Editorial ABC
(...) Don Juan Carlos abandona España porque lo considera un servicio a la Corona y a su país. Realmente, su salida responde a un diagnóstico político que le ha venido impuesto y cuyo acierto se verá a corto plazo, en la medida en que amainen o arrecien los ataques contra la Monarquía parlamentaria. Ataques sobre los que el Gobierno de Pedro Sánchez tiene bastante que decir, porque proceden muchos de ellos de su socio de gobierno, Unidas Podemos, y de su vicepresidente segundo, Pablo Iglesias. El propio Gobierno mandó mensajes públicos a la Casa del Rey, en las últimas semanas, sobre la conveniencia de que hubiera decisiones respecto de Don Juan Carlos. Ahora que la decisión está tomada –la más drástica, pues es de hecho un exilio–, habrá que esperar una leal reciprocidad por parte de Pedro Sánchez, que debe consistir en la defensa activa de la Corona, del Rey Felipe VI y de la Monarquía parlamentaria. Los indudables errores de Don Juan Carlos en determinados aspectos de su vida privada han marcado el final de un mandato regio gracias al cual España es una democracia parlamentaria. El análisis que merece la marcha del Rey emérito trasciende su persona y obliga a preguntarse por la estrategia en marcha contra la arquitectura constitucional de 1978.
Solo la Corona encarnada por el Rey Felipe VI representa en la actualidad la vigencia de los más esenciales valores de la Constitución de 1978. Las políticas centrífugas de los separatistas, el pacto del PSOE con la extrema izquierda y el debilitamiento del Estado de Derecho, en un momento histórico de cuestionamiento de las instituciones democráticas, acompañan la salida del Rey Juan Carlos, y descargan aún más en su hijo, el Rey Felipe VI, Monarca ejemplar, la responsabilidad de ser, más que nunca, símbolo de la unidad y permanencia del Estado constitucional. Como lo fue su padre.
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