Reportaje de El País
A las siete suena el despertador en casa de los príncipes de Asturias. Los ventanales del primer piso se iluminan. En el horizonte, la nevada sierra de Madrid. Y un bucólico decorado de ciervos y encinas. Poco después de las ocho, la pareja deja a Leonor, su primogénita, de dos años, en la escuela infantil de la Guardia Real, tras los muros del cuartel El Rey, en El Pardo. Tardan 10 minutos. El Príncipe conduce un todoterreno japonés comprometido con el medio ambiente. Comienza la jornada laboral de los herederos de la Corona. Después cubren el kilómetro que separa su residencia del palacio de la Zarzuela. Allí tienen sus despachos. En la planta baja. Justo debajo del Rey. Escuetos, convencionales, sin lujos. "Economía de medios", repiten en la Casa. Imposible estirar más el edificio. La oficina de la Princesa fue una sala de visitas; la del jefe de su secretaría, Jaime Alfonsín, un comedor. Se lee la prensa. Sin expurgar. Llega la correspondencia. Se rastrea Internet. Empiezan las reuniones. Qué invitaciones aceptar. Qué viajes efectuar. A qué personas recibir. Hay miles de peticiones. En los pasillos se cruzan uniformes militares, trajes oscuros y ordenanzas de chaquetilla blanca. El ambiente es frío y pausado; la luz, tenue; se habla a media voz. Empieza un día de trabajo en la Casa del Rey. El cabeza de familia es jefe del Estado. Como lo será su hijo.
La residencia de los Príncipes es el primer edificio que se divisa al acceder al vasto complejo de la Zarzuela. Está anclada sobre un promontorio. Como una isla. Con su propio perímetro de seguridad. Ligeramente oculta entre árboles. Custodiada por infantes de Marina. Letizia Ortiz llegó a esta inmensa finca en las afueras de Madrid en noviembre de 2003. Tras el anuncio de su compromiso con el heredero. Viviría seis meses como una huésped en el pabellón de invitados, hasta la boda. Para el personal de la Casa fue, desde el primer momento, "la señora". Se acabó el tuteo. Y conducir su coche. Y salir sola. La Reina se puso manos a la obra. Haría de ella una princesa. Se convertirían en buenas amigas y aliadas.
Universitaria, divorciada, de clase media, a sus 31 años Letizia estaba en su mejor momento profesional. Era la presentadora del telediario de mayor audiencia. Una cara conocida. De moda. En brecha. Había hecho con esfuerzo el camino que conduce de viajar en metro al Ibiza, y de ahí el salto al Audi A3. Letizia Ortiz no salió a cazar un príncipe, se lo encontró. Se enamoraron. Y había que querer mucho al heredero para abandonar todo por lo que había luchado. No era lo mismo que cambiar de cadena de televisión. Era cambiar de vida. Despojarse de lo anterior. Lanzarse al vacío. Con millones de ciudadanos por testigos. Le dio muchas vueltas. Lo haría por amor. El Príncipe era un hombre que valía la pena. Trabajaría duro a su lado. El 3 de noviembre de 2003, en su primera aparición pública, lo expresó con claridad; había tomado "una decisión madura, fruto de reflexiones intensas, y con el peso y la solidez del profundo amor que nos tenemos y del proyecto común que ahora iniciamos. Hasta los 31 años he trabajado como periodista con ganas, ilusión y fuerza, y de esa misma manera afronto lo que ahora iniciamos con responsabilidad y con vocación de servicio a los españoles". Un desapacible 22 de mayo de 2004, a cambio de un "sí quiero", se convertía en princesa de Asturias, futura reina de España, futura madre de reina, e, incluso, hipotética reina regente en caso de la muerte de su marido durante la minoría de edad de la primogénita. Había dado el paso. No había marcha atrás.
Hoy no se arrepiente. Es feliz. En su vida y su trabajo. Un trabajo atípico. No existe ley, estatuto, tradición, costumbre ni práctica que lo regule. Hay que darle contenido cada día. En estos cuatro años ha cumplido su parte del contrato. No ha metido la pata. Ha dado descendencia y continuidad a la Corona, y es una princesa digna y aplicada. Útil y comprometida. Impecable en las formas. Obstinada en la perfección. Buscando su camino. La nueva imagen de la Monarquía española: nuestra marca más conocida en el mundo. Quizá no sea la princesa más elegante del planeta; no tiene el chic de Carolina de Mónaco ni el perfil piadoso de Matilde de Bélgica. Pero sabe lo que es pagar una hipoteca y viajar en los autobuses La Veloz entre Madrid y el extrarradio. Ha dado frescura a la institución. Y alegría al funcionamiento de la Casa. Conoce a todos los empleados, les tutea y llama por su nombre. De vez en cuando baja a las niñas a sus despachos para que las vean crecer. Y recalca que no vive en una burbuja. Que su marido y ella no están rodeados de sirvientes de librea pertrechados de bandejas de plata dispuestos a cumplir sus deseos. Que sus hijas son su prioridad. Sus amigos, los de siempre. Y todavía sabe cuánto cuesta la barra de pan.
Fue la última en llegar a La Zarzuela. Era la más joven. Y además, mujer. Y procedía de un mundo muy distinto al del palacio. No había nacido princesa, como su marido, cuyo bautizo ya supuso un acontecimiento político. Letizia era una estrella televisiva. En horas supimos todo sobre su vida. El nombre y rostro de sus anteriores parejas. Que sus padres estaban divorciados, su abuelo era taxista y su cuñado había trabajado de barrendero. Su biografía pasada tenía techo de cristal. La presente se comenzó a escribir a base de rumores. Algunos medios comenzaron a frotarse las manos. Era un filón.
El fenómeno de acoso y derribo a un miembro de la realeza no era nuevo. La monarquía británica pagó la novatada. Su imagen, la leyenda, la magia de siglos, se desmoronó el día en que los tabloides comenzaron a ocuparse de la vida privada de sus integrantes a partir de la boda del príncipe Carlos con lady Diana Spencer, en 1981. Hasta entonces habían sido intocables. Curiosamente, los primeros medios en disparar fueron los del magnate conservador Rupert Murdoch. Valía todo. La situación llegó a su apogeo amarillo en 1992, un año calificado por Isabel II como "horribilis".
En España, a mediados de los noventa, los nuevos programas televisivos del corazón iban a romper también los esquemas de la mesurada y opaca Casa del Rey. En el preciso instante que se intentaba reforzar la imagen del Príncipe, recién llegado a España tras su máster estadounidense, como futuro Rey, que apareciera caricaturizado en los mismos programas que Jesulín y su troupe suponía un desastre de imagen para el heredero. Un desprestigio. Y lo que es peor, una batalla perdida. El Príncipe estaba indefenso. La Casa ha sido siempre partidaria de no perderse en pleitos. Por tanto, era cuestión de cubrirse con una piel de elefante. Relativizar. Y aguantar. Y esperar que pasara el chaparrón. Escampó. Diez años más tarde le tocaba el turno a la recién llegada.
"No es que la Princesa sea el eslabón más débil de la Corona; es el eslabón que más vende", explica una fuente de la Casa del Rey. "Es el nuevo producto. Del Rey se ha escrito mucho, y lo mismo del Príncipe. Pero una vez que el heredero se había prometido y casado, su vida privada ya no tenía morbo. Dejó de interesar. No era noticia. Y en esto llegó un nuevo miembro a la familia real. Y la Princesa podía hacer ganar mucho dinero".
La Princesa vende. Cada uno de los actos a los que asiste, sobre todo sin el príncipe de Asturias, constituye un espectáculo mediático seguido por decenas de fotógrafos y cámaras de vídeo que circulan a codazos para captar el mejor plano. No importa lo que diga. Ni lo que haga. Importa su imagen. El factor rosa. El largo de la falda. La altura de sus tacones. La masa corporal. Su perfecto maquillaje adquiere irreales tintes azulados por la cascada de flashes. Ella, que nunca supo posar, abre mucho los ojos, mira fijamente en dirección a un punto indeterminado y adopta una postura hierática, casi rígida. Cada uno de sus mínimos movimientos –arreglarse, beber un sorbo de agua, sonreír, aplaudir– provoca mil disparos. Se trata de interpretar su estado de ánimo. La segunda parte llega en cuanto se mezcla con los invitados y un aluvión de fotógrafos aficionados se bate por una imagen suya como recuerdo. Surgen cámaras de lugares insospechados. Y un aluvión de teléfonos móviles. Ella hace lo que puede. Sin perder la sonrisa. "¿Pero es que sólo queréis fotos? ¿No queréis contarme nada?", pregunta a un grupo de adolescentes que la asaetean. ¡Ellos quieren su foto! Aunque salga con los ojos cerrados y la boca abierta. Durante una visita a la factoría Talgo, un soldador de mono azul surge bajo un vagón a sus pies y la inmortaliza con su teléfono móvil. La Princesa pone ojos como platos ante la aparición.
Estos cuatro años no han sido un cuento de hadas. Le han pegado duro. "Como la prensa amarilla no podía contar nada raro sobre su matrimonio, porque no lo había; como no había una historia truculenta que relatar, la bolsa se ha llenado de rumores, bulos y barbaridades que se han ido consolidando como leyenda urbana", explican desde su entorno. "Ya estamos apostando por el próximo rumor".
–¿Cuál va a ser?
–Hay dos opciones: que está embarazada de un varón y se va a provocar un problema constitucional por la sucesión, o que los Príncipes duermen en habitaciones separadas.
Lo pasó mal, especialmente en su primer año de matrimonio. No es un autómata que se limita a recitar discursos que otros escriben y a entregar premios. Tiene sentimientos. Y criterio. Y personalidad. Se llevó muchos palos. No entendía nada. De la noche a la mañana se había convertido para algunos medios en una maleducada que interrumpía en público al Príncipe; un demonio de la ambición; una mujer arribista, fría, agresiva y calculadora dispuesta a cargarse la Monarquía. Y no tenía posibilidad de rechazar esa versión. ¿Quién defendía a Letizia?
¿Cómo ha logrado aguantar? La respuesta es sencilla: desde el primer momento tuvo fe en lo que estaba haciendo, en el trabajo que estaba realizando; creía en la Monarquía parlamentaria, la única forma de gobierno que había conocido desde que tuvo uso de razón. Y en esa línea, ya como Princesa, se planteó servir a los españoles teniendo como referente al Príncipe. Ha aguantado todo por amor. El primer choque con la realidad fue visitar a los heridos del atentado del 11-M. Aún era la prometida. Las fotos de aquel día la muestran al borde del colapso del brazo de la Reina a la salida de un hospital. Ahí se dio cuenta de que ser princesa no iba a ser fácil.
En la distancia corta, la Princesa es una mujer espigada y de mediana estatura. Estrecha de hombros y caderas. Con tobillos de cristal y los omoplatos dibujados bajo la chaqueta. Tiene una media melena castaña un poco mate, grandes ojos verdosos ribeteados con lápiz verde, una dentadura perfecta y un cutis transparente. Las manos son pequeñas, huesudas, con las uñas cortas, y revelan, con sus movimientos, sus emociones. Las manos le traicionan. De frente es guapa; de perfil ofrece un aspecto más duro, con una nariz grande e imperfecta y una barbilla prominente. Su sonrisa es permanente; el trato, cariñoso. Está cómoda en su papel, con la derecha y la izquierda; junto al presidente Rodríguez Zapatero, Esperanza Aguirre o el lehendakari Ibarretxe, que fue su galante cicerone en el Museo Guggenheim de Bilbao durante una visita el mes pasado.
No sólo con los poderosos. También se la percibe a gusto, sin distancias, con naturalidad, con los trabajadores, los niños, los académicos, el clero, los banqueros y las empresarias. Hasta con los fabricantes de maquinaria para la construcción. Para todos tiene una palabra. Y un interés que parece auténtico. Durante una visita a una feria en Zaragoza logra rizar el rizo al preguntarle a un vendedor de excavadoras: "¿Cómo se conjuga la tecnología con la seguridad del operario?". El industrial traga saliva. Y le regala una maqueta de un camión. Es la séptima del día. "¡Qué bien, a la mayor le encantan estas cosas!". Y sigue su camino.
A Letizia le gusta intervenir, debatir, rebatir, opinar. Pregunta más que responde. Puede ser un volcán dialéctico. Nunca da una causa por perdida. Tiene una memoria envidiable. Y ojo de lince. Sobre todo cuando acompaña al Príncipe y él es el protagonista, y ella se puede dedicar a curiosear. Le gusta observar la reacción de la gente ante las palabras de su marido. Después de cada acto, la pareja realiza un análisis crítico. No se le escapa ni una. Es capaz de detectar un rostro conocido en un auditorio de 500 personas. Posiblemente su mayor esfuerzo en estos años como princesa haya sido aprender a controlarse. A mantener un perfil bajo. A metabolizar que su papel es secundario. Y siempre lo será.
Y es cierto, está muy delgada. Lo achaca a su constitución. Su madre era así de joven, y también sus hermanas, y en pantalla parecía menos escuálida porque la televisión engorda y no salía de perfil. Estar delgada no es delito. Pero ha sido una gran fuente de rumores. Apenas casada, la afirmación de ciertos medios era que padecía anorexia, una enfermedad que, supuestamente, ya habían sufrido otras princesas como Lady Di, Victoria de Suecia o Masako en Japón. Durante el año anterior a su primer embarazo, esa delgadez era la evidencia para esos medios de que no podía tener hijos. Que estaba recibiendo un tratamiento de fertilidad en Valencia o Barcelona (viajaba en aviones de la Fuerza Aérea). Y estaba ansiosa y deprimida. Después, los rumores dieron por sentado que el parto de su primogénita a punto había estado de terminar en tragedia, que la infanta Leonor había nacido con una enfermedad incurable (la segunda versión es que sólo era muda). Y la siguiente tanda de rumores apuntaba que la Princesa era una déspota, que la Guardia Real cortaba el tráfico en las calles de Madrid a su paso, que su familia se beneficiaba de su posición, que se había aficionado a pegar tiros en las cacerías y presumía de enóloga. Que dominaba a su marido, detestaba al Rey y las Infantas, se enfrentaba a los grandes de España y había enviado a la Reina exiliada a Londres.
Sufrió. Más de lo que nunca sabremos. El tiempo se encargó de desmentir los bulos. Nadie se disculpó. Letizia podía tener hijos; Leonor y Sofía gozaban de excelente salud, y su matrimonio con el Príncipe no hacía agua. El Rey, durante la última Pascua Militar, vestido de capitán general, la cogió del brazo delante de los poderosos de la nación, en el Palacio Real, e hizo un largo aparte con ella, entre bromas, ajeno al protocolo, para demostrar al mundo que se lleva bien con su nuera. "¡Qué mal nos llevamos!, ¿verdad, Letizia?", dijo el Rey en voz alta. Y rompieron a reír. Un gesto. Y la Corona se mueve a base de gestos. Es su arma de defensa y ataque. De complicidad con los ciudadanos. El Rey es un maestro en esa política gestual.
Por eso, afirmar que la princesa de Asturias tiene un papel dominante en la Casa de Su Majestad supone ignorar cómo funciona la Corona. El Rey es el jefe del Estado. El patrón, como le llaman sus tres hijos. El único miembro de la familia cuyas funciones están perfectamente descritas en la Constitución. El que controla. El que decide cómo se emplea un presupuesto que este año asciende a 8,663 millones de euros. El que nombra y cesa libremente a todos los miembros civiles y militares de su Casa. "Esa casa funciona a toque de silbato del Rey", explica un antiguo miembro del Gobierno. "El Rey es la única voz. Como un día será la del próximo rey. Y ella es sólo la consorte".
La Casa del Rey es una estructura piramidal de unas 140 personas, dirigidas por el jefe de la Casa (desde 2003, el diplomático Alberto Aza, de 70 años), con categoría de ministro, y, bajo él, por un secretario general con categoría de secretario de Estado. De ellos dependen ocho direcciones, que gestionan el ritmo diario de la institución y apoyan al Rey en sus funciones como jefe del Estado. Una estructura endogámica y reducida, "muy diferente a la de un ministerio", explica una fuente de la Casa, "que hace que el trato entre nosotros sea continuo, próximo y casi familiar". La mayoría de sus integrantes tiene sus despachos en el funcional edificio de Magnolias, anexo al palacio de la Zarzuela. Un mundo de hombres, con una media de edad de 60 años, en la que abundan los militares (cinco de los 11 puestos directivos) y los diplomáticos (cuatro). La mayoría ha desarrollado gran parte de su carrera en la Casa. Es normal que, llegado el momento, el segundo jefe de Seguridad suceda al jefe de Seguridad, y lo mismo pasa en Protocolo o en el Cuarto Militar. Cada departamento es independiente del resto. Cada cual sabe su trabajo. Son gente muda y sin rostro que da mucho y recibe poco.
A este núcleo duro en torno al Rey hay que añadir los 1.900 hombres y mujeres de la Guardia Real, que se encargan de la vigilancia del complejo, rinden honores de ordenanza a la familia y cumplen misiones básicas en la logística de la Casa, desde médicos, administrativos, peluqueros y conductores hasta cocineros, camareros y sumilleres. Y más allá, el servicio de seguridad, responsable de la protección inmediata de la familia: una unidad conjunta de cientos de policías y guardias civiles de paisano dirigida por un coronel de Infantería. Los escoltas del Rey y los Príncipes pertenecen a la Guardia Civil, y los de la Reina y las Infantas, al Cuerpo Nacional de Policía. Nadie explica el motivo de esta división.
Letizia fue la última en integrarse en ese microcosmos. En cuanto llegó a La Zarzuela, aquel noviembre de 2003, supo que estaba obligada a encontrar su sitio y su papel dentro de esta peculiar institución en la que todos se conocen hace años y funcionan con la precisión de una maquinaria de relojería. La periodista de raza cogió un bolígrafo y un bloc de notas de los que abundan en La Zarzuela, con el escudo real en el frente, y se sumergió en las tripas de la Jefatura del Estado, en cada departamento; habló con sus responsables, quería estar al tanto de los entresijos. Era el último reportaje de su vida. Nunca lo podría publicar. Hoy conoce a cada funcionario y escolta por su nombre. Y cómo funciona cada departamento. Y da la sensación de moverse como pez en el agua.
Ya antes de la boda, la Casa del Rey había comenzado a reforzar la mínima secretaría del Príncipe que daría cobertura a la nueva Princesa. Cuando la secretaría fue creada, en 1995, como apoyo inmediato al heredero, y dependiendo orgánicamente del jefe de la Casa (se intentaba evitar a toda costa el ejemplo británico, con una Casa de la Reina y una Casa del Príncipe separadas, discordantes y siempre enfrentadas), se componía de una sola persona, Jaime Alfonsín, de 51 años, un abogado del Estado de sólida formación y discreción enfermiza. Ha ido creciendo a partir de ese embrión. Hoy, la parte administrativa de la secretaría consta de siete funcionarios y un jefe de oficina. Y de tres ayudantes militares. Antes de la boda se fichó como adjunto a Emilio Tomé, de 54 años, un coronel de Infantería con un buen inglés, que fue profesor y primer ayudante militar del Príncipe. Tomé se ocupa de la organización de las actividades de los Príncipes. El último en aterrizar, también como adjunto, es José Zuleta, duque de Abrantes, un teniente coronel de Caballería, de 47 años, anterior número dos de Protocolo. Un clásico en la Casa. El trabajo de Zuleta es apoyar a la Princesa. Es la persona que está continuamente en contacto con ella. Su sombra. El que se hace cargo del bolso si hace falta. Durante meses se habló de la posibilidad de que ese puesto lo ocupara una alta funcionaria del Estado. Ante la filtración se cortó por lo sano, y se decidió que el elegido fuera alguien con experiencia en La Zarzuela. "Que supiera cómo funciona esto, lo que no es fácil; de esa forma podría ser de más utilidad para la Princesa. Eso era más fácil que buscar alguien de fuera que tuviera que empezar de cero", explica una fuente del palacio. En estos momentos no hay una sola mujer en el entorno de la Princesa. A excepción de alguna guardia civil en su escolta.
Ni mujeres, ni consejeros. Mucho se habló de los supuestos asesores de los que se rodeó a la nueva Princesa para que aprendiera a ser princesa. Ni los hubo, ni los hay. "¿Cómo iba a necesitar un experto en protocolo si aquí hay un departamento de protocolo? ¿Quién va a saber mejor cómo funciona la Casa que los que trabajamos aquí?", se preguntan en La Zarzuela."Su asesoría ha sido su familia política, que conoce el oficio mejor que nadie. Especialmente la Reina".
–¿Ni siquiera hay un asesor de imagen?
–Nadie le dice que se corte el pelo o que se ponga tal traje. Es ella solita. Y además está convencida de que la imagen no puede ir disociada de cómo es la persona y su misión. Nadie le da directrices. Lo hace ella, como lo ha hecho siempre doña Sofía.
Y el primer consejo de la Reina fue que no se complicara la vida con la ropa. Que se buscara un diseñador de su total confianza que le hiciera todo el fondo de armario y no se liara. La Reina tiene desde hace 20 años a la modista Margarita Nuez. Y Letizia, a la que nunca le fascinó la moda y que rara vez hojea una revista femenina, tomó nota y apostó por Felipe Varela, que le ha creado un look muy de uniforme: gris, cómodo, atemporal, conservador y sin sorpresas. La Princesa, en ocasiones especiales, apuesta por otros diseñadores españoles como Miriam Ocariz o Lydia Delgado. Y prescinde radicalmente de las grandes marcas internacionales, consciente de que los comentaristas nunca se lo perdonarían. No pretende ser la más fashion ni la más ideal; pretende ir a trabajar cómoda y correcta. No le interesa la moda, lo que no quiere decir que no esté preocupada por su imagen. Le gusta preguntar a los próximos cómo la ven en su papel. En televisión era conocida por sus compañeros por una frase que hizo historia: "¿Qué tal lo he hecho?".
La Reina ha sido su cómplice. Su ejemplo. Desde el primer día. Letizia ha aceptado también de su suegra la sugerencia de mantener una vida familiar lo más íntima y normal posible. En la casa de los Reyes siempre ha sido así. Franco comía a diario con sus ayudantes militares y el jefe de la guardia. En La Zarzuela, por el contrario, a las 14.30, la casa de los Reyes se convertía en un castillo inexpugnable que reunía en torno a la mesa a los cinco miembros de la familia. Un hábito que siempre mantuvieron.
Muy pocos conocen la parte privada de la casa de los Príncipes. El primer piso. Allí nadie entra. Ni los ayudantes ni los escoltas. Es el hogar de un matrimonio joven con dos hijas, que frecuenta los cines de Madrid, se escapa cuando puede al supermercado y hace planes con niños los fines de semana al abrigo de los paparazzi. ¿Cómo están educando a las infantas? Como a niñas normales. Con los hábitos de cualquier familia española. No se ha contemplado, de momento, nada especial en su educación, más allá de que Leonor pida las cosas por favor, dé las gracias y los buenos días, se siente bien en la mesa y pida ir al baño.
La Princesa sabe que Leonor, su primogénita, nunca será una niña más. Será la heredera del trono. Y habrá que explicarle poco a poco su destino. Y también sabe que Leonor tiene la ventaja, como la tuvo el Príncipe, de haber nacido en ese mundo. Dentro de una familia real. Por eso, para Letizia, el mejor modelo de educación que Leonor puede recibir es el que el Rey aplicó a Felipe: que esté presente en los acontecimientos del Estado, que conozca España y a los ciudadanos, que esté a su lado en las situaciones importantes, como aquella noche del 23-F.
Cuatro años de matrimonio, dos malos embarazos, dos cesáreas, dos periodos de lactancia, la muerte de su hermana pequeña. A comienzos de este año comenzó por fin a vislumbrarse lo que será la agenda de actividades de la Princesa. Por un lado, acompañar a todos los actos oficiales al heredero, excepto las maniobras militares y algunas tomas de posesión de jefes de Estado latinoamericanos. Y a sus viajes europeos. Y además, presidir no más de tres actos en solitario cada mes, centrados en el mundo de la infancia y la juventud. La semana pasada voló a Polonia con su marido, en un viaje de calado político, en el que estrenó agenda propia. Sin embargo, prefiere estar fuera de casa lo menos posible. Su obsesión es conciliar su trabajo con su vida familiar. Y encontrar su sitio, su papel, como ha hecho la Reina, que nunca quiso ser el florero de la Monarquía y se ha volcado con éxito en asuntos como la lucha contra el alzheimer, la droga, el cáncer de mama y a favor de los microcréditos.
Letizia ha terminado su periodo de prácticas. Es la princesa de Asturias. Ya no es aquella periodista que llegó a La Zarzuela como huésped hace cuatro años y medio. Hoy es un valor firme para la Corona. La nueva imagen de la Monarquía. Y el Príncipe está feliz. Nunca se había mostrado tan comunicativo, relajado y entregado. Con tantas ganas de agradar. Y de trabajar. La complicidad entre los dos es absoluta.
Y da la sensación de que esos gestos que se prodigan, sus sonrisas, esas frases entre dientes que nadie más escucha, son el síntoma de que, además de estar bajo los focos, han logrado desarrollar una mínima vida en pareja que es sólo de ellos. Cuando llegan de un viaje a Zaragoza y se bajan del AVE, se dan la mano y se distancian del séquito. En el aparcamiento, el Príncipe abre su Lexus gris y parten los dos solos en dirección a La Zarzuela. Detrás brama una caravana de Audis negros y motocicletas. La Princesa acaricia al Príncipe en la mejilla. Éste sonríe. Y se pierden en el tráfico de Madrid.