El valor de la Constitución
Editorial ABC
LA entrega de los Premios Príncipe de Asturias fue ayer la ocasión propicia para que Don Felipe, en un histórico discurso, realizara una precisa e inequívoca reivindicación de la reciente historia constitucional de España. Invocando el treinta aniversario de la proclamación de Don Juan Carlos como Rey de España, el Príncipe de Asturias, en plena crisis del Estatuto catalán, recordó cómo la Corona promovió «la devolución de la soberanía nacional al pueblo español y el pacto constitucional», palabras claras que renuevan y dan vigor al proyecto nacional con el que dijo estar «firmemente comprometido». El discurso describió así, con absoluta fidelidad, la histórica correlación entre la Corona y la Nación española, de tal suerte que una y otra son, en la actualidad, recíprocamente imprescindibles para reconocerse y perpetuarse como fundamentos del actual orden constitucional.
El desarrollo económico y social de España, así como su profunda transformación política en un breve e intenso período de tiempo, han sido el gran fruto del pacto constitucional de 1978, que el Príncipe calificó como «una extraordinaria obra política y jurídica, edificada con ejemplar responsabilidad, profundo sentido de Estado y una amplísima generosidad». Esta afirmación no es, sin duda, mera expresión de una actitud protocolaria, sino la manifestación de la voluntad del Heredero de la Corona de recibir, cuando corresponda, la tarea de reinar sobre la realidad nacional que es España y con los mismos lazos de unidad y cohesión que se han formado gracias a la «decidida y sostenida voluntad de convivencia» de los españoles. Oportuno y crucial mensaje del Príncipe de Asturias en una coyuntura que precisa de referencias fuertes para no perder el rumbo que la sociedad española se marcó en 1978 hacia la paz y la concordia, contra las que el terrorismo se ha empeñado criminalmente. Por eso, porque el éxito constitucional de España no ha sido gratuito, sino ganado a pulso, Don Felipe recordó a las víctimas del terrorismo, prueba diaria de que la libertad y la democracia tienen enemigos dispuestos a acabar con ellas, empezando por las bases del régimen constitucional en el que se asientan y que, sólo por esto, merecen una cerrada defensa por el Gobierno y el Parlamento.
El Príncipe quiso asumir y hacer ver con firmeza la responsabilidad moderadora de la Corona, ajustándose a un discurso trascendental que sólo criticarán los que se sientan ajenos a la Nación y a la Constitución, cuando no directamente opuestos a su continuidad. Los mismos que, por desgracia, están condicionando la estabilidad constitucional tras haber adquirido, de la mano de desafortunadas alianzas parlamentarias y pactos de gobierno con el PSOE, una capacidad de influencia desproporcionada a su representación parlamentaria. Formaciones refractarias a los valores constitucionales de reconciliación y unidad, que son los que han hecho posible la convivencia democrática y la estabilidad institucional. La crisis política actual se debe, en última instancia, a que se ha roto una regla no escrita del pacto constitucional, que atribuía a los grandes partidos nacionales la corresponsabilidad de asegurar un alternancia sin rupturas ni ajustes de cuentas, que si no se hicieron en 1978 gracias a la generosidad de los españoles, la sola posibilidad de que hoy se produzcan es la más grave deslealtad que cabría cometer contra aquel esfuerzo colectivo.
España sufre hoy la desestabilización gratuita de su mejor etapa histórica. La Constitución de 1978 no puede convertirse en un motivo de nostalgia sólo por la contumacia de los nacionalismos secesionistas, más dedicados a provocar crisis de identidad al resto de españoles que a encontrar la suya propia, y de los pueblos cuya representación se apropian, en algo más serio que el mito y la ensoñación etnicistas. La continuidad constitucional de España es, hoy, el principal reto de la sociedad y de las instituciones políticas, de los partidos nacionales y de la opinión pública en general. El Príncipe de Asturias no ha sido ajeno a esta inquietud y, por eso, su discurso es una emblemática contribución para reafirmar, en este difícil momento, el valor de la unidad de España.
El desarrollo económico y social de España, así como su profunda transformación política en un breve e intenso período de tiempo, han sido el gran fruto del pacto constitucional de 1978, que el Príncipe calificó como «una extraordinaria obra política y jurídica, edificada con ejemplar responsabilidad, profundo sentido de Estado y una amplísima generosidad». Esta afirmación no es, sin duda, mera expresión de una actitud protocolaria, sino la manifestación de la voluntad del Heredero de la Corona de recibir, cuando corresponda, la tarea de reinar sobre la realidad nacional que es España y con los mismos lazos de unidad y cohesión que se han formado gracias a la «decidida y sostenida voluntad de convivencia» de los españoles. Oportuno y crucial mensaje del Príncipe de Asturias en una coyuntura que precisa de referencias fuertes para no perder el rumbo que la sociedad española se marcó en 1978 hacia la paz y la concordia, contra las que el terrorismo se ha empeñado criminalmente. Por eso, porque el éxito constitucional de España no ha sido gratuito, sino ganado a pulso, Don Felipe recordó a las víctimas del terrorismo, prueba diaria de que la libertad y la democracia tienen enemigos dispuestos a acabar con ellas, empezando por las bases del régimen constitucional en el que se asientan y que, sólo por esto, merecen una cerrada defensa por el Gobierno y el Parlamento.
El Príncipe quiso asumir y hacer ver con firmeza la responsabilidad moderadora de la Corona, ajustándose a un discurso trascendental que sólo criticarán los que se sientan ajenos a la Nación y a la Constitución, cuando no directamente opuestos a su continuidad. Los mismos que, por desgracia, están condicionando la estabilidad constitucional tras haber adquirido, de la mano de desafortunadas alianzas parlamentarias y pactos de gobierno con el PSOE, una capacidad de influencia desproporcionada a su representación parlamentaria. Formaciones refractarias a los valores constitucionales de reconciliación y unidad, que son los que han hecho posible la convivencia democrática y la estabilidad institucional. La crisis política actual se debe, en última instancia, a que se ha roto una regla no escrita del pacto constitucional, que atribuía a los grandes partidos nacionales la corresponsabilidad de asegurar un alternancia sin rupturas ni ajustes de cuentas, que si no se hicieron en 1978 gracias a la generosidad de los españoles, la sola posibilidad de que hoy se produzcan es la más grave deslealtad que cabría cometer contra aquel esfuerzo colectivo.
España sufre hoy la desestabilización gratuita de su mejor etapa histórica. La Constitución de 1978 no puede convertirse en un motivo de nostalgia sólo por la contumacia de los nacionalismos secesionistas, más dedicados a provocar crisis de identidad al resto de españoles que a encontrar la suya propia, y de los pueblos cuya representación se apropian, en algo más serio que el mito y la ensoñación etnicistas. La continuidad constitucional de España es, hoy, el principal reto de la sociedad y de las instituciones políticas, de los partidos nacionales y de la opinión pública en general. El Príncipe de Asturias no ha sido ajeno a esta inquietud y, por eso, su discurso es una emblemática contribución para reafirmar, en este difícil momento, el valor de la unidad de España.
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