POR MANUEL JIMÉNEZ DE PARGA
DE LA REAL ACADEMIA DE CIENCIAS MORALES Y POLÍTICAS
ABC
Creíamos algunos -entre los que me encontraba- que con la Transición de 1977-78 se había puesto fin a la separación entre la España oficial, esa de los políticos y los administradores de la cosa pública, y la España real, aquella de los ciudadanos que se afanan por salir adelante en sus tareas privadas. Pero nos equivocamos. Ahora, igual que ocurrió en la mayor parte del siglo XX, la España oficial se ha distanciado de las preocupaciones que se sienten en las calles y en las plazas de España.
Los gobernantes hablan en un lenguaje propio de ellos, pero no es el que diariamente sirve para expresarse a los ciudadanos comunes. En las instituciones centrales del Estado y en las instituciones de las Comunidades Autónomas se discute prioritariamente sobre unos asuntos que apenas interesan a los gobernados. Son dos maneras paralelas de discurrir que, como sucede con las líneas paralelas de la geometría, nunca se encuentran.
En la España oficial es ahora tema de debate la reforma de la Constitución y la reelaboración de los Estatutos de las Comunidades Autónomas. Se lanzan propuestas descabelladas, como el denominado Plan Ibarretxe y esa otra sugerencia, que sería la destrucción de España, patrocinada por Esquerra Republicana de Cataluña. Según las encuestas más fiables son cuestiones que interesan a una minoría de ciudadanos. Pero esto se olvida en los círculos políticos de poder. Como escribía ayer Edurne Uriarte en este periódico, se trata de un juego, «un juego político, desagradable a veces, pero inocuo para nuestras vidas».
Grave, en cambio, es que determinadas resoluciones judiciales parezcan absurdas, contrarias y opuestas a la razón, dadas las contradicciones internas que contienen o la ausencia de fundamentos medianamente sólidos. El deterioro de la imagen de la Justicia sería definitivo si, ante medidas incomprensibles, la gente se habituara a comentar: «¡Cosas de jueces!».
Hace más de noventa años, don José Ortega y Gasset pronunció un discurso en el que varias de sus apreciaciones son de actualidad. Se refería el gran maestro al contraste, muy acusado en 1914, entre dos Españas «que viven juntas y que son perfectamente extrañas: una España oficial que se obstina en prolongar los gestos de una edad fenecida, y otra España aspirante, germinal, una España vital, tal vez no muy fuerte, pero vital, sincera, honrada, la cual, estorbada por la otra, no acierta a entrar de lleno en la historia». He aquí, según Ortega, «el hecho máximo de la España actual, y todos los demás no son sino detalles que necesitan ser interpretados bajo la luz por aquél proyectada».
El 24 de junio de 1967 me atreví yo a recordar el discurso de Ortega en una de mis colaboraciones semanales en la revista «Destino». El divorcio entre las dos Españas era de una clase distinta, pero continuaba la separación.
«Una mínima minoría española -escribí- interesada en lo que se dice y se decide sobre el inmediato futuro de la nación. El resto, la inmensa mayoría, apartada por completo de la res publica, sin prestar oído a los procuradores. La España real, como hace medio siglo, en contraste con la España oficial».
Mi comentario se apoyaba en el debate habido en las Cortes sobre tres proyectos de ley que debían ser importantes: el de libertad religiosa, el de representación familiar y el de Movimiento. Tendrían que haber atraído la atención del gran público, pero casi nadie en 1967 se interesaba por lo que se hacía y deshacía en las Cortes franquistas.
Recuerdo ahora que lo que yo observé en «Destino» no fue del agrado del Gobierno. El ministro de Información ordenó abrir el correspondiente expediente sancionador, alegando que sólo existía una España, real y oficial, en torno al Caudillo. Nos castigaron.
A estos dos divorcios registrados en la historia española del siglo XX hemos de añadir un tercero, que es el que ahora, a principios del XXI, tenemos delante. Los políticos actuales -insisto- dedican sus horas de trabajo a discutir temas que apenas inquietan a los gobernados. En la calle no se pide la destrucción de una Constitución que nos ha proporcionado un cuarto de siglo de convivencia en libertad, ni tampoco se pretende una modificación total de la organización territorial de España. Las reformas aconsejables de algunos componentes del «bloque de constitucionalidad» (el texto de 1978 y los Estatutos de Autonomía) son retoques tan concretos y limitados que no exigen la dedicación exclusiva de todos los gobernantes, los nacionales y los autonómicos.
El español medio tiene conciencia de que las circunstancias vitales del año 2005 no son las del año 1977. Ahora somos y convivimos de otra forma. La revolución en las técnicas de comunicación, por ejemplo, exige que la tabla constitucional de los derechos se amplíe. La libertad informática tiene que regularse y ampararse adecuadamente.
Pero sería un disparate incluir en cada Estatuto una relación de derechos fundamentales propios de los ciudadanos de la Comunidad, y no extensibles a los españoles de las otras nacionalidades o regiones. Este ha sido el error de la propuesta valenciana. Los Estatutos no son pequeñas Constituciones, con sus partes dogmáticas (relativas a los derechos y libertades) y sus partes orgánicas (en las que se establecen los poderes y las relaciones entre ellos). Los Estatutos emanan, como fruto de los poderes autonómicos, de la Constitución, que es única en toda España.
Es indiscutible que el Senado debe convertirse en una Cámara con presencia real en la vida española. A nadie le puede parecer mal que se estudie su revisión.
Sin embargo, el camino de las reformas de los Estatutos es el que se transita preferentemente por quienes forman la España oficial (con dificultades -hay que subrayarlo- y sin saber cuál será la estación de llegada, en la mayoría de los casos). A la revisión de la Constitución (tarea lógica previa) se presta menos interés. Y el ciudadano gobernado se lamenta de la desatención por los asuntos que realmente a él le importan.
Una España oficial y una España real. La contraposición se acentúa con la diferencia notable entre la opinión pública y la opinión publicada. Alguna vez me he referido al asombro que experimentó un amigo mío, diplomático de un país iberoamericano, al llegar a España y tener unas primeras versiones de lo que aquí ocurría por algunos medios de comunicación. Era la opinión publicada que pronto pudo comprobar que no coincidía con la auténtica opinión pública.
Son varios (y diferentes) los motivos de los divorcios de 1914, 1967 y 2005. Pero las separaciones las hubo y las hay. Terrible fue la caracterización de Ortega, que nos gustaría recordar sólo como algo del pasado: «La España oficial consiste en una especie de partidos fantasmas que defienden los fantasmas de unas ideas y que, apoyados por las sombras de unos periódicos, hacen marchar unos Ministerios de alucinación».
Yo quiero ser optimista. Y así como en 1967 éramos pocos los que estábamos persuadidos del advenimiento de un régimen democrático, una vez muerto Franco, hay que esperar confiados en la pronta finalización del presente divorcio.
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