lunes, 29 de agosto de 2005

El mejor embajador de España

POR PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

RECTOR DE LA UNIVERSIDAD REY JUAN CARLOS

ABC

 

Agosto es un momento oportuno para enjuiciar el extinto curso político. Y en lo que ahora interesa, la intensa labor diplomática desarrollada por el Jefe del Estado: Argentina, Colombia, Costa Rica, Estados Unidos, Marruecos, Naciones Unidas en Ginebra, Parlamento y Comisión Europeas, Ciudad del Vaticano, Principado de Mónaco, Alemania, Italia, Islas Azores y Arabia Saudí. Aunque han sido los viajes a Estados Unidos y Marruecos, entrevistándose con el reelegido presidente Bush y el Monarca Mohamed VI, los que han puesto encima de la mesa la naturaleza y el fundamento político de tan significativa diplomacia internacional en una forma de gobierno, la Monarquía parlamentaria, en la que el diseño de la política exterior se atribuye, no obstante, expresamente al Gobierno.

 

En efecto, el marco jurídico no deja lugar a la duda. La Constitución encomienda al Ejecutivo la dirección de la política interior y exterior del Estado (artículo 97). Un hecho que no cambia por la asignación paralela también a las Cortes Generales de la competencia para prestar el consentimiento del Estado por medio de Tratados o Convenios (artículo 94. 1). Lo que explica que la intervención del Jefe del Estado en materia internacional -la asunción convencionalmente de la más alta representación del Estado, la acreditación de embajadores y otros representantes diplomáticos, la mentada formalización del consentimiento estatal para comprometerse internacionalmente y su participación en la declaración de la guerra o hacer la paz (artículo 63)-, son actos debidos, donde el Monarca carece de discrecionalidad, y sometidos al correspondiente refrendo del presidente del Gobierno o del ministro de Asunto Exteriores (artículos 56. 3 y 64).

 

En consecuencia no cabe en nuestro régimen constitucional una reserva de competencias por parte del Rey. No es posible una alternativa habilitación del Monarca para la determinación de una política internacional al margen de la preestablecida e impulsada por el Gobierno de la Nación; del mismo modo que en una Monarquía parlamentaria sus acciones públicas -viajes, discursos o mensajes- y parte de las privadas, son conocidas y avaladas directamente por el Ejecutivo. Ahora bien, no nos equivoquemos, sin que los perfiles de la Monarquía parlamentaria española puedan confundirse con la británica, donde la Corona se limita a reproducir miméticamente, como si de un mandatario automático se tratara, la política del Government. De ahí la trascendencia de que las fuerzas políticas consensúen una política exterior nacional, y del celo que debe tener el Gobierno de la Nación en preservar la imparcialidad del Monarca en sus actuaciones.

 

Desde dicho contexto, deseamos pues incidir en la sobresaliente labor desplegada por Don Juan Carlos a lo largo de su reinado en el ámbito de las relaciones internacionales. Una actividad que se explica tanto por razones personales, como, por supuesto, político-constitucionales.

 

Así, en cuanto a las motivaciones personales, nadie duda del prestigio que el Rey ha sabido labrarse en los foros internacionales. Piénsese, por ejemplo, en el importantísimo discurso ante el Congreso de los Estados Unidos, en junio de 1976, comprometiéndose entonces a desmantelar el caduco régimen autoritario heredado, y a su sustitución por un moderno sistema democrático; en el impulso continuado a nuestra celebrada Transición Política; y en el respaldo firme al correlativo proceso constituyente culminado con nuestra ejemplar Carta Magna de 1978.

 

Una singular capacidad de maniobra, tanto en los gestos como en los contenidos, muy conveniente, sobre todo, tras los desencuentros entre el presidente Bush y el presidente Rodríguez Zapatero, y la pertinencia de desbloqueo -por más que no tanto por causa española- de las relaciones con el reino alauita. Una tarea calificada recientemente, en el primer caso, de diplomacia mágica o diplomacia sumergida, esto es, no exteriorizada en cauces jurídicamente reglamentados. Una visita por lo tanto privada en su forma, pero dotada de una incuestionable proyección pública. Y, en el supuesto, sí oficial, del viaje a Marruecos, motivado por la cercanía geográfica, la relevancia de las relaciones comerciales existentes, la trascendencia de la política pesquera, la gravedad de la inmigración ilegal procedente del Magreb, el delicado asunto del Sahara y la triste incidencia del terrorismo internacional. Un quehacer que se explica, en ambas circunstancias, por la conveniencia de restaurar y recomponer de manera inmediata los mejores cauces bilaterales de coparticipación política entre Estados.

 

Pero, en segundo término, la labor del Monarca se justifica, decíamos, por razones político-constitucionales, toda vez que la estabilidad y permanencia que aporta la Corona es un eficacísimo instrumento fortalecedor del señalado contexto de amistad con otros Jefes de Estado y Presidentes de Gobierno -es el caso, entre otros, de las Cumbres periódicas de Jefes de Estado de la Comunidad Iberoamericana-, más allá de los concretos avatares políticos y de momentáneas coyunturas más o menos favorables. Su fundamentación se encuentra en el artículo 56. 1 de la Constitución, donde se resalta el perfil del Monarca como Jefe del Estado, al tiempo que éste asume su más alta representación en las relaciones internacionales. Algo confirmado ya, desde hace tiempo, en el Convenio de Viena de 1969, en el que se manifestaba que «En virtud de sus funciones, y sin estar obligados a presentar plenos poderes, se considerará que representan a su Estado: los Jefes de Estado...» (artículo 7. 2 a). De aquí que el profesor Remiro Brotóns (La acción exterior del Estado) haya triangulado la política exterior sobre el vértice del Rey, como supremo órgano de su representación; del Gobierno, como órgano de dirección; y de las Cortes Generales, como órgano de control. Una Corona que, al no participar en la contienda política, dado su carácter de poder neutral, y estar por encima de las cotidianas refriegas de los partidos, disfruta de una inmejorable posición para satisfacer tales cometidos. Una presencia, justo es recordarlo otra vez, que Don Juan Carlos ha sabido extender siempre de manera certera, hábil y reconocida.

 

Todo lo adelantado no convierte, desde luego, al Jefe del Estado en un mandatario del Gobierno, o como se ha afirmado gráficamente en un mero «correo del Zar» o «convidado de piedra». De la misma suerte que tampoco son aplicables a su hacer la excepcional gravedad de las circunstancias novelescas descritas por Julio Verne en su renombrada obra Miguel Strogoff, y justificadoras de la inusual reacción del entonces Zar de todas las Rusias rompiendo todas las reglas de protocolo: «Si el Zar había abandonado tan inopinadamente los salones del Palacio Nuevo en el momento en que la fiesta que daba a las autoridades civiles y militares y a las personas más notables de Mosar, era porque más allá de las fronteras del Ural se desarrollaban grandes acontecimientos; una formidable invasión amenazaba». Ni una cosa ni otra. Lo que hay detrás, por el contrario, es la acción acostumbrada, constitucionalmente irreprochable y políticamente eficaz, de un extraordinario embajador, de un Jefe de Estado portador de un incuestionable y valorado talento. ¡Hablamos del Rey de España! ¡Del mejor embajador de nuestra España constitucional!

 

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