ANTONIO ASTORGA. OVIEDO.
ABC
Los premios Príncipe de Asturias soñaban con su Princesa desde hace dos años y ayer la recuperaron. La ciudad que esculpiera Clarín regentaba así una desbordante alegría. Esta «hermosa aventura» de 25 años de galardones convocó la mirada cómplice de Don Felipe y Doña Letizia: «La Princesa y yo vivimos felices al pensar que transmitiremos a nuestros hijos todo ese inmenso caudal de emociones y enseñanzas, todo este emotivo patrimonio de imborrables recuerdos». Recordando al poeta asturiano Carlos Bousoño, el Príncipe se mostró orgulloso «hoy, más que nunca, de pertenecer a esa estirpe desvalida y gloriosa que llamamos hombre».
En el palco del honor, Doña Sofía recibía el cariño y el saludo de todos los premiados, como la reverencia del escritor norteamericano Paul Auster, que sentó cátedra literaria por su monumentalidad. Auster, que se reencontraba con su hija Sophie tres meses después, el buen amigo americano, situó la novela como el único territorio «donde dos extraños pueden encontrarse en condiciones de absoluta intimidad».
Los galardonados subían al estrado: la Nacional Geographic Society (premio de Comunicación y Humanidades), Juan Ignacio Cirac (Investigación Científica y Técnica), Pedro Almodóvar (Artes)... La imagen de los premios como la gran obra de los españoles unidos ante el mundo la escenificó a la perfección la selección española de baloncesto al recoger el premio de los Deportes. El seleccionador, Pepu Hernández, su gran cuerpo técnico -Joan Creus, Rafael Vecina, Jenaro Díaz- y sus «chicos de oro» -Marc Gasol, Álex Mumbrú, Rudy Fernández, Berni Rodríguez, Carlos Cabezas, Juan Carlos Navarro, Felipe Reyes, Pau Gasol y el capitán, Carlos Jiménez- ocuparon todo el escenario de este teatro de los sueños y buscaban miradas entre el público. De repente desplegaron las camisetas de sus tres compañeros que no han podido desplazarse a Oviedo por estar en pretemporada NBA: Marc Gasol sostenía la número 8 de José Manuel Calderón; Carlos Cabezas, la número 15 de Jorge Garbajosa y Rudy Fernández, la 11 de Sergio Rodríguez. Y tronó el Campoamor en un aplauso eterno, interminable, inolvidable.
La garantía de La Constitución
Estos han alentado la generosidad sobre el egoísmo, la concordia sobre la división, la convivencia sobre el fanatismo, el compromiso sobre la indiferencia, tarea que «pudo nacer y se ha desarrollado gracias al marco de libertad y estabilidad que garantiza nuestra Constitución», destacó Don Felipe.
Compromiso con la igualdad de la Fundación Bill y Melinda Gates, premio de Cooperación Internacional, que recogió William H. Gates, en nombre de su hijo Bill y de Melinda: «Todas las vidas tienen la misma importancia, no lo olviden». Convivencia como la que propone la ex presidenta de Irlanda, Mary Robinson (premio de Ciencias Sociales): «Reconocer nuestra humanidad común en los rostros de los inmigrantes -dijo en perfecto español- nos debe inspirar para reafirmar nuestra dignidad común y construir sociedades plurales, diversas y democráticas». Y generosidad como la que derrama a raudales Unicef (premio a la Concordia): «Aún queda mucho por hacer», dijo Ann M. Veneman, directora ejecutiva.
Don Felipe recordó el impulso que la Corona ha dado a la Fundación Príncipe de Asturias -«una labor concebida al servicio de España, de nuestro progreso y proyección exterior como gran nación»-, el respaldo de sus padres y el deseo de que en los corazones de sus hijos «crezcan la esperanza, el anhelo de un mundo más justo, la búsqueda incansable y comprometida de una humanidad de hombres y mujeres libres».
Los premios Príncipe de Asturias soñaban con su Princesa desde hace dos años y ayer la recuperaron. La ciudad que esculpiera Clarín regentaba así una desbordante alegría. Esta «hermosa aventura» de 25 años de galardones convocó la mirada cómplice de Don Felipe y Doña Letizia: «La Princesa y yo vivimos felices al pensar que transmitiremos a nuestros hijos todo ese inmenso caudal de emociones y enseñanzas, todo este emotivo patrimonio de imborrables recuerdos». Recordando al poeta asturiano Carlos Bousoño, el Príncipe se mostró orgulloso «hoy, más que nunca, de pertenecer a esa estirpe desvalida y gloriosa que llamamos hombre».
En el palco del honor, Doña Sofía recibía el cariño y el saludo de todos los premiados, como la reverencia del escritor norteamericano Paul Auster, que sentó cátedra literaria por su monumentalidad. Auster, que se reencontraba con su hija Sophie tres meses después, el buen amigo americano, situó la novela como el único territorio «donde dos extraños pueden encontrarse en condiciones de absoluta intimidad».
Los galardonados subían al estrado: la Nacional Geographic Society (premio de Comunicación y Humanidades), Juan Ignacio Cirac (Investigación Científica y Técnica), Pedro Almodóvar (Artes)... La imagen de los premios como la gran obra de los españoles unidos ante el mundo la escenificó a la perfección la selección española de baloncesto al recoger el premio de los Deportes. El seleccionador, Pepu Hernández, su gran cuerpo técnico -Joan Creus, Rafael Vecina, Jenaro Díaz- y sus «chicos de oro» -Marc Gasol, Álex Mumbrú, Rudy Fernández, Berni Rodríguez, Carlos Cabezas, Juan Carlos Navarro, Felipe Reyes, Pau Gasol y el capitán, Carlos Jiménez- ocuparon todo el escenario de este teatro de los sueños y buscaban miradas entre el público. De repente desplegaron las camisetas de sus tres compañeros que no han podido desplazarse a Oviedo por estar en pretemporada NBA: Marc Gasol sostenía la número 8 de José Manuel Calderón; Carlos Cabezas, la número 15 de Jorge Garbajosa y Rudy Fernández, la 11 de Sergio Rodríguez. Y tronó el Campoamor en un aplauso eterno, interminable, inolvidable.
La garantía de La Constitución
Estos han alentado la generosidad sobre el egoísmo, la concordia sobre la división, la convivencia sobre el fanatismo, el compromiso sobre la indiferencia, tarea que «pudo nacer y se ha desarrollado gracias al marco de libertad y estabilidad que garantiza nuestra Constitución», destacó Don Felipe.
Compromiso con la igualdad de la Fundación Bill y Melinda Gates, premio de Cooperación Internacional, que recogió William H. Gates, en nombre de su hijo Bill y de Melinda: «Todas las vidas tienen la misma importancia, no lo olviden». Convivencia como la que propone la ex presidenta de Irlanda, Mary Robinson (premio de Ciencias Sociales): «Reconocer nuestra humanidad común en los rostros de los inmigrantes -dijo en perfecto español- nos debe inspirar para reafirmar nuestra dignidad común y construir sociedades plurales, diversas y democráticas». Y generosidad como la que derrama a raudales Unicef (premio a la Concordia): «Aún queda mucho por hacer», dijo Ann M. Veneman, directora ejecutiva.
Don Felipe recordó el impulso que la Corona ha dado a la Fundación Príncipe de Asturias -«una labor concebida al servicio de España, de nuestro progreso y proyección exterior como gran nación»-, el respaldo de sus padres y el deseo de que en los corazones de sus hijos «crezcan la esperanza, el anhelo de un mundo más justo, la búsqueda incansable y comprometida de una humanidad de hombres y mujeres libres».
EL VALOR DEL ARTE Y SU INUTILIDAD
PAUL AUSTER
No sé por qué me dedico a esto. Si lo supiera, probablemente no tendría necesidad de hacerlo. Lo único que puedo decir, y de eso estoy completamente seguro, es que he sentido tal necesidad desde los primeros tiempos de mi adolescencia. Me refiero a escribir, y en especial a la escritura como medio para narrar historias, relatos imaginarios que nunca han sucedido en eso que denominamos mundo real. Sin duda es una extraña manera de pasarse la vida: encerrado en una habitación con la pluma en la mano, hora tras hora, día tras día, año tras año, esforzándose por llenar unas cuartillas de palabras con objeto de dar vida a lo que no existe..., salvo en la propia imaginación. ¿Y por qué se empeñaría alguien en hacer una cosa así? La única respuesta que se me ha ocurrido alguna vez es la siguiente: porque no tiene más remedio, porque no puede hacer otra cosa.
Esa necesidad de hacer, de crear, de inventar es sin duda un impulso humano fundamental. Pero ¿con qué objeto? ¿Qué sentido tiene el arte, y en particular el arte de narrar, en lo que llamamos mundo real? Ninguno que se me ocurra; al menos desde el punto de vista práctico. Un libro nunca ha alimentado el estómago de un niño hambriento. Un libro nunca ha impedido que la bala penetre en el cuerpo de la víctima. Un libro nunca ha evitado que una bomba caiga sobre civiles inocentes en el fragor de una guerra. Hay quien cree que una apreciación entusiasta del arte puede hacernos realmente mejores: más justos, más decentes, más sensibles, más comprensivos. Y quizá sea cierto; en algunos casos, raros y aislados. Pero no olvidemos que Hitler empezó siendo artista. Los tiranos y dictadores leen novelas. Los asesinos leen literatura en la cárcel. ¿Y quién puede decir que no disfrutan de los libros tanto como el que más?
En otras palabras, el arte es inútil, al menos comparado con, digamos, el trabajo de un fontanero, un médico o un maquinista. Pero ¿qué tiene de malo la inutilidad? ¿Acaso la falta de sentido práctico supone que los libros, los cuadros y los cuartetos de cuerda son una pura y simple pérdida de tiempo? Muchos lo creen. Pero yo sostengo que el valor del arte reside en su misma inutilidad; que la creación de una obra de arte es lo que nos distingue de las demás criaturas que pueblan este planeta, y lo que nos define, en lo esencial, como seres humanos. Hacer algo por puro placer, por la gracia de hacerlo. Piénsese en el esfuerzo que supone, en las largas horas de práctica y disciplina que se necesitan para ser un consumado pianista o bailarín. Todo ese trabajo y sufrimiento, los sacrificios realizados para lograr algo que es total y absolutamente... inútil.
La narrativa, sin embargo, se halla en una esfera un tanto diferente de las demás artes. Su medio es el lenguaje, y el lenguaje es algo que compartimos con los demás, común a todos nosotros. En cuanto aprendemos a hablar, empezamos a sentir avidez por los relatos. Los que seamos capaces de rememorar nuestra infancia recordaremos el ansia con que saboreábamos el cuento que nos contaban en la cama, el momento en que nuestro padre, o nuestra madre, se sentaba en la penumbra junto a nosotros con un libro y nos leía un cuento de hadas. Los que somos padres no tendremos dificultad en evocar la embelesada atención en los ojos de nuestros hijos cuando les leíamos un cuento. ¿A qué se debe ese ferviente deseo de escuchar? Los cuentos de hadas suelen ser crueles y violentos, describen decapitaciones, canibalismo, transformaciones grotescas y encantamientos maléficos. Cualquiera pensaría que esos elementos llenarían de espanto a un crío; pero lo que el niño experimenta a través de esos cuentos es precisamente un encuentro fortuito con sus propios miedos y angustias interiores, en un entorno en el que está perfectamente a salvo y protegido. Tal es la magia de los relatos: pueden transportarnos a las profundidades del infierno, pero en realidad son inofensivos.
Nos hacemos mayores, pero no cambiamos. Nos volvemos más refinados, pero en el fondo seguimos siendo como cuando éramos pequeños, criaturas que esperan ansiosamente que les cuenten otra historia, y la siguiente, y otra más. Durante años, en todos los países del mundo occidental, se han publicado numerosos artículos que lamentan el hecho de que se leen cada vez menos libros, de que hemos entrado en lo que algunos llaman la «era posliteraria». Puede que sea cierto, pero de todos modos no ha disminuido por eso la universal avidez por el relato. Al fin y al cabo, la novela no es el único venero de historias. El cine, la televisión y hasta los tebeos producen obras de ficción en cantidades industriales, y el público continúa tragándoselas con gran pasión. Ello se debe a la necesidad de historias que tiene el ser humano. Las necesita casi tanto como el comer, y sea cual sea la forma en que se presenten -en la página impresa o en la pantalla de televisión-, resultaría imposible imaginar la vida sin ellas.
De todos modos, en lo que respecta al estado de la novela, al futuro de la novela, me siento bastante optimista. Hablar de cantidad no sirve de nada cuando nos referimos a los libros; porque no hay más que un lector, sólo un lector en todas y cada una de las veces. Lo que explica el particular influjo de la novela, y por qué, en mi opinión, nunca desaparecerá como forma literaria. La novela es una colaboración a partes iguales entre el escritor y el lector, y constituye el único lugar del mundo donde dos extraños pueden encontrarse en condiciones de absoluta intimidad. Me he pasado la vida entablando conversación con gente que nunca he visto, con personas que jamás conoceré, y así espero seguir hasta el día en que exhale mi último aliento.
Nunca he querido trabajar en otra cosa.
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