PEDRO GONZÁLEZ TREVIJANO.
LA contundente intervención del Rey de España al caudillista autócrata venezolano en la sesión de clausura de la Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno en Santiago de Chile, «¿por qué no te callas?», así como su abandono temporal del plenario, ante las bravatas intimidantes contra las empresas españolas en América del segundón nicaragüense, permiten al menos dos reflexiones. La primera, la habilitación constitucional y la pertinencia política de tal expresión y conducta por el Monarca. Y, la segunda, la dimensión de nuestra política exterior.
En cuanto a la acción del Jefe del Estado, ésta se encuentra justificada por razones constitucionales y políticas. Las constitucionales, ya que, aunque es al Gobierno a quien se asigna en una Monarquía parlamentaria la «dirección de la política exterior» (artículo 97), tampoco se puede desconocer la previsión establecida explícitamente en la Constitución a favor del Monarca. Un precepto que atribuye al Rey una competencia relevante en la esfera de las relaciones internacionales. En este sentido, el artículo 56.1 de nuestra Carta Magna señala que «El Rey es el Jefe del Estado... asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica». Una competencia, por lo demás, que forma parte del tradicional acervo de facultades vinculadas en el Derecho Internacional a las funciones de un Jefe de Estado. Lo que explica que la Constitución recoja expresamente también su habilitación para acreditar a los embajadores y otros representantes diplomáticos (ius legationis), el consentimiento del Estado para obligarse mediante la suscripción de tratados internacionales y su participación, tras la previa autorización de las Cortes Generales, para declarar la guerra y hacer la paz (artículo 63).
Y algo, por cierto, muy destacado. En una Monarquía parlamentaria, todos y cada uno de los actos del Monarca tienen que estar refrendados, esto es, alguien tiene que asumir necesariamente la responsabilidad política de sus declaraciones y conductas. La Constitución lo afirma con claridad, toda vez que -dice el artículo 56.3- «La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad». Una responsabilidad que se articula -siguiendo lo dispuesto en el artículo 64- a través de lo que se denomina el refrendo tácito; un refrendo asumido en esta ocasión por el presidente del Gobierno, en tanto que cabeza del Poder Ejecutivo en la mentada Cumbre. En resumidas cuentas, la acción del Jefe de Estado disfruta de cobertura constitucional, al tiempo que se haya respaldada, a los efectos de su responsabilidad política, por la presencia del presidente del Gobierno y del ministro de Asuntos Exteriores.
Pero además, el proceder del Rey de España viene justificado, y aquí abandonamos ya las argumentaciones más constitucionales, es decir, las de perfil propiamente jurídico, por razones políticas. Dicho de otra forma, la conducta del Monarca viene amparada por consideraciones de pertinencia. Aquí hay, de nuevo, una apoyatura de carácter constitucional. Nos referimos al citado artículo 56.1 de la Constitución, que prescribe que «El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia...». Siendo esta naturaleza, de orden precisamente simbólica, como elemento aglutinante e integrador de la Nación y del Estado y portador de significaciones materiales e inmateriales, la que acredita su hacer en defensa de los intereses nacionales. Un papel que la Corona despliega con eficacia y solvencia incuestionables.
Podría argumentarse, es cierto, que no suscitándose dudas sobre su justificación constitucional y política, sin embargo su reacción hubiera sido desafortunada en la práctica. Algo que podría suceder por dos causas. En primer lugar, por no haberse respetado los parámetros de la corrección que han de presidir las relaciones internacionales. Y, en segundo término, por no haberse constado a posteriori la sintonía entre las expresiones y la acción del Jefe del Estado y las expectativas de la ciudadanía. Pues bien, no hay tampoco dudas sobre la satisfacción de ambas exigencias.
De un lado -nadie lo discute- la reacción del Rey no es la cotidiana en las relaciones entre mandatarios, y al Rey le habrá pesado; pero tampoco lo es, y es la causa provocadora, la perorata amenazante y reiterada de alguien que estaría siempre mejor callado. Ordenar callar, y además hacerlo sin exabruptos, a quien no tiene nada que decir o lo hace insultando impenitentemente a un ex presidente del Gobierno de España, no quebranta las reglas de la correttezza costituzionale. ¡Faltaría más! Como tampoco es tan excepcional -les invito a revisar las reuniones internacionales desde la Paz de Westfalia de 1648- abandonar temporalmente las sesiones, cuando se vierten juicios denigratorios contra los intereses nacionales. Y, de otro lado, la espontánea y mayoritaria adhesión por parte del pueblo español no admite dudas. Como acredita una encuesta realizada al efecto, entre el 80 y el 90 por ciento de la ciudadanía respalda lo dicho y hecho. Don Fernando Álvarez de Toledo, el Gran Duque de Alba -les recomiendo la lectura del reeditado libro de William. S. Maltby sobre el personaje- criticaba el desafecto real y la distancia del Rey Felipe II con su pueblo en los siguientes términos: «Los reyes no tienen los sentimientos y la ternura en el lugar donde nosotros los tenemos». Pues bien, si tales palabras podrían predicarse quizás del Rey Prudente, no lo son, desde luego, del actual Rey de España. En pocas ocasiones, un Rey habrá asumido con mayor sintonía, y habrá representado mejor los sentimientos del suyo.
Afirmado esto, deseo hacer también ciertas reflexiones, en cambio menos positivas, sobre nuestra política internacional. Una política endeble que no se encuentra a la altura de este país. No puedo ocultarles la envidia cuando observo la acción exterior de otros Estados con los que me gustaría homologarme. Países, como Reino Unido o Francia, que disfrutan de una acción exterior con mayúsculas. Una política que se fija a largo plazo en defensa de sus intereses nacionales, y que no está sometida a los quebrantos caprichosos de cada gobierno de uno u otro signo. Aquí, en cambio, no existe una política de Estado. La situación vivida expresa, sin paliativos, por no hablar del suceso reciente en Marruecos o el Chad, su debilidad y escaso peso. ¿Se imaginan ustedes a la Queen Elizabeth de Inglaterra escuchando semejantes ofensas en el ámbito de su querida Commonwealth? ¿Creen qué es posible asistir a una reprimenda parecida al Président Sarkozy por parte de sus antiguas colonias en África? Yo, sinceramente, no. ¿Saben por qué? Porque disfrutan de una seria política de Estado y porque, en consecuencia, sus déspotas iletrados, que también los tienen, no se hubieran atrevido.
Y dos cosas más. Primera, hay que saber diferenciar quiénes tienen que ser nuestros aliados fiables y de referencia, y por tanto a quiénes han de llegar los generosísimos fondos de la cooperación internacional española. Hay que mirar a los principios, pero no se pueden ignorar nuestros intereses. Y, segunda, las referenciadas Cumbres no son hoy el mejor foro para la defensa de nuestros intereses. O sea que, de mantenerlas, ha de procederse a una reestructuración en profundidad, y en todo caso a una mejor preparación. Ya lo decía el juicio inmisericorde de Charles Maurras: «Una política se juzga por sus resultados». Y éstos están, desgraciadamente, a la vista. Así que, por favor, a ver si entre todos, partidos de un espectro y de otro, ¡definimos de una vez! una política exterior consensuada a la altura del país. Sus ciudadanos lo reclamamos.
Mientras tanto, el Rey sigue siendo, como apunté una vez, el mejor Embajador de España. Y ello, porque como esgrimiera Bismarck, «la Política no es una ciencia, como muchos señores profesores se imaginan, sino un arte». A las pruebas reales me remito.
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