Por Ignacio Camacho. Director de ABC
DESDE que, hace dos años justos, hiciera público su compromiso matrimonial con la periodista Letizia Ortiz, el Príncipe Felipe ha dado un impulso acelerado al proceso de continuidad dinástica, que cumplió ayer su condición más esencial al producirse el nacimiento del primer bebé, una hija, de la pareja. Perfectamente consciente del salto cualitativo que representaba su singular elección de una esposa burguesa -un auténtico salto al vacío en la tradición de la Corona española-, Don Felipe ha consumido a intenso ritmo las etapas necesarias para dotar de la necesaria normalidad a la dinámica sucesoria. La Monarquía Constitucional restaurada tras la muerte de Franco se proyecta ya en una nueva generación que garantiza la permanencia y estabilidad de la institución que ha asegurado en el último cuarto de siglo el proyecto de convivencia nacional construido en torno a las pautas democráticas de la Constitución del año 1978.
No resulta de ningún modo casual el protagonismo asumido por el Príncipe en las últimas semanas en torno a la defensa de ese proyecto constitucional, cuestionado por las veleidades nacionalistas hasta provocar un auténtico estado de alarma colectiva. La formulación explícita de su compromiso como Heredero del Trono, efectuada en el solemne y simbólico ámbito de los premios Príncipe de Asturias, representa un estadio más de la estrategia institucional con que la Corona ha querido en estos momentos dar relieve a la importancia de su papel de arbitraje en el escenario de la vida pública española. Al reclamar bajo los focos de la opinión pública su condición de heredero comprometido con los valores democráticos e igualitarios nacidos en la transición, Don Felipe establecía una conexión lineal entre ese señero paso al frente y el inmediato alumbramiento de su descendencia, reforzando así de manera nítida los lazos de la continuidad dinástica con el marco político que la hace posible.
Mucho más allá del inevitable debate que originará a buen seguro el sexo de la primogénita, importa sobre todo esta dimensión trascendente del acontecimiento. Con notable sentido de la oportunidad histórica, el Príncipe ha sabido vincular este evento familiar con el sentido más profundo de la garantía de unidad nacional que cobra en la Corona su plenitud simbólica. El interés del Rey y de su Heredero en manifestar públicamente su preocupación por el rumbo de los hechos políticos de los últimos tiempos es una nueva vuelta de tuerca en el proceso de una legitimidad de ejercicio que tanto Don Juan Carlos como Don Felipe han sabido encontrar con tino y constancia, sabedores de que en la contemporaneidad el hecho monárquico no se reduce tan sólo a le gitimidades dinásticas o jurídicas. Es este contexto de responsabilidad el que dota de pleno sentido al nacimiento de la primera hija de los Príncipes de Asturias, incardinada desde el mismo instante de su alumbramiento en el compromiso de la Monarquía con los destinos de su pueblo.
El natalicio culmina, además, un proceso dinástico que el Príncipe ha manejado con pleno dominio de su papel histórico. Nadie ha sido más consciente que el Heredero de las zozobras latentes que la cuestión de su matrimonio generó en la opinión pública durante los años en que su vida sentimental discurría en la lógica búsqueda de una pareja que, además de satisfacer sus aspiraciones personales, debía encarnar en el futuro la representatividad del Estado en su máxima expresión institucional. Los episodios de esa etapa son de todos conocidos, y se proyectaron con palpable intensidad en el momento en que se dio a conocer la personalidad de la elegida, generando un inevitable debate que la Corona zanjó con enorme aplomo.
A partir del anuncio de su compromiso con Doña Letizia, el Príncipe asumió con rigor y responsabilidad el curso de los acontecimientos, empuñando con firmeza las riendas de su futuro como sucesor en el Trono, e incrementando su presencia pública y privada en el entramado de las instituciones y de la sociedad civil española. Quienes esperaban que la Princesa de Asturias cometiese algún error que justificase los recelos sobre la elección de Don Felipe han sufrido un fuerte desengaño. La pareja ha cumplido con entera perfección las exigencias de su papel, desmontando uno tras otro los presuntos motivos de inquietud o desconfianza suscitados por el perfil de la futura Reina. El último y más importante de esos requisitos quedó ayer formalizado en la Clínica Ruber, despejando la incógnita sobre la continuidad dinástica y extendiendo sobre un país crispado por los sucesos políticos un velo de alborozo sentimental bordado con ribetes de acontecimiento histórico.
Será, sin embargo, inevitable la apertura de un debate anunciado en torno al sexo femenino del bebé, derivado de la preferencia constitucional del varón sobre la mujer en el orden sucesorio. El consenso sociológico sobre una reforma de la Carta Magna que actualice esa prevalencia según el moderno principio de igualdad de sexos parece tan evidente como manifiesta es la inoportunidad de emprender en estos momentos un proceso sometido a diversos albures poco previsibles. Nada sería, en efecto, menos aconsejable que abrir ahora el cofre blindado del artículo 57, cuya rigidez de procedimiento exige -precisamente por afectar al núcleo duro del sistema institucional- unas condiciones que hoy por hoy supondrían una convulsión de la ya precaria estabilidad política nacional. Sin duda la actual sensibilidad social exige la equiparación de los derechos del hombre y la mujer también en lo más alto de la cúpula del edificio del Estado, pero un mínimo atisbo de sensibilidad política aconseja aplazar hasta mejor ocasión un debate que, no de suyo sino por sus posibles consecuencias colaterales, podría conducir a escenarios indeseados de inestabilidad y zozobra, introducir polémicas artificiales o abrir la puerta a discrepancias en torno al modelo de Estado.
Por su propia dimensión de proyecto de futuro, las urgencias resultan inconvenientes, prescindibles y accesorias. Conviene recordar, al respecto, que la sucesión de la Corona está asegurada en la persona del Príncipe, lo que ofrece un mullido colchón temporal para diferir la cuestión hasta una coyuntura más propicia y un horizonte más remansado.
Por todo ello no cabe, pues, sino congratularse del feliz desenlace del alumbramiento, que por encima de debates circunstanciales atornilla el futuro de la monarquía constitucional, consolida el papel de la Corona como referencia de unidad democrática y proporciona el necesario factor de continuidad que proyecta en el tiempo el marco de estabilidad que ha hecho posible la etapa más próspera de la nación española en los últimos siglos. El llanto del bebé de la Ruber ha roto con su gozosa naturalidad la densa, eléctrica, acalambrada atmósfera política de un país razonablemente inquieto ante los experimentos desquiciados de ciertos aprendices de brujo, y viene a poner una imprescindible nota de ternura en el paisaje moral de una nación atribulada.
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