miércoles, 3 de agosto de 2005

Comentario en la muerte del Rey Fahd

El triste legado de un rey

ROBERT FISK 
La Vanguardia


O sea que el anciano fue enterrado ayer a las afueras de la capital saudí, Riad, en un cementerio del desierto sin monumentos conmemorativos. La estricta tradición wahabí -a la que, por supuesto, pertenece también ese otro saudí mucho más afamado, Ossama Bin Laden- prescribe que no haya estatuas, lápidas ni losas. Así pues, dejaron a Fahd sobre la arena del desierto, con la cabeza tocando la tierra, lo cubrieron y allí yacerá por toda la eternidad. Ni siquiera una piedra señalará su emplazamiento.

¡Ojalá alguno de nuestros grandes dirigentes tolerase semejante humildad -aunque fuese con menos ostentación- en su muerte!

El rey Fahd de Arabia Saudí ha muerto tras 22 años en el trono. Su sucesor, el príncipe heredero Abdallah, ocupó ayer oficialmente su lugar. Sin embargo, el viejo rey murió en realidad en 1995, cuando una embolia lo dejó discapacitado, le paralizó la mente y le confundió los sentidos: el Guardián de los Dos Lugares Sagrados, a sus 82 años, pedía a menudo al servicio que sirvieran café a los huéspedes musulmanes durante el Ramadán, cuando está prohibido beber y comer nada durante el día.

De hecho, su hermanastro, el príncipe heredero Abdallah, venía siendo rey desde entonces y, ahora, cuando tiene más de 80 años, seguirá "aferrándose al poder", como dice el cliché. Otro hermanastro -todos estos hermanastros reflejan la ascendencia beduina de la monarquía saudí-, el príncipe Sultan Bin Abdelaziz, es el nuevo príncipe heredero. Y ya cuenta con 77 años. Quienes afirman que la familia real saudí está encabezada por ancianos anquilosados no carecen de razón... pero quizá se quedan cortos. Igual que su gigantesco vecino petrolero del norte, Irán, Arabia Saudí se ha convertido en una necrocracia: el gobierno de, con y para los muertos.

Llevábamos años diciendo que Fahd fallecería: en su enorme palacio familiar de Andalucía (él sabía, claro está, que esa región formó una vez parte de un refinado imperio árabe); en alguno de sus esplendorosos y absurdos aviones a reacción, con sus interiores diseñados a imitación de una tienda árabe; o en esa piscina tristemente famosa. Los funcionarios insisten en que padecía una neumonía y fiebres muy altas, que todo lo demás eran "especulaciones maliciosas", lo cual quiere decir que todo era cierto.

Sin embargo, ése fue el hombre que creó las legiones árabes contra la invasión soviética de Afganistán en 1979, cuando, como bien sabemos, Ossama Bin Laden ocupó el papel de príncipe porque los verdaderos príncipes de Fahd -un total de 7.000, entre oficiales y extraoficiales- preferían los bares de Mónaco o las putas de París a empuñar una espada por la religión cuyos dos lugares más sagrados, La Meca y Medina, se encontraban en su país.

También fue el mismo rey Fahd quien llevó al golfo Pérsico -y más adelante a los estadounidenses- la ira de Ossama Bin Laden y su Al Qaeda al pedir a Estados Unidos que enviase tropas para proteger la tierra del Profeta tras la invasión de Kuwait emprendida en 1990 por Saddam Hussein. Su destino podría haber sido el de morir antes en un asesinato; pero era difícil asesinar a un hombre que ya está muerto.

Fue el rey que vertió sus enormes arcas en los fondos de la guerra de Saddam Hussein contra Irán, eludiendo diligentemente mencionar a los 60.000 soldados y civiles iraníes que murieron gaseados durante ese conflicto, con la esperanza de que la Bestia de Bagdad (que era amigo nuestro en aquel entonces, huelga decir) pudiera derrocar a aquella otra bestia mucho más temible, el revolucionario ayatolá Ruhola Jomeini.

Cuando Saddam llegó a Kuwait, Fahd le escribió una carta en la que le recordaba lo mucho que habían contribuido los saudíes en su cruenta guerra contra Irán. "Oh, gobernante de Iraq -escribió Fahd-, el reino entregó a su país 25.734.469.885 dólares con 80 centavos". Analizando esa cantidad, una vez calculé que la cifra dada por los cortesanos de Fahd se equivocaba en un dólar y un centavo. Por otro lado, los banqueros de Fahd calculaban haber gastado 27.500 millones de dólares en pagar a Estados Unidos por la liberación de Kuwait; un poco más de lo que le habían pagado a Saddam.

Fueron Fahd y los pakistaníes quienes, en nombre de Estados Unidos, ayudaron a armar a las milicias de Afganistán contra la Unión Soviética, y quienes -indignados por las disputas heredadas de los vencedores- respaldaron al ejército wahabí del mulá Omar y sus eclesiásticos campesinos con pretensiones de superioridad moral, los talibanes. Con Fahd, el reino saudí invirtió millones en las madrazas de Pakistán que de nuevo han saltado a los titulares después del 7 de julio. Los talibanes (igual que algunos de los terroristas suicidas de Londres) eran un auténtico producto del wahabismo, la estricta fe islamista pseudorreformista del Estado de Arabia Saudí fundada en el siglo XVIII por el clérigo Mohamed Ibn Abd Al Wahab.

A los periodistas les gusta afirmar que el wahabismo es oscurantista,pero no es cierto. Abd Al Wahab no fue un gran pensador ni un gran filósofo, pero, para sus seguidores, era casi un santo. Combatir contra los musulmanes que habían pecado era parte obligada de su filosofía, ya fueran los desviados musulmanes chiíes de Basora -a quienes intentó convertir en vano al islam suní (lo echaron a patadas)- o los árabes que no seguían su propia interpretación exclusiva de la unidad musulmana.

Sin embargo, Abd Al Wahab también proscribió cualquier rebelión contra los gobernantes. Su ortodoxia amenazaba a la casa de Saud de nuestros días a causa de la corrupción de ésta, pero al mismo tiempo aseguraba su futuro, puesto que prohibía toda revolución. La familia reinante saudí -el rey Fahd se encontraba en el centro de esta ironía en pleno siglo XX-, pues, adoptó la única fe que podía a la vez protegerla y destruirla.

Por eso, hablar en la Arabia Saudí actual de "tomar medidas contra el terror", de proteger los derechos de las mujeres o de disminuir el poder de la policía religiosa no son más que bobadas.

Todavía no ha sido explorado por completo el papel de Arabia Saudí -bajo el gobierno nominal de Fahd- en los crímenes contra la humanidad del 11 de septiembre del 2001. Mientras que destacados miembros de la familia real -en especial el entonces príncipe heredero Abdallah, que nunca estuvo tan convencido como Fahd del acierto de la política exterior estadounidense en Oriente Medio- expresaron la conmoción y el espanto de rigor, tal como se esperaba de ellos, no hicieron ningún intento por examinar la naturaleza del wahabismo y su desprecio inherente por toda representación de la actividad humana y de la pérdida de vidas.

La destrucción de los dos budas gigantes de Bamiyan a manos de los talibanes en el año 2000, así como el vandalismo en el museo de Kabul, encajaba a la perfección con su sabiduría teocrática. Igual que las Torres Gemelas del World Trade Centre, podría argumentarse. En 1820, las tan veneradas estatuas de Dhu Khalasa, que databan del siglo XII, fueron destruidas por wahabíes. Sólo unas semanas después de que el profesor libanés Kamal Salibi insinuara, a finales de la década de 1990, que unas antiguas aldeas judías en lo que es la actual Arabia Saudí podían haber constituido escenarios de la Biblia, Fahd envió excavadoras para destruir los antiquísimos edificios de esas poblaciones. Las autoridades religiosas saudíes destruyeron cientos de estructuras históricas de La Meca y Medina en nombre de la religión, y antiguos funcionarios de las Naciones Unidas condenaron el derribo de edificios otomanos en Bosnia por parte de un organismo de ayuda saudí respaldado por el gobierno de Fahd, que afirmaba que eran "idolátricos".

De manera que tanto hablar de príncipes inquietos y de posibles rivalidades entre hermanastros ahora que Fahd ha muerto tiene una especie de falsa importancia. La sociedad saudí no es una sociedad moderna -ni podrá serlo- en el sentido que le damos nosotros a la palabra mientras el wahabismo siga en el poder. No obstante, debe permitirse su continuidad... para proteger al rey. Y, puesto que Arabia Saudí cada vez es un país más pobre, las autoridades wahabíes y la policía religiosa tienen cada vez más fuerza.

Asimismo, puesto que cada vez dependemos más de los saudíes para que nos suministren petróleo, cada vez callamos más todo lo que va mal en ese reino. Nuestra política para con Arabia Saudí es ahora exactamente la misma que en Irán en 1979, antes de la caída del sha. Según el genial periodista estadounidense Seymour Hersh, cuando el príncipe Sultan era gobernador de Riad dijo una vez, durante una conversación telefónica interceptada por los estadounidenses, que el rey Fahd no sabía lo que sucedía durante un vuelo internacional. "Es prisionero del avión -comentó-. Igual que toda la familia real saudí."

 

© The Independent Traducción: Laura Manero Jiménez / REUTERS

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