Juan-José López Burniol
La Vanguardia
El día que tomé posesión de mi notaría de Barcelona –allá por 1977– le
oí decir a mi decano –Josep-Maria Puig Salellas–, refiriéndose al
notariado, que "la continuidad de todas las instituciones sociales
sólo se justifica por dos razones: que sigan siendo útiles para el
desempeño de la función para la que fueron concebidas, y que sean más
baratas que su alternativa". Me quedó grabado. Corrían entonces los
primeros tiempos de la transición, cuando comenzaban a debatirse las
líneas maestras de una nueva Constitución, y pronto pensé que el
mensaje que encierra la frase de Puig era aplicable a toda institución
y –¿por qué no?– también a la monarquía. La razón es sencilla. Tenía
claro que había pocos monárquicos en España, dejando al margen algunos
núcleos tan reducidos como activos. Las razones eran variadas: algunas
con raíces históricas (la consideración de la monarquía como la clave
de arco del sistema oligárquico y caciquil de la restauración, y la
aceptación por Alfonso XIII de la dictadura de Primo de Rivera: "Este
es mi Mussolini"); otras fomentadas durante el régimen franquista
(que, pese a estar constituido en Reino, procuró el desprestigio del
entonces titular de los derechos dinásticos, don Juan de Borbón).
Pero, pese a ello, el constituyente optó por la monarquía, en la
persona de don Juan Carlos de Borbón, quien había sido designado como
sucesor a título de rey por el general Franco. ¿Cuál fue la razón por
la que se aceptó sin mayor debate esta instauración o restauración?
Fueron varias: no complicar aún más una transición, ya de por sí
difícil, con un debate inevitablemente enconado sobre la forma de
gobierno; no enfrentarse al ejército, del que el Rey era su jefe
supremo, y aprovechar la fuerza cohesionadora de la monarquía, muy
necesaria en un Estado con un problema de estructura territorial
crónico, siempre expuesto a la pulsión secesionista.
La opción monárquica tenía sus riesgos, pero salió bien. La monarquía
fue útil. Y ello fue mérito, en buena parte, del Rey. Este tuvo claro,
desde el principio, que confluyen en la monarquía tres intereses
distintos pero que deben ser coincidentes: el interés general del
país, el interés de la dinastía –la empresa familiar– y el interés del
Rey –su trabajo–. Ello es tan cierto que lo que es bueno para el país
ha de ser bueno para la dinastía y para el Rey, y lo que es malo para
el país también ha de serlo para ambos. Partiendo de esta convicción,
el Rey fue consciente de que establecer un Estado democrático y social
de derecho era bueno para el país, era bueno para la dinastía –para
preservar la empresa familiar– y era bueno para él –para conservar su
trabajo–. Y a ello dedicó su esfuerzo durante años, poniendo en juego
toda su capacidad de maniobra, que no es poca. Acertó y el éxito le
sonrió. El 23-F culminó la operación, y muchos juancarlistas ocuparon
las plazas que los monárquicos de tradición habían dejado vacantes. Y
España le reconoció la ejemplaridad de su conducta política, dotando a
la institución monárquica de una legitimidad social difusa que, más
allá del respaldo formal de la ley, ha constituido la justificación
más honda de una institución que es, por su especial naturaleza, ajena
a una concepción racional del poder.
La monarquía sigue siendo hoy útil, entre otras razones porque quizá
sea uno de los últimos factores de cohesión del Estado. Y, por otra
parte, basta pensar –para conservarla– en el espectáculo penoso en que
degeneraría la elección del jefe del Estado (presidente de la
República), si esta se dejase al albur de la decisión de unos partidos
políticos desprestigiados. Admitido esto, ¿perdura hoy la ejemplaridad
reconocida a la institución monárquica hasta no hace tanto tiempo?
¿Han coincidido siempre, en los últimos años, los intereses del país,
los del Rey y los de los miembros la familia real? Y, si no es así,
¿se han antepuesto más de una vez los intereses particulares de Rey y
de los miembros de la familia real a los generales de España, con
franca erosión de la imprescindible ejemplaridad institucional?
No voy a ensayar una respuesta a estas preguntas por respeto a la
monarquía, por respeto al Estado –al Reino– al que encarna y
representa, y por respeto a nosotros mismos, que nos dimos un día esta
forma de gobierno que hemos seguido acatando. Pero sí quiero dejar
constancia de que, en los días que corren, tanto el Rey como los demás
miembros de la familia real deberían ponderar si han puesto en
entredicho últimamente la ejemplaridad de la institución a la que se
deben. Y, en caso afirmativo, deberían valorar las decisiones a
adoptar para rectificar –con espíritu de sacrificio, si necesario
fuere– esta deriva negativa. En el bien entendido de que tal
rectificación exigiría anteponer el interés general del país a sus
intereses personales y particulares. Lo que sólo será posible si todos
ellos observan con rigor el undécimo mandamiento de la ley de Dios,
que es no estorbar.
domingo, 5 de mayo de 2013
El undécimo mandamiento
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