El Mundo
TRAS la guerra incivil española, el Ejército vencedor secuestró la soberanía nacional que reside en el pueblo. Juan III, hijo de Alfonso XIII, desde su exilio en Suiza, primero, desde Estoril, después, lo tuvo siempre muy claro. El papel histórico de la Monarquía consistía en devolver la soberanía nacional al pueblo español. En docenas de mani-fiestos, documentos, discursos y declaraciones reiteró esta cuestión sustancial.
En 1978, a través de la voluntad general libremente expresada, el pueblo español, en ejercicio ya de la soberanía nacional, despojó a Juan Carlos I de los poderes que había recibido de la dictadura y redujo sus funciones a las propias de las Monarquías parlamentarias europeas. Lo que el pueblo manda al Rey se resume en el artículo 56 del Título II de la Constitución: «El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica, y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes».
Juan Carlos I, como Jefe de Estado, ha representado con dignidad a España en centenares de viajes internacionales y nacionales y en millares de actos de la más diversa consideración. Además ha ejercido el arbitraje y la moderación de forma muy eficaz y siempre discreta. Su actividad moderadora, lógicamente, es menos conocida por la opinión pública, aunque alguna vez haya trascendido, sobre todo, cuando bien apoyado por Pascual Sala, que tuvo una actuación impecable, contribuyó a evitar la colisión pública entre el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo.
Conforme a su deber constitucional de arbitrar entre instituciones, el Rey está esforzándose por limar aristas entre los grandes partidos con el fin de que se llegue a un pacto de Estado que permita combatir más eficazmente la crisis económica, tan bien sintetizada en el impresionante, en el magnífico artículo publicado ayer por Manuel Lagares en EL MUNDO. Es lo que desea el pueblo español y el Rey, que está a su servicio, se esfuerza por moderar la crispación entre los partidos políticos. Lo está haciendo dentro del marco constitucional. Gaspar Llamazares tiene toda la razón al afirmar que «el Rey puede moderar, no gestionar un pacto». Como ha explicado muy bien Pedro González-Trevijano, en 35 años de reinado Juan Carlos I no se ha apartado un milímetro del estricto cumplimiento de la Constitución. Estoy seguro de que no cometerá nunca el error de Alfonso XIII, tal y como siempre le alertó su padre Juan III.
Algunos opinan que el Rey debe hacer más de lo que hace. Pues no. Alberto Aza, que es hombre de vasta experiencia, sabe lo contraproducente que resultaría la extralimitación del Monarca en sus funciones constitucionales por popular que de forma ocasional resultara. Eso es lo que perdió a su abuelo. Varios comentaristas creen que el Gobierno ha pedido al Rey el ejercicio de sus funciones moderadoras. ¿Y qué si fuera así? El Gobierno, emanado del Parlamento que encarna la soberanía nacional, puede solicitar del Rey lo que la Constitución permite o exige. En ésta ocasión no parece fácil que el Monarca alcance el éxito. Zapatero negó la crisis porque quería ganar las elecciones del año 2008. Rajoy se margina de la crisis porque quiere ganar las elecciones del 2012. Los partidos políticos, que son imprescindibles en la democracia pluralista, colocan en ocasiones el interés partidista por encima del interés general. Por eso un número creciente de ciudadanos desprecia a los partidos y a sus líderes y se indigna con aquellos que han convertido la política en un negocio.
Mi admirado Raúl del Pozo pedía ayer al Rey que se retirara de la mediación y que se fuera a cazar. Yo no. Yo creo que debe cumplir con sus obligaciones constitucionales de arbitraje y moderación atendiendo así el mandato del pueblo español porque el Rey está para el pueblo no el pueblo para el Rey, «que el reinar -escribió Quevedo- es tarea, que los cetros piden más sudor que los arados, y sudor teñido de las venas; que la Corona es el peso molesto que fatiga los hombros del alma primero que las fuerzas del cuerpo; que los palacios para el príncipe ocioso son sepulcros de una vida muerta, y para el que atiende son patíbulos de una muerte viva; lo afirman las gloriosas memorias de aquellos esclarecidos príncipes que no mancharon sus recordaciones contando entre su edad coronada alguna hora sin trabajo».
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