Comentario leído en la Newsgroups: alt.talk.royalty sobre la Monarquía.
Hace pocos días -concretamente el 26 de junio (de 2004)- Juan Manuel de Prada publicó en ABC un artículo -tan sensato y agudo como suelen ser los suyos- que delataba
abiertamente las aviesas intenciones de la famosa encuesta del CIS sobre la
Monarquía. De aquí que lo titulase -atendiendo, sin duda, más al fin perseguido
que al éxito cosechado por la encuesta- «Delenda est Monarchia». Dejando a un
lado, en aquella, preguntas tan «turulatas» -según las califica Prada- como la
relativa al «origen divino de la Monarquía», me llamó la atención, en las
respuestas, la que considera a la Institución «superada hace mucho tiempo». Voy
a detenerme en ella, porque revela, una vez más, la general y lamentable
incultura histórica del español medio, más atenido a lo que cree deducir de sus
lecturas en determinada prensa autocalificada de «progre» que a fundamentos bien
adquiridos y asimilados.
No es, ni mucho menos, que la Monarquía esté superada hace mucho tiempo. Es que
se trata de una Institución que no puede inventarse ni improvisarse; es un bien
que sólo poseen los países que nacieron con ella; que la heredaron y
conservaron, como clave de su propia existencia, a través de los siglos. Situada
en una cima equidistante de las distintas fuerzas sociales y de las diversas
parcialidades políticas -pero leal a todas ellas-, sólo la Monarquía puede
ejercer con absoluta propiedad y eficacia un arbitraje imparcial, como clave de
paz en la discordia, cuando surge la confrontación violenta que las divide.
Ciertamente, puede darse el caso de que el Monarca no sepa asumir aquello que,
en cuanto tal, encarna y representa -así, Isabel II, abandonando su papel
arbitral para «afiliarse» a un solo partido (el moderado); o Alfonso XIII,
respaldando la dictadura de Primo de Rivera (cierto que en momentos en que la
inmensa mayoría del país la respaldaba)-. En ambos casos, la Corona fue
desplazada por la revolución: aunque es también muy cierto que Don Alfonso dio
una lección de magnanimidad -de fidelidad a lo que encarnaba- apartándose del
país para evitar derramamientos de sangre. Pero un Presidente, en las modernas y
múltiples repúblicas -y pseudorepúblicas- que viven en el mundo libre, siempre
representará, inevitablemente, una parcialidad, y por tanto, siempre le será
difícil -o imposible- asumir y ejercer ese arbitraje esencial al buen
funcionamiento de la democracia. En nuestra patria, y en nuestra historia
próxima, los ejemplos son evidentes. El honesto y bien intencionado
Alcalá-Zamora fue desplazado del poder por los que sólo le aceptaban como
instrumento propio -los mismos que le habían elevado a la presidencia de la
República-. A su vez, su sucesor y enemigo, don Manuel Azaña, se vio, contra su
voluntad, arrastrado y sometido por la extrema izquierda del Frente Popular que
había sido su plataforma electoral. Ni uno ni otro estaban en condiciones de
conjurar la guerra civil en que había desembocado su propia empresa política.
Terminada la contienda fratricida, el poder despótico que encarnó «la victoria»
se apresuró, por su parte, a establecer una frontera insalvable entre las dos
Españas.
Sólo la Monarquía -la inmensa suerte de poseer ese instrumento histórico-
permitiría a los españoles una superación -medio siglo después de la tragedia-
de los feroces odios cainitas aún vivos para llevar a cabo lo que se ha venido
calificando con acierto, desde su logro, como «transición modélica a la
democracia» (y, sobre todo, a la paz entre los españoles). Apenas terminado el
conflicto armado, ya el Rey Alfonso XIII, en su exilio de Roma, declaraba:
«...Yo no aceptaría jamás volver a sentarme en el trono sin plena libertad de
promover la conciliación de todos los españoles...» Y, tras su abdicación y
muerte, su hijo, el Príncipe heredero Don Juan, mantendría siempre, como su
ambición suprema, «la de ser Rey de una España en la que los españoles,
definitivamente reconciliados, podrán vivir en común». Recuerdo muy bien lo que
el Rey me dijo, en la entrevista que me concedió en la Zarzuela cuando yo estaba
escribiendo el libro «Juan Carlos I, el Rey que reencontró América»: «De mi
padre aprendí, desde pequeño, lo que había de ser la misión de la Monarquía si
ésta llegaba a restaurarse: reconciliar a los españoles en el seno de la
democracia».
Es precisamente la necesidad de mantener incólume esta independencia -este
distanciamiento equidistante y poderosamente integrador respecto a los diversos
sectores sociales-, que permite la objetividad de su arbitraje entre las
parcialidades políticas que los encauzan, lo que impone a la Institución -esto
es, a quienes la encarnan- un deber insoslayable. La supuesta «democratización
de la monarquía» mediante su identificación -o su fusión- con un solo sector
social es un error: la consecuencia de ese error tiene otro nombre. En su
excelente artículo, escribe Prada: «Está demostrado empíricamente que quienes
demandan una «modernización» de las instituciones que asientan su fundamento en
razones seculares son, precisamente, sus adversarios, declarados o
encubiertos... La pervivencia de una institución anacrónica -y no empleo el
epíteto como sinónimo de «desfasado», sino para expresar que trasciende las
modas y veleidades de cada época- sólo está garantizada mientras se mantiene
leal a sus esencias. La encuesta majadera del CIS certifica que se ha abierto la
veda».
Más o menos -con otras palabras- me referí, hace ya algún tiempo, en un artículo
que por circunstancias diversas no llegó a ver la luz, a esa condición
indispensable para que la Monarquía, lejos de convertirse en una Institución
«superada» u obsoleta, siga siendo garantía de nuestra estabilidad política.
A estas alturas de mi vida, ya sólo espero que la muerte, cuando llegue, me
sorprenda bajo el reinado del salvador de nuestra reconciliación, de nuestra paz
y de nuestra convivencia: el Rey Don Juan Carlos -que Dios nos guarde muchos
años-.
sábado, 29 de octubre de 2005
Defensa de la Monarquía
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