Como es notorio, el nacimiento de una infanta sitúa en primer plano el debate acerca de la eventual reforma de la Constitución para eliminar la preferencia del varón sobre la mujer en el orden sucesorio, establecida por el artículo 57.1 de acuerdo con la tradición de nuestro Derecho histórico. La Corona ha sabido adaptarse -con prudencia, pero con determinación- a las exigencias de una sociedad democrática avanzada. Una sociedad en la que se percibe un alto grado de consenso (con la excepción de círculos muy minoritarios) acerca de la aplicación del principio de igualdad entre ambos sexos al único supuesto excluido específicamente por la propia norma fundamental. La singularidad, basada en las fuentes tradicionales, tiene también su reflejo en el artículo 58, que otorga títulos diferentes al cónyuge del monarca: Reina consorte o consorte de la Reina, según los casos. No debe haber lugar para la nostalgia de viejas fórmulas, ni tampoco para una posible desnaturalización de los rasgos que definen a una institución que conjuga diversas formas de legitimidad: histórica, sociológica y, sobre todo, la que deriva de la voluntad constituyente de la nación española. En definitiva, todos los argumentos razonables conducen a promover una reforma del citado precepto de la Constitución de cara a un futuro a medio plazo.
A día de hoy, en cambio, existen fundadas razones de orden práctico para que sea recomendable evitar cualquier precipitación innecesaria. Ante todo, se impone un respeto escrupuloso hacia los procedimientos: a pesar de algunas interpretaciones ingeniosas, es claro que para modificar el título II hace falta poner en marcha el mecanismo de máxima rigidez establecido por el artículo 168. Este procedimiento supone, en primer lugar, la aprobación por mayoría de dos tercios del Congreso y del Senado, seguida de la disolución «inmediata» de las Cortes. Las Cámaras elegidas deben ratificar la decisión anterior y aprobar el nuevo texto constitucional otra vez por mayoría cualificada de dos tercios en cada una de ellas. Por ultimo, la reforma debe ser sometida a referéndum para su ratificación. No se trata sólo -con ser ello importante- de respetar el tenor literal de la Constitución, sino también de atender a su espíritu, que pretende impedir que la Monarquía se sitúe bajo la influencia inaceptable de mayorías coyunturales. El momento político, sometido a un intenso debate sobre el modelo territorial, no es el más apropiado para poner en marcha un mecanismo tan complejo.
Si se tramita de forma independiente de cualquier otra reforma, como así debe hacerse, cabe el peligro de provocar un debate artificial, otorgando a las voces discrepantes una relevancia que no merecen en términos cuantitativos e invitando a una lectura sesgada de los resultados. Se trata, en fin, de evitar la tentación que puedan tener los expertos pescadores en río revuelto de elaborar interpretaciones plebiscitarias alejadas del interés general. Tampoco es aceptable que esta reforma (objetivamente justificada, hay que insistir) quede vinculada con otras propuestas mucho más discutibles que generan serias discrepancias en la medida en que hacen referencia al debate sobre nuestra vertebración territorial.
La sucesión está regulada con toda precisión de acuerdo con la normativa vigente, sin que exista duda alguna de hecho o de derecho. Don Felipe ocupa el primer lugar en el orden sucesorio y su hija recién nacida se sitúa en el segundo lugar. Aunque no hay problema a día de hoy, es evidente que el nacimiento de una niña introduce elementos de mayor complejidad jurídica en caso de reforma constitucional. Sin embargo, ello no debería modificar el criterio más relevante de la oportunidad política, en virtud del cual la reforma debe plantearse y sustanciarse en el contexto adecuado. El cambio singular de la Constitución para adaptar a la conciencia social el régimen jurídico de la sucesión a la Corona no es ahora mismo una cuestión prioritaria. En su día, será preciso analizar con la máxima prudencia y sentido del interés general de España los problemas de naturaleza técnico-jurídica, escuchando al respecto el parecer de los expertos de mayor prestigio. Debe hacerse una referencia expresa a la prioridad indiscutible de Don Felipe y aclarar con precisión los extremos concernientes a la retroactividad o irretroactividad en la aplicación del nuevo régimen jurídico a la siguiente generación. Es importante tener en cuenta la condición específica de la sucesión regia, que no está sujeta a las reglas generales propias del Derecho privado. Resulta en este caso plenamente aplicable la famosa expresión del jurista G. Jellinek: «No es el Rey el que hereda la Corona, sino la Corona la que hereda al Rey» (o a la Reina, habría que añadir en los tiempos actuales). En definitiva, sería cuestión de afinar la técnica jurídica.
Lo importante, hoy, es reiterar que el sentido de la responsabilidad política aconseja aplazar «sine die» la reforma, aunque se mantenga el compromiso de ponerla en marcha cuando las circunstancias sean oportunas. La decisión compete a quienes están legitimados para iniciar el procedimiento, sobre el cual está pendiente aún el dictamen del Consejo de Estado. Mientras, el sentido común aconseja prudencia y un estudio sereno, alejado de impulsos inmeditados, de los pasos a emprender y de su alcance. Como dijo en una célebre ocasión Pío Cabanillas, ahora lo urgente es esperar.
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