S. McCoy
El Confidencial
Dice la Constitución Española en su artículo 56 que el Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia. Estas trece palabras se encuentran en el arranque del Título II, el referido a la Corona, y, atendiendo a la prelación conceptual que normalmente encierran las leyes, sea de la categoría que sean, deberían servir como recordatorio del papel esencial que el monarca ha de jugar en la todavía joven democracia española: servir de punto de referencia para el conjunto de los ciudadanos como garante constitucional que es tanto de la integridad de España como de la salvaguarda de los principios comunes que la configuran y aseguran su supervivencia en el tiempo. Al menos, así debería ser.
Sin embargo, no es el caso. Frente al estelar papel jugado en los primeros años de la Transición, reforzados por su condición de referencia para el pueblo, ventajista o no, en el intento de golpe de estado de 1981, la figura del Rey se ha ido diluyendo, quedando relegado su papel al cumplimiento formal de las tareas que la Carta Magna de 1978 específicamente le atribuye, hasta el punto de mostrar un enorme distanciamiento respecto a la realidad política, económica o social española sólo salvado, durante ejercicios enteros, por un discurso navideño preñado de buenas palabras y mejores intenciones. El Rey reina pero no gobierna. Y de qué manera. Ninguno de los grandes temas de la opinión pública, incluso aquellos que podían afectar a esa unidad y permanencia del Estado bajo su custodia, parecían exigir una acción, aún simbólica, por su parte.
De ahí la enorme sorpresa que su frenética actividad de la última semana ha causado a propios y extraños. Una dinámica sorprendente que ha puesto de manifiesto una realidad innegable: el principio del fin del cualquier Poder, como ya ocurriera con el formal de la Justicia o el “informal” de los Medios de Comunicación, se produce cuando el juicio sobre el mismo sobrepasa las acciones para centrarse en sus intenciones, cuando se olvidan los actos y priman las motivaciones. Es decir, cuando se pone en tela de juicio que verdaderamente persiga el fin para el cual existe y que le justifica por servir a alguna suerte de espurio interés. A la Corona debería preocuparle la reacción colectiva a su propuesta de Pacto de Estado y el hecho de que sea interpretado como un alineamiento de parte, una respuesta a la presión internacional o un seguro para evitar su anticipada jubilación, especulaciones todas ellas que se han podido leer a lo largo del fin de semana.
Pocos creen que haya sido un gesto gratis et amore, resultado de una honda preocupación por los acontecimientos recientes que afectan a nuestra nación, por usar un lenguaje lo más monárquico posible. De lo cual se deriva una consecuencia inevitable: la imperiosa necesidad de una renovación interna de la institución en una doble dirección. Por una parte, cumplimiento del pacto constitucional y ejercicio de la responsabilidad derivada del mismo. La Corona, un accidente democrático de consenso, ha de jugar un papel activo en la vida pública española. Aparecer de forma esporádica conduce al recelo. Hay que convertir la excepción en cotidianeidad y hacer de lo extraordinario norma corriente de actuación. De lo contrario, la Familia Real será noticiable, como hasta ahora, por la anécdota y no por un papel esencial que pocos perciben. Y el distanciamiento de los ciudadanos respecto a la misma seguirá in crescendo. La decisión de quién debe jugar esa renovada función corresponde, en un ejercicio de sinceridad indelegable, a don Juan Carlos.
Es momento, en segundo término, de que la Monarquía acometa un inevitable ejercicio de transparencia antes de que otros se decidan a abrir ese melón. No hay que olvidar que, de momento, la Monarquía sigue siendo una suerte de sagrario inviolable en este país, algo que se justificaba por el bien que la misma había hecho y hacía a España. Olvidada la condición, muere la justificación. No es de recibo la sombra de la sospecha que recurrentemente pesa tanto sobre la agenda privada del Rey como sobre sus finanzas personales. Ya no. No debe caber atisbo alguno de que su único objetivo es servir a la patria y no servirse de ella para compensar tiempos pasados de penurias económicas. Y eso sólo se puede lograr cortando de raíz cualquier asomo de incertidumbre. Un ejercicio no ya de responsabilidad con los que le sostienen en el cargo, que también, sino de acercamiento de su figura a la ciudadanía, proceso imprescindible de desmitificación.
Los años que esperan a España por delante justifican más que nunca la asunción por parte del Monarca de un rol institucional especialmente activo, sobre todo si tenemos en cuenta el descrédito de una clase política a la que sólo parece importarle la permanencia en el poder. Como elemento aglutinador, como fuente de iniciativas, como árbitro y moderador, como generador de esperanza, como embajador de lo mejor de la patria. Añadan ustedes las atribuciones adicionales que quieran. Sin embargo, para que su papel sea creíble, para que pueda romper la brecha que en los últimos años ha abierto respecto a los ciudadanos, necesita convertirse en Monarquía 2.0, símbolo de la unidad y permanencia de nuestro país no sólo de pensamiento, palabra u omisión, sino por la vía de las obras, desde la cercanía, la cotidianeidad y la ausencia de potenciales reproches. Sigue siendo uno de nuestros mejores activos y no estamos para desaprovecharlo. Otra cosa es que quiera… o le dejen. Buena semana a todos.
El Confidencial
Dice la Constitución Española en su artículo 56 que el Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia. Estas trece palabras se encuentran en el arranque del Título II, el referido a la Corona, y, atendiendo a la prelación conceptual que normalmente encierran las leyes, sea de la categoría que sean, deberían servir como recordatorio del papel esencial que el monarca ha de jugar en la todavía joven democracia española: servir de punto de referencia para el conjunto de los ciudadanos como garante constitucional que es tanto de la integridad de España como de la salvaguarda de los principios comunes que la configuran y aseguran su supervivencia en el tiempo. Al menos, así debería ser.
Sin embargo, no es el caso. Frente al estelar papel jugado en los primeros años de la Transición, reforzados por su condición de referencia para el pueblo, ventajista o no, en el intento de golpe de estado de 1981, la figura del Rey se ha ido diluyendo, quedando relegado su papel al cumplimiento formal de las tareas que la Carta Magna de 1978 específicamente le atribuye, hasta el punto de mostrar un enorme distanciamiento respecto a la realidad política, económica o social española sólo salvado, durante ejercicios enteros, por un discurso navideño preñado de buenas palabras y mejores intenciones. El Rey reina pero no gobierna. Y de qué manera. Ninguno de los grandes temas de la opinión pública, incluso aquellos que podían afectar a esa unidad y permanencia del Estado bajo su custodia, parecían exigir una acción, aún simbólica, por su parte.
De ahí la enorme sorpresa que su frenética actividad de la última semana ha causado a propios y extraños. Una dinámica sorprendente que ha puesto de manifiesto una realidad innegable: el principio del fin del cualquier Poder, como ya ocurriera con el formal de la Justicia o el “informal” de los Medios de Comunicación, se produce cuando el juicio sobre el mismo sobrepasa las acciones para centrarse en sus intenciones, cuando se olvidan los actos y priman las motivaciones. Es decir, cuando se pone en tela de juicio que verdaderamente persiga el fin para el cual existe y que le justifica por servir a alguna suerte de espurio interés. A la Corona debería preocuparle la reacción colectiva a su propuesta de Pacto de Estado y el hecho de que sea interpretado como un alineamiento de parte, una respuesta a la presión internacional o un seguro para evitar su anticipada jubilación, especulaciones todas ellas que se han podido leer a lo largo del fin de semana.
Pocos creen que haya sido un gesto gratis et amore, resultado de una honda preocupación por los acontecimientos recientes que afectan a nuestra nación, por usar un lenguaje lo más monárquico posible. De lo cual se deriva una consecuencia inevitable: la imperiosa necesidad de una renovación interna de la institución en una doble dirección. Por una parte, cumplimiento del pacto constitucional y ejercicio de la responsabilidad derivada del mismo. La Corona, un accidente democrático de consenso, ha de jugar un papel activo en la vida pública española. Aparecer de forma esporádica conduce al recelo. Hay que convertir la excepción en cotidianeidad y hacer de lo extraordinario norma corriente de actuación. De lo contrario, la Familia Real será noticiable, como hasta ahora, por la anécdota y no por un papel esencial que pocos perciben. Y el distanciamiento de los ciudadanos respecto a la misma seguirá in crescendo. La decisión de quién debe jugar esa renovada función corresponde, en un ejercicio de sinceridad indelegable, a don Juan Carlos.
Es momento, en segundo término, de que la Monarquía acometa un inevitable ejercicio de transparencia antes de que otros se decidan a abrir ese melón. No hay que olvidar que, de momento, la Monarquía sigue siendo una suerte de sagrario inviolable en este país, algo que se justificaba por el bien que la misma había hecho y hacía a España. Olvidada la condición, muere la justificación. No es de recibo la sombra de la sospecha que recurrentemente pesa tanto sobre la agenda privada del Rey como sobre sus finanzas personales. Ya no. No debe caber atisbo alguno de que su único objetivo es servir a la patria y no servirse de ella para compensar tiempos pasados de penurias económicas. Y eso sólo se puede lograr cortando de raíz cualquier asomo de incertidumbre. Un ejercicio no ya de responsabilidad con los que le sostienen en el cargo, que también, sino de acercamiento de su figura a la ciudadanía, proceso imprescindible de desmitificación.
Los años que esperan a España por delante justifican más que nunca la asunción por parte del Monarca de un rol institucional especialmente activo, sobre todo si tenemos en cuenta el descrédito de una clase política a la que sólo parece importarle la permanencia en el poder. Como elemento aglutinador, como fuente de iniciativas, como árbitro y moderador, como generador de esperanza, como embajador de lo mejor de la patria. Añadan ustedes las atribuciones adicionales que quieran. Sin embargo, para que su papel sea creíble, para que pueda romper la brecha que en los últimos años ha abierto respecto a los ciudadanos, necesita convertirse en Monarquía 2.0, símbolo de la unidad y permanencia de nuestro país no sólo de pensamiento, palabra u omisión, sino por la vía de las obras, desde la cercanía, la cotidianeidad y la ausencia de potenciales reproches. Sigue siendo uno de nuestros mejores activos y no estamos para desaprovecharlo. Otra cosa es que quiera… o le dejen. Buena semana a todos.
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