Por Manuel Álvarez Tardío
Los españoles, por lo que sabemos gracias a las encuestas del CIS, tienen y han tenido a lo largo de estos últimos veinticinco años, una opinión muy positiva sobre la Transición a la democracia. (El 86 por ciento consideraba, en el año 2000, que la manera en que se llevó a cabo la Transición «constituye un motivo de orgullo».) Y son conscientes, además, del papel desempeñado en ese proceso por la Monarquía, institución que siguen valorando, asimismo, de forma muy positiva. (En esa misma encuesta del año 2000 el Rey era, de hecho, el que recibía una puntuación más alta en cuanto al grado de contribución al éxito de la Transición, por encima de actores como el «movimiento obrero», los medios de comunicación o los intelectuales.)
Que la Transición merezca ese juicio cabe atribuirlo, entre otros factores, a una amplia conciencia de la misma como un proceso que permitió conjurar los fantasmas del pasado. Ya antes de la muerte de Franco, los sondeos indicaban que una mayoría de los españoles deseaba la instauración de un régimen que reconociera y amparara el pluralismo político, pero siempre y cuando el cambio se condujera sin menoscabo del orden y la paz, esto es, sin riesgo de una nueva guerra civil. Se mostraban, así, sensatamente conservadores de su nuevo grado de bienestar y desarrollo alcanzado desde principios de los años sesenta en adelante. Detestaban la dictadura, pero comprendían que la guerra había venido precedida de un proceso de democratización fracasado y preñado de exclusivismo.
Al igual que ellos, también dentro del régimen franquista, una nueva generación de políticos nacidos durante o después de la guerra civil, habían comprendido, a diferencia de los tecnócratas, que los logros de la dictadura en materia de reformas económicas y administrativas, lejos de debilitar el anhelo de libertad, lo habían acentuado, si bien dentro de esas prevenciones conservadoras. Ellos mismos habían cobrado conciencia de que el camino a recorrer después de Franco no pasaba, como en su día diseñaran López Rodó y Carrero Blanco, por el establecimiento de una democracia controlada o limitada y una monarquía con amplios poderes. Por el contrario, la dictadura debía dejar paso a una democracia en la que todos tuvieran sitio. Y para eso, paradójicamente, los planes de los tecnócratas podían ser de suma utilidad. Es decir, había que aprovechar las oportunidades que había abierto la designación del Príncipe Juan Carlos como Heredero y los poderes que le atribuía la Ley Orgánica, para que, lejos de convertirle en la máxima autoridad de un régimen postfranquista sin Franco, fuera el Rey de todos los españoles. La Transición a la democracia podría arrancar, por tanto, sin ser precedida de una ruptura brusca con la legalidad vigente; para, desde ahí, hacer posible un camino, con elecciones democráticas incluidas, que atrajera al nuevo sistema a la oposición. Esa sería, de hecho, la gran aportación de la Ley para la Reforma Política y de cuantos participaron en su gestación y defensa ante las Cortes.
Lo que esa nueva generación de políticos del régimen postuló fue, no la reforma del sistema para asegurar la continuidad, como le hubiera gustado al almirante Carrero, sino la reforma para abrir un camino a la democracia que, a diferencia de lo ocurrido en 1931, no excluyera a un porcentaje elevado de españoles, en este caso, a quienes, sin ser ultras del franquismo y deseando homologar la política española a la occidental, tampoco deseaban que el final de la dictadura implicara una vuelta a 1936 ni a la legitimidad republicana. Si además, esa reforma para llegar a la democracia plena, conseguía atraerse a la oposición, en la medida en que ésta renunciara a la ruptura no pactada y confiara en la buena voluntad de los reformistas, el inmenso éxito del proceso radicaría en haber sido capaces de poner en marcha unas Cortes constituyentes en las que estuviera representado todo el país. En definitiva, un parlamento en el que fuera obligada una amplia transacción en la elaboración de las reglas del juego.
El camino fue, por tanto, el de la reforma; pero una reforma -conviene recordarlo en estos tiempos en los que se oyen tantas barbaridades- pactada con la oposición, tan pactada que, incluso desde antes de que ésta abandonara oficialmente el discurso de la ruptura ya se habían negociado con ella cuestiones tan sustanciales como determinados aspectos de la misma Ley para la Reforma Política. Así, la exclusión de la ruptura a la vez que la transacción fueron los dos pilares que aseguraron, incluso en condiciones ciertamente adversas, el éxito del proceso. Y eso lo entendió muy bien quien tenía en sus manos, desde el día 21 de noviembre de 1975, la máxima autoridad del país. En ese sentido, sin la firme voluntad reformista del Rey nada hubiera sido como fue.
Don Juan Carlos compartía con esa nueva generación partidaria de la reforma, a la que él mismo pertenecía, ese afán de llegar a una democracia de todos. Sabía, además, porque así se lo explicó en varias ocasiones Torcuato Fernández Miranda, que ese trayecto podía recorrerse partiendo de la legislación vigente. Él podía, como de hecho ocurrió, aprovechar ese fuerte poder que había heredado -además del mando supremo de los ejércitos e importantes poderes simbólicos, en virtud de la Ley Orgánica contaba con un amplio poder ejecutivo y podía nombrar y cesar al presidente del gobierno; sin su beneplácito, además, no se podía poner en marcha ninguna reforma constitucional- para asegurar la lealtad de sectores del régimen tan imprevisibles como el ejército. A la vez que, por otra parte, suplía el déficit de legitimidad democrática mediante un trabajo de persuasión de la oposición, a la que debía convencer de que su autoridad sería, no una garantía de la continuidad, sino la llave de una monarquía parlamentaria.
Sólo dentro de esas claves puede apreciarse la riqueza de matices que tuvieron todos sus discursos más relevantes, incluido el primero ante las Cortes tras la muerte del dictador, donde afirmó, significativamente, que guardaría y haría guardar las leyes, pero «teniendo por norte la justicia y sabiendo que el servicio del pueblo es el fin que justifica toda mi función.»
El Rey heredó, ciertamente, una parte muy sustantiva de los poderes que había detentado Franco, aunque no todos. Si la Transición tuvo éxito se debió, en gran medida, a una utilización profundamente meditada y prudente de los mismos, cuando no al puro y simple estado de hibernación de una parte sustantiva de aquellos. Como correspondía a un poder moderador bien entendido, si de lo que se trataba era de hacer una democracia que no excluyera a quienes la dictadura había relegado a la clandestinidad, se trataba tanto o más de promover la formación de un gobierno, el primero de Adolfo Suárez, que no siendo democrático, supiera ser el gobierno para la democracia.
El Rey supo, así, cerrar con su autoridad la puerta del continuismo, sin por ello excluir del camino de lareforma a quienes postulaban el respeto del pluralismo y la libertad aun viniendo de dentro del régimen. Lo que los españoles respaldaron al aprobar por una amplísima mayoría, primero la Ley para la Reforma Política y más tarde la Constitución, fue también la legitimidad de una Monarquía que había comprendido que debía usar sabiamente su autoridad para quedarse sin poder ejecutivo, esto es, para hacer posible que la única soberanía de la nueva democracia fuera la del pueblo español. El Rey, como casi todos los españoles, había aprendido del pasado. Aquello sí era, en verdad, buena memoria y, desde luego, una buena lección de Historia e ingeniería política.
1 comentario:
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