CARLOS SECO SERRANO
ABC
Escribo estas líneas bajo la cúpula de cristal del hotel Palace, el edificio ofrecido por Alfonso XIII a los madrileños para que pudieran sentirse acogidos por los mismos ámbitos de elegante suntuosidad en que se movía la corte en el palacio de Oriente. Y evoco, en lugar tan sugerente, un centenario que ahora se cumple sin que nadie lo recuerde: en mayo de 1907 nacía en Madrid el primer vástago del enlace de don Alfonso con la princesa más bella de Europa, Victoria Eugenia de Battenberg, la «fatal Ena», según la expresión con que la evocaría Unamuno, en plena República, desde el maravilloso pretil del santanderino Miramar, hogar predilecto de la Reina. En el despuntar del nuevo siglo, aquel ámbito de civilizada convivencia que la dinastía restaurada por Cánovas había venido brindando a los españoles acababa de registrar su primera y gravísima crisis -el 98-; y el comienzo del reinado personal de Alfonso XIII se miró como una esperanza -iniciando el ciclo de los regeneracionismos-. En esa situación, las bodas del Rey con una princesa británica aportaban a España el respaldo diplomático por parte de la potencia más poderosa del mundo.
Pero ese renacer de fe y de ilusiones tendrá su contrapunto trágico en el doloroso problema de la hemofilia registrada en los hijos de doña Victoria: lacra de la que, por ventura, se vieron libres dos de ellos: el segundogénito, don Jaime, y el penúltimo, don Juan, en quien debía quedar asegurada la continuidad dinástica. Ahora bien, para don Alfonso constituyó una obsesión la idea -la esperanza- de que algún día, no lejano, los avances de la medicina habrían de dar solución a la dolencia de aquel. Con crueldad muy republicana, Azaña aludiría, en vísperas del colapso de la monarquía, a la hemofilia de los hijos del Rey, que, según él, haría imposible el futuro del Régimen.
La solución dada por don Alfonso a aquel gravísimo problema, reordenando, ya en el exilio, la sucesión dinástica -esto es, abriendo paso a la línea del infante don Juan, perfectamente sano- solución, en todo caso, muy dolorosa para el Rey, que adoraba a su primogénito, y -dadas las circunstancias creadas por la guerra civil- la transmisión de los derechos de legitimidad que concurrían en don Juan a su hijo don Juan Carlos, que felizmente reina en España desde hace 32 años, han hecho posible que la dinastía histórica deparase a nuestro país la etapa más brillante -desde el punto de vista de la concordia interior, solo alterada, pero dotándola de más fuerza, por el terrorismo etarra; y desde el punto de vista exterior, por un prestigio vinculado sobre todo a la persona del Rey- vivida desde los días de Cánovas; y cuya continuidad futura está asegurada por la vigorosa personalidad del heredero, don Felipe; el príncipe más preparado -desde todos los puntos de vista, y muy especialmente el intelectual- de cuantos en España han asumido esta dignidad.
La compenetración entre el padre -que encarna la dignidad, la intuición, la lealtad a las instituciones, bien demostrada en su defensa, decisiva cuando fue necesaria- y el hijo, que aporta, junto a su distinción intelectual, la apertura a todos los ámbitos del mundo libre, que le acogen como un símbolo y una garantía de paz y libertad para España y para Europa, es un hecho venturoso que define hoy, por encima de las inevitables -y pienso que necesarias- discusiones partidistas entre un socialismo civilizado y un centro derecha -quizá demasiado inclinado a la derecha intratable por culpa de Rajoy-, la realidad y la estabilidad de una monarquía perfectamente democrática. Desde el más allá, Alfonso XIII ha de sentirse feliz contemplando como un hecho lo que él no pudo lograr, pese a todos sus afanes, para su amadísima España.
No hay comentarios:
Publicar un comentario