Por LUIS SUÁREZ FERNÁNDEZ
de la Real Academia de la Historia
ABC
EL pensamiento me devuelve a aquellas mañanas del 22 y 23 de julio de 1969. Se celebraba un pleno de las Cortes, no para debatir sino para ejecutar la preceptiva ceremonia del juramento como, desde siglos, reclamaba la institución de la Monarquía: las Cortes juran el futuro rey y reciben a su vez el juramento. Una circunstancia meramente coyuntural hizo que yo me encontrara allí, pues los rectores de Universidad teníamos asiento en la Asamblea. Como nos colocaban por orden alfabético de apellidos se dio el hecho de que junto a mí estaban Adolfo Suárez y Fernando Suárez, cuyo decisivo papel en la transición es por todos reconocido y debidamente valorado. Para mí era un momento de especial alegría.
Para mí y para muchos que, desde uno u otro sector de la sufrida España, habíamos venido suplicando a Dios que el amor sustituyese al odio y permitiese borrar, si no los hechos, si la secuela que de los mismos se derivaran. Aprendí mucho de mis vecinos de escaño, y por eso les guardo reconocimiento y afecto.
Las guerras civiles son duras; he ahí la suprema lección de la Historia. Pero también son la oportunidad de gestos generosos y ayudas inesperadas incluso a los enemigos lacerantes. ¿Por qué no recordamos también estos aspectos positivos? Ellos nos ayudarían a superar los rescoldos con más eficacia aún que el olvido. Durante años, mientras maduraba en mi carrera y profesión de historiador, aceptando las circunstancias que me había tocado vivir, fui descubriendo y valorando el acierto de quienes pensaban que la solución a tantos dolores recíprocos no podía venir sino del restablecimiento de esa legitimidad histórica que es la Monarquía; pues ella sitúa la cabeza y representación del Estado por encima de las diversas facciones que tienden a constituirse en el seno de la sociedad.
La Monarquía no es un régimen político sino una forma de Estado, capaz de acomodar los instrumentos institucionales de gobierno a las diversas circunstancias que marcan los tiempos, cambiantes. Hace ya muchos siglos, documentos tan importantes como el de Casa y Corte de Pedro IV, el Ordenamiento de Alcalá de Alfonso XI y las disposiciones de las Cortes de Toledo de 1480, habían hecho una definición exhaustiva. Rey y reino se entienden mediante un contrato explícito que está fijo en la ley. Mientras ésta se cumple, especialmente en sus estructuras constitucionales -así lo advirtió Jovellanos, antes de 1812- los súbditos gozan de libertad. Tal es el secreto profundo, que ahora nos empeñamos en olvidar. Un patrimonio heredado es el que da la forma decisiva. Y aquella mañana del 22 de julio allí estábamos, simples testigos, para recibir responsablemente al futuro Rey.
No faltaban los sectores decepcionados porque se saltaba uno de los escalones de la trayectoria dinástica. Pero la presencia de ésta resultaba indudable. La herencia clave estaba en dos hechos fundamentales: aceptar el pasado -a fin de cuentas los acontecimientos no pueden repetirse- y construir el futuro sobre las bases que marcaba la trayectoria de nuestra legitimidad.
Muchas veces, cuando repaso textos que hacen el elogio de la transición española poniéndola como ejemplo, me pregunto a mi mismo: ¿habría sido posible si se hubiese elegido un camino distinto, aquel que se aparta de la trayectoria europea? Pues los historiadores debemos recordar a nuestros lectores que la Monarquía es una forma de Estado típicamente europea. Algunas veces recurrimos al titulo de rey para designar a los portadores de un poder personal en otras culturas, pero se trata de un abuso de lenguaje. La Monarquía nace como consecuencia del encuentro entre tres vectores, el del ius romano, el de la konigtum germánica y la definición del hombre como persona asistida por esos derechos naturales que llegó a definir el cristianismo.
La Monarquía hispana avanzó, en muchos aspectos, con paso más firme que otras europeas. Los visigodos hicieron suya la lex romana. El Fuero de León precede en el tiempo a la Carta Magna. Muchos antes de que se creara la Cámara de los Comunes -y no tengo suficientes palabras de elogio para ella- ya se reunían en Cortes los miembros del tercer Estado. La libertad fue formulada en las leyes de Guadalupe. Y es España quien se adelanta a proclamar el derecho de gentes. Hubo errores, sin duda; ningún pueblo puede presumir de páginas en blanco, pero si meditamos profundamente sobre lo que la Monarquía significa hallaremos, como se intentó ya en 1969 la plataforma suficiente y necesaria para construir con seguridad el futuro. Y permítanme que, en un gesto de reconocimiento, evoque aquí la memoria de quienes como López Rodó, Carrero Blanco, o Fernández Miranda, decidieron seguir ese camino.
La senectud me permite ahora evocar aquellas mañanas luminosas. Creía, de buena fe, que estaba en marcha el propósito formulado desde 1947 por el que hacía cabeza de la Dinastía: «Para todos los españoles». Había llegado la hora de deponer los odios, barrer las distancias y sin reclamar abjuraciones ni engaños, entrar en el futuro. Temo mucho que me estaba equivocando de punta a punta. El odio no perdona ni renuncia a lo suyo. Y vuelve a aparecer ante nosotros pretendiendo decirnos que solo es Historia lo que conviene a los propósitos políticos de cada hora. La memoria pertenece únicamente a la voluntad individual. Ahora se trata de imponerla desde un determinado sector confundiendo poder con legitimidad. Hace ya mucho tiempo que Jacobo Burckhardt el mejor historiador europeo nos hizo una seria advertencia. Cada generación recibe su pasado como un patrimonio. Puede encerrarse en él negándose a avanzar, grave error; puede intentar destruirlo volviendo a la nada, error todavía más grave. Pero puede emplearlo como un capital, la parábola de los talentos, y hacerlo fructificar. Los pueblos que eligen la destrucción de su pasado, añadía, están condenados a sucumbir en manos de tiranos que se erigen en conductores. Él, curiosamente, utilizaba el término alemán, fuhrers.
Desde mi propia amargura pido a Dios que nos ayude a recobrar el sentido. Dejen a los historiadores, a todos, hacer su trabajo. Sólo la verdad, sin paliativos, puede hacer libre al hombre.
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