TAL día como ayer hace 30 años el pueblo español volvió a ser soberano tras una sequía democrática de cuatro décadas. Con ilusión y esperanza, y ya sin la presión que ejercía la presencia de Franco, los españoles daban un abrumador respaldo en referéndum a la Ley para la Reforma Política impulsada por el Gobierno de Adolfo Suárez, con el importante aval del Rey. Con más del 75 por ciento de participación y el 94 por ciento de votos afirmativos, el resultado del referéndum había supuesto -como recogía el editorial de ABC del día siguiente- «una gran respuesta del pueblo». Y es que el pueblo fue en realidad el gran protagonista de aquel histórico día.
La Ley para la Reforma Política fue la herramienta que permitió el paso de una dictadura a una democracia al disolverse de manera implícita el régimen de Franco y abrir el camino a una convocatoria de elecciones libres, y más tarde a la elaboración de la Constitución. Un increíble logro del Ejecutivo de Suárez, que apenas contaba seis meses de mandato. De hecho, nadie en su sano juicio hubiera adivinado una hazaña de tal calibre al año de la muerte de Franco.
El articulado de la ley anunciaba profundos cambios para la sociedad española. Ya en su artículo 1, la ley hacía referencia clara al concepto de soberanía popular, a los derechos fundamentales de los ciudadanos y al poder legislativo de las Cortes, dejando al Rey la potestad de sancionar y promulgar las leyes. En su artículo 2, la ley fijaba las Cortes en dos Cámaras, el Congreso de los Diputados y el Senado, y constataba que los diputados (¡ya no procuradores!) serían elegidos por sufragio universal, directo y secreto de los españoles mayores de edad.
Tras la muerte del Caudillo, y para sorpresa de todos, el Rey confirmaba a Carlos Arias Navarro en la presidencia del Gobierno. El Monarca planeaba la modernización política, pero los cambios debían ser graduales y no dramáticos. La pieza clave para poner en marcha la reforma política fue su tutor, Torcuato Fernández-Miranda, quien sin embargo no contaba con el apoyo del «búnker». En un hábil trueque, el Monarca tuvo que renovar mandato a Arias para conseguir que Fernández-Miranda ocupara la presidencia de las Cortes, puesto estratégico para la composición de una próxima terna presidencial.
La segunda presidencia de Arias fue, en boca del Rey, «un desastre sin paliativos». Aunque logró llevar a la práctica algunas tímidas reformas, la ineficacia de su programa empujaba a gentes vinculadas al régimen a pasarse a la orilla opositora. El 1 de julio el Monarca pedía la dimisión a Arias y dos días más tarde -tras una impecable actuación de Fernández-Miranda- Adolfo Suárez era nombrado presidente del Gobierno.
Su nombramiento fue recibido con verdadero estupor dentro y fuera del país. Titulares como «El Apagón» o «Qué error, qué inmenso error», escritos curiosamente por sus futuros colaboradores, reflejaban el desconcierto entre la población. Suárez era visto como un franquista más que ni siquiera se había significado en el sector reformista. Sin embargo, su pronta actuación iba a sorprender a todos. La presión para evitar la victoria de la opción rupturista defendida por la oposición aceleró la propuesta de reforma por parte del Gobierno, que finalmente adoptó la fórmula conocida como «ruptura pactada». A saber, una posición intermedia entre ruptura y reforma que garantizara el cambio de régimen sin traumas y respetando la legalidad vigente.
Tras la presentación del nuevo Ejecutivo, Suárez hizo públicos sus planes para el futuro inmediato. Estos incluían: reuniones con representantes de todas las ideologías políticas del país; una amnistía para presos políticos (sin incluir a los terroristas de ETA); y la convocatoria de elecciones generales antes del 30 de junio de 1977. Ahora bien, el Gobierno debía consultar en referéndum a la población acerca de la reforma constitucional. Sólo tras un resultado positivo serían posibles unas elecciones democráticas.
La oposición no tenía tiempo de respirar. Uno de sus representantes llegó a decir que por primera vez en cuarenta años, la oposición había perdido la iniciativa. «De seguir así, el Gobierno nos va a dar una sorpresa». Y vaya si la dio.
El 8 de octubre, el Consejo Nacional del Movimiento, defensor de las virtudes y la legalidad de la dictadura de Franco, aprobaba la propuesta del Gobierno. Sin embargo, dicho apoyo no era vinculante, por lo que la ley debía ser aprobada por las Cortes franquistas. De Adolfo Suárez a Torcuato Fernández-Miranda, pasando por Manuel Gutiérrez Mellado, Miguel Primo de Rivera y Fernando Suárez, entre otros, fueron muchos los que se volcaron en la ímproba tarea de convencer a los procuradores franquistas de la importancia de votar a favor la ley. O, en otras palabras: «De hacerse el harakiri». Tras dos días de intenso debate, el 18 de noviembre las Cortes aprobaban la Ley para la Reforma Política con 425 votos a favor, 59 en contra y 13 abstenciones. Faltaba la opinión del pueblo.
La propuesta gubernamental se tropezó con una férrea resistencia de algunos grupos opositores. Felipe González presentó incluso una resolución al Parlamento Europeo en la que solicitaba, sin suerte, su apoyo en la batalla de la oposición democrática contra la ley. Su llamada al abstencionismo tampoco surtió el efecto deseado en España.
El éxito del referéndum ponía de manifiesto el deseo de los españoles de poner punto final a una larga dictadura y abrir el camino a la democracia. Sin duda, como finalizaba el citado editorial de ABC, «el referéndum lo ganamos todos. Incluso los que pensaban haberlo perdido».
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