un Estado social y democrático de Derecho. Reconoció el derecho a la autonomía de nacionalidades y regiones, garantizó las libertades democráticas, constitucionalizó partidos y sindicatos, proclamó la libertad de enseñanza y la aconfesionalidad del Estado (desde el respeto al significado del catolicismo en España) y abolió la pena de muerte. Entre 1978 y 1983, se constituyeron un total de diecisiete comunidades autónomas (más las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla), todas ellas, y especialmente el País Vasco, dotadas de amplísima capacidad de autogobierno, la mayor revolución en la organización territorial de España desde 1700. Entre 1976 y 1981 gobernó Suárez (en 1981-82: Calvo Sotelo); las elecciones de 1982 y 2004 llevaron al poder a la izquierda, el Partido Socialista Obrero Español; las de 1996, a la derecha, el Partido Popular. Suárez restableció la democracia, aprobó la Constitución, creó las bases para la reforma económica (Pactos de la Moncloa) e inició el proceso autonómico; Calvo Sotelo completó la «transición exterior»: alineó a España en el mundo occidental. Felipe González, jefe del Gobierno en la etapa socialista de 1982 a 1996, propició la entrada en Europa, la reconversión industrial, la reforma militar, la modernización de las infraestructuras del país, la recuperación del papel internacional de España y varios años de fuerte crecimiento económico. Aznar y el Partido Popular dieron estabilidad a la acción de gobierno, mantuvieron el crecimiento económico y el consenso social, reforzaron la lucha contra el terrorismo y la autoridad del Estado, y llevaron a España a la integración monetaria europea.
En otras palabras; los grandes problemas que desde el siglo XIX habían condicionado la política del país -democracia política, forma del Estado, alternancia en el poder, política internacional, atraso económico- parecían ahora, 1975-2005, en buena medida resueltos. Entre 1976 y 2000, el Producto Interior Bruto se incrementó, pese a la recesión de 1974-84 y a las insuficiencias del tejido económico, en un 89 por 100. En 2000, España, un país urbano y moderno de unos 40 millones de habitantes, no era ya ni un país industrial ni un país agrario: servicios, construcción, comercio, turismo, banca, transportes y comunicaciones eran los motores del nuevo dinamismo de la economía española. España, la octava economía del mundo en la fecha indicada, invirtió en América Latina en los años noventa una cifra cercana a los 60.000 millones de dólares; cerca de tres millones de inmigrantes se habían establecido en el país entre 1990 y 2003, otro cambio histórico formidable.
Los problemas eran ahora otros. Problemas políticos derivados de la práctica de la política y del ejercicio del poder; ocasionales escándalos de corrupción, como, por ejemplo, en la última etapa de gobierno de Felipe González, de 1993 a 1996; políticas controvertidas, como la decisión del gobierno Aznar en 2003 de participar en la segunda guerra de Irak. Problemas sociales: el paro en los años 80, la integración de los inmigrantes, la carestía de la vivienda, la violencia doméstica, el fracaso educativo, el envejecimiento de la población, la temporalidad de muchos empleos, la «subcultura» de alcohol y drogas de una gran parte de la juventud, la vulgaridad y medianía de la cultura de masas (televisión, prensa «rosa»...). Problema nacionalista: por un lado, los nacionalismos vasco y catalán, aun gobernando en sus respectivas regiones desde 1980 y aun -caso del nacionalismo catalán moderado- coadyuvando a la gobernación de España, seguían manteniendo en su plenitud, por razones ideológicas, sus aspiraciones a la constitución de Cataluña y Euskadi (y el nacionalismo gallego, la de Galicia) como naciones soberanas, en el nacionalismo vasco desde una concepción etnicista y exclusivista de la nacionalidad; por otro, ETA, la organización creada en 1959, asesinó entre 1975 y 2000 a unas 800 personas, como resultado de su concepción «estratégica» (terrorista) hacia la independencia, esto es, por una opción deliberada, consciente y bien calculada, no como resultado de una necesidad inevitable impuesta por las circunstancias o como prolongación de un conflicto secular y no resuelto.
Por encima de todo, sin embargo, la democracia estaba consolidada. Aunque los hechos tuvieran influencia inmediata en el juego político y electoral, la sociedad y las instituciones asimilaron con serenidad admirable el terrible atentado perpetrado por terroristas islámicos en Madrid en marzo de 2004 que costó la vida a cerca de 200 personas. El restablecimiento de la democracia, la Constitución de 1978, el Estado de las autonomías, la transformación del país, la entrada en Europa, el mismo cambio cultural desde 1975 (nuevos medios de comunicación, recuperación de las culturas y lenguas regionales, grandes exposiciones, una brillante arquitectura, universidades de verano...) hacían del periodo 1975-2005 una de las etapas más positivas de la historia reciente española.
Esos treinta años de democracia conllevaron, en efecto, nada menos que la refundación de España como nación. Con la consolidación de la democracia, España no se reconocía en modo alguno en el país dramático y pintoresco creado por el estereotipo romántico y sancionado por la pobreza tradicional de su vida rural y la «tragedia» de 1936-39. En 2005, España es, sencillamente, una variable europea, una nación que se ha dotado de una identidad nueva, en la que se han integrado el sentido nacional e histórico de la Monarquía -mérito de la personalidad del Rey y de la conducta de la Familia Real- con la cultura del antifranquismo, y la cultura y la historia comunes con la cultura y las identidades particulares de nacionalidades y regiones; un país que se reconoce ante todo en su tradición liberal (de Jovellanos y los ilustrados a Giner y Ortega), en la memoria socialista y democrática (Pablo Iglesias, Azaña) y en la espléndida plenitud cultural que vivió entre 1898 y 1936.
La democracia no fue, pues, obra de la casualidad y la acomodación. La mayoría de los españoles, desde luego quienes militaron activamente contra la dictadura de Franco, vivieron la transición con conciencia clara de lo que realmente fue: como la cristalización de un proyecto permanente de libertad para España, como un gran momento -treinta años de democracia- de la historia española (que no quisiéramos ver, por ello, ni deshonrado ni rectificado).
La transición de la dictadura de Franco a la democracia, propiciada por el nuevo Rey, Juan Carlos I, fue en efecto un gran éxito histórico (aunque tuviera mucho de incoherente e improvisado, se cometieran errores y el proceso se debatiera a veces en la incertidumbre). Se acertó en lo sustancial: en el hombre, Adolfo Suárez; y en el procedimiento, una reforma política en profundidad desde la propia legalidad franquista. El Rey, de acuerdo con el sentido que a la Monarquía había dado su padre, Don Juan, impulsó desde luego el proceso de cambio hacia la democracia: fue factor esencial en la neutralización del Ejército en la transición, y en el fracaso del intento de golpe de Estado de 23 de febrero de 1981. La voluntad de reconciliación nacional de la oposición al franquismo, y muy señaladamente del Partido Comunista, y la memoria histórica de lo ocurrido entre 1931 y 1936 y durante la guerra civil, allanaron el camino. El antifranquismo antepuso el restablecimiento de la democracia a consideraciones doctrinarias: renunció a una «ruptura» radical de la legalidad y aceptó la tesis -certera, necesaria- de la reforma.
De esa forma, la Constitución de 1978 definió a España como una Monarquía parlamentaria y como un Estado social y democrático de Derecho. Reconoció el derecho a la autonomía de nacionalidades y regiones, garantizó las libertades democráticas, constitucionalizó partidos y sindicatos, proclamó la libertad de enseñanza y la aconfesionalidad del Estado (desde el respeto al significado del catolicismo en España) y abolió la pena de muerte. Entre 1978 y 1983, se constituyeron un total de diecisiete comunidades autónomas (más las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla), todas ellas, y especialmente el País Vasco, dotadas de amplísima capacidad de autogobierno, la mayor revolución en la organización territorial de España desde 1700. Entre 1976 y 1981 gobernó Suárez (en 1981-82: Calvo Sotelo); las elecciones de 1982 y 2004 llevaron al poder a la izquierda, el Partido Socialista Obrero Español; las de 1996, a la derecha, el Partido Popular. Suárez restableció la democracia, aprobó la Constitución, creó las bases para la reforma económica (Pactos de la Moncloa) e inició el proceso autonómico; Calvo Sotelo completó la «transición exterior»: alineó a España en el mundo occidental. Felipe González, jefe del Gobierno en la etapa socialista de 1982 a 1996, propició la entrada en Europa, la reconversión industrial, la reforma militar, la modernización de las infraestructuras del país, la recuperación del papel internacional de España y varios años de fuerte crecimiento económico. Aznar y el Partido Popular dieron estabilidad a la acción de gobierno, mantuvieron el crecimiento económico y el consenso social, reforzaron la lucha contra el terrorismo y la autoridad del Estado, y llevaron a España a la integración monetaria europea.
En otras palabras; los grandes problemas que desde el siglo XIX habían condicionado la política del país -democracia política, forma del Estado, alternancia en el poder, política internacional, atraso económico- parecían ahora, 1975-2005, en buena medida resueltos. Entre 1976 y 2000, el Producto Interior Bruto se incrementó, pese a la recesión de 1974-84 y a las insuficiencias del tejido económico, en un 89 por 100. En 2000, España, un país urbano y moderno de unos 40 millones de habitantes, no era ya ni un país industrial ni un país agrario: servicios, construcción, comercio, turismo, banca, transportes y comunicaciones eran los motores del nuevo dinamismo de la economía española. España, la octava economía del mundo en la fecha indicada, invirtió en América Latina en los años noventa una cifra cercana a los 60.000 millones de dólares; cerca de tres millones de inmigrantes se habían establecido en el país entre 1990 y 2003, otro cambio histórico formidable.
Los problemas eran ahora otros. Problemas políticos derivados de la práctica de la política y del ejercicio del poder; ocasionales escándalos de corrupción, como, por ejemplo, en la última etapa de gobierno de Felipe González, de 1993 a 1996; políticas controvertidas, como la decisión del gobierno Aznar en 2003 de participar en la segunda guerra de Irak. Problemas sociales: el paro en los años 80, la integración de los inmigrantes, la carestía de la vivienda, la violencia doméstica, el fracaso educativo, el envejecimiento de la población, la temporalidad de muchos empleos, la «subcultura» de alcohol y drogas de una gran parte de la juventud, la vulgaridad y medianía de la cultura de masas (televisión, prensa «rosa»...). Problema nacionalista: por un lado, los nacionalismos vasco y catalán, aun gobernando en sus respectivas regiones desde 1980 y aun -caso del nacionalismo catalán moderado- coadyuvando a la gobernación de España, seguían manteniendo en su plenitud, por razones ideológicas, sus aspiraciones a la constitución de Cataluña y Euskadi (y el nacionalismo gallego, la de Galicia) como naciones soberanas, en el nacionalismo vasco desde una concepción etnicista y exclusivista de la nacionalidad; por otro, ETA, la organización creada en 1959, asesinó entre 1975 y 2000 a unas 800 personas, como resultado de su concepción «estratégica» (terrorista) hacia la independencia, esto es, por una opción deliberada, consciente y bien calculada, no como resultado de una necesidad inevitable impuesta por las circunstancias o como prolongación de un conflicto secular y no resuelto.
Por encima de todo, sin embargo, la democracia estaba consolidada. Aunque los hechos tuvieran influencia inmediata en el juego político y electoral, la sociedad y las instituciones asimilaron con serenidad admirable el terrible atentado perpetrado por terroristas islámicos en Madrid en marzo de 2004 que costó la vida a cerca de 200 personas. El restablecimiento de la democracia, la Constitución de 1978, el Estado de las autonomías, la transformación del país, la entrada en Europa, el mismo cambio cultural desde 1975 (nuevos medios de comunicación, recuperación de las culturas y lenguas regionales, grandes exposiciones, una brillante arquitectura, universidades de verano...) hacían del periodo 1975-2005 una de las etapas más positivas de la historia reciente española.
Esos treinta años de democracia conllevaron, en efecto, nada menos que la refundación de España como nación. Con la consolidación de la democracia, España no se reconocía en modo alguno en el país dramático y pintoresco creado por el estereotipo romántico y sancionado por la pobreza tradicional de su vida rural y la «tragedia» de 1936-39. En 2005, España es, sencillamente, una variable europea, una nación que se ha dotado de una identidad nueva, en la que se han integrado el sentido nacional e histórico de la Monarquía -mérito de la personalidad del Rey y de la conducta de la Familia Real- con la cultura del antifranquismo, y la cultura y la historia comunes con la cultura y las identidades particulares de nacionalidades y regiones; un país que se reconoce ante todo en su tradición liberal (de Jovellanos y los ilustrados a Giner y Ortega), en la memoria socialista y democrática (Pablo Iglesias, Azaña) y en la espléndida plenitud cultural que vivió entre 1898 y 1936.
La democracia no fue, pues, obra de la casualidad y la acomodación. La mayoría de los españoles, desde luego quienes militaron activamente contra la dictadura de Franco, vivieron la transición con conciencia clara de lo que realmente fue: como la cristalización de un proyecto permanente de libertad para España, como un gran momento -treinta años de democracia- de la historia española (que no quisiéramos ver, por ello, ni deshonrado ni rectificado).
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