Pedro J. Ramírez
El Mundo
«Uneasy lies the head that wears a crown»
(William Shakespeare. The Second Part of Henry the Fourth, III, 1)
Si fue Fraga el que, como jefe de la oposición, dijo que «el Gobierno sólo acierta cuando rectifica», a juzgar por su reacción del pasado fin de semana, refutando el enfoque del programa de TVE sobre la vuelta al trabajo del Rey, cabría alegar que, últimamente, la Casa Real sólo rectifica cuando acierta.
Lo de menos de aquel programa era que don Juan Carlos «explorara» ya o no «las posibilidades de alcanzar acuerdos que ayuden a reducir el desempleo». Es cierto que eso podía ser asimilado a las pretensiones del PSOE, partido en el que al parecer milita Miguel Ángel Sacaluga, director de Audiencia abierta. Pero ni los términos podían ser menos comprometedores ni la causa más justificada: si la bajada del paro dependiera de unos hipotéticos acuerdos entre fuerzas parlamentarias, nadie discutiría que el Rey se apresurara a proponerlos.
Pero eso era el detalle, la escaramuza partidista. Lo esencial estribaba en que, desmintiendo los infundios, rumores y especulaciones de los últimos meses, el programa mostraba a un Jefe del Estado determinado no sólo a cumplir sus funciones institucionales con todas las consecuencias, sino a hacer de la necesidad virtud y convertir el problema de la pérdida de popularidad de la Monarquía en una oportunidad de demostrar que todavía es capaz de rendir importantes servicios a España.
Es evidente que Audiencia abierta no expresa la opinión oficial ni del Rey ni de su Casa, pero también lo es que un programa así no se elabora en la televisión pública sin un acceso privilegiado a la institución: ahí estaban de hecho las inusuales imágenes del despacho con Spottorno. ¿A cuenta de qué venía entonces el jarro de agua fría, el desmentido aguafiestas, cuando lo que se acababa de difundir era la disposición del Rey a «dar un fuerte impulso a la Corona» propiciando «pactos, acuerdos y consensos» desde la «transparencia» y el «sometimiento a la ley»? Nuestra corresponsal ante la Casa Real Ana Romero sostiene que los funcionarios de Zarzuela se asustaron ante el riesgo de que se crearan grandes expectativas que luego no pudieran ser satisfechas.
Pero precisamente lo que los españoles, empujados al raquitismo mental por la propia cortedad de miras de nuestros gobernantes, necesitamos ahora son eso: grandes expectativas, big hopes como en los cuentos morales de Dickens. O sea la percepción de que todavía hay ámbitos en los que puede suceder algo que invierta nuestra decadencia y nos rescate de un destino trágico. Y si hay alguien que, como bien explicó el exministro Jaime Lamo a Victoria Prego, puede «pilotar» con éxito ese «otro cambio» de rumbo, es el Rey.
Es cierto que don Juan Carlos tiene 75 años –uno más que Reagan cuando fue reelegido, tres menos que Tarradellas cuando volvió a Barcelona, doce menos que Adenauer cuando dejó de ser canciller– y que tantas visitas al quirófano dejan secuelas. Pero lo que ahora requerimos de él no es que nos vuelva a representar en los Juegos Olímpicos sino que impulse un proyecto regenerador, similar al de la Transición, que nos saque del hoyo. Y si entonces demostró poseer el instinto político, la habilidad para concertar voluntades y la capacidad de comunicación que requería una travesía tan delicada, esas virtudes no han dejado de perfeccionarse en el tamiz de la experiencia.
No estoy refiriéndome a un Juan Carlos imaginario, infalible e intachable al que se le tienda la alfombra roja de la autocensura o de la amnesia, sino al Juan Carlos de verdad, al hombre de carne y hueso, con sus defectos y errores bien a la vista de todos. Al Juan Carlos que a veces ha parecido olvidar la advertencia que él mismo dirigió a su hijo cuando le dijo que «la Corona hay que ganársela día a día». Al Juan Carlos que tendrá que pechar con ver a su yerno y tal vez a su hija en el banquillo. Al Juan Carlos refunfuñón que, de cuando en cuando, ha trocado su legendaria complicidad con la prensa por absurdas salidas de pata de banco. Al Juan Carlos imprudente que tuvo sin embargo la grandeza de pedir perdón como nunca antes lo había hecho un Rey. Al Juan Carlos despistado al que el CIS acaba de dar un bocinazo parecido al que el rey Berenguer I, a la vez criatura y trasunto de Ionesco, recibe de su médico:
–Majestad, hace decenas de años o, si se quiere hace tres días, vuestro imperio estaba floreciente. En tres días habéis perdido las guerras que habíais ganado. Las que habíais perdido, las habéis vuelto a perder. Después se han podrido las cosechas y el desierto ha invadido nuestro continente… Los cohetes que queréis enviar no suben, o mejor dicho, se desenganchan, vuelven a caer con un ruido mojado.
¿Qué hacer cuando, en efecto, el milagro español, y con él nuestra prosperidad, se han trocado en un santiamén en una negra pesadilla en la que el desgaste de la Corona es el mejor espejo del declive colectivo? Algunos cortesanos y familiares directos le piden que abdique, que se marche, que puesto que su fin está próximo ceda ya paso al porvenir; pero Berenguer, encarnación teatral del hombre corriente, les suelta cuatro frescas. Primera: «Me moriré cuando me de la real gana, soy el Rey, soy yo quien decide». Segunda: «Todo se ha deteriorado porque no puse en ello toda mi voluntad… Todo se rehará. Se renovará todo. Ya verán de lo que soy capaz de hacer». Tercera: «No me resignaré nunca». Cuarta: «Me gustaría repetir el curso».
Esa música es la que he creído escuchar cuando tras abrazarse a su médico al ver que recuperaba la movilidad, don Juan Carlos dijo delante de la Reina y de Caballero Bonald que volvía «para dar guerra»; cuando con sus dieciocho centímetros de cicatriz aun en carne viva decidió adelantar su primera salida de la Zarzuela para plantarse en el palco del Bernabéu la noche en que se rozó la remontada; cuando las personas que tienen trato directo con él explican por doquier que en estas últimas semanas se ha producido un cambio espectacular en su actitud, las depresiones han quedado atrás y se han desvanecido las dudas; y cuando un programa de TVE corrobora todo esto con un claro mensaje subyacente: el Rey batallador ha vuelto.
A sus aduladores de servicio, y tal vez a él mismo, es posible que les parezca injusto que, después de todo lo vivido y obtenido, don Juan Carlos tenga que ser de nuevo puesto a prueba y sometido a examen. Aun sin llevar tantos años en la brega, a todos nos fastidia tener que hacer ahora el pino puente para salvar del naufragio lo acumulado durante décadas de esfuerzo. Pero Esquilo, Sófocles y Ovidio coinciden con pequeñas variantes en el diagnóstico que Eurípides pone en labios de Andrómaca: «Nunca debería llamarse a nadie feliz antes del fin de sus días».
Es la otra cara de la moneda de los reinados largos. Justo cuando la lluvia cae mansamente en los sembrados y todo parece encaminado a desembocar en un legado venturoso, es cuando el cocodrilo de la Historia levanta primero un párpado, luego el otro, abre de repente sus fauces y, como ocurre al inicio de la ejemplar película de Philippe Sollers, L'Exercice de l'Etat, devora a la doncella en un pis-pás. Arcadi Espada lo explicó muy bien aquí.
El futuro de los jóvenes, las ilusiones de las familias, la viabilidad de las pymes, las virtudes cívicas, la unidad de la patria, la seguridad de las personas, los prestigios de la cátedra, del escaño, del altar, de la toga y, cómo no, del Trono desaparecen engullidos en la eterna vuelta a la oscuridad. Montaigne lo achaca a «la inseguridad y volubilidad de las cosas humanas que con ligero movimiento pasan de un estado a otro muy distinto» porque «así como parece que a las tormentas y tempestades les ofenda el orgullo y la altivez de nuestros edificios, así parece que haya también allá arriba espíritus envidiosos de lo de aquí abajo».
Cualquiera diría, en efecto, que a la España que inició el siglo con tantas ínfulas y bríos la hubiera mirado un tuerto celestial. Si combinamos el 27% de paro, la quiebra del sistema asistencial y la asfixia impositiva con el nihilismo ciudadano frente a cualquier autoridad, la nueva rebelión de los catalanes y el repliegue aldeano por doquier, tenemos los ingredientes de un infierno en la tierra a pocos años vista. Pero de igual manera que el partido no había terminado cuando todo parecía ir de color de rosa, reclamábamos un sitio en el G-7 y hasta poníamos los pies sobre la mesa de los amos del universo, tampoco estamos ahora inexorablemente condenados a las tinieblas.
Si nuestros problemas pudieran arreglarse en el taller de recauchutados del Gobierno de Rajoy, si todo fuera cuestión de un poco de aceite, chapa y pintura y, hala, a volver a tirar millas, no sería tan importante lo que pudiera ocurrir con la Monarquía. Pero lo que nos arrastra hacia el abismo no es el siempre peligroso desajuste de los tornillos del déficit sino los fallos de diseño del motor del modelo de Estado, tanto en lo que se refiere a las relaciones del poder con los ciudadanos, como al choque de unas administraciones con otras, como al precio final de la broma. Rajoy puede pasar a los anales como el mayor autista político contemporáneo, dejando que sea otro el que más tarde y en peores condiciones afronte esos desafíos, o despertarse una mañana dispuesto a recuperar el tiempo perdido. En uno y otro escenario España necesitará no un árbitro pero sí un moderador, no un ingeniero pero sí un animador, y ese papel sólo puede desempeñarlo el Rey.
Hubo muchas bromas cuando alguien que le conoce bien dijo en un periódico extranjero que el Rey era un «tesoro» para nuestro país. Quitémosle un poco de fulgor, que no están los tiempos para destellos, pero seamos conscientes de que la figura de don Juan Carlos continua siendo, por su capacidad de interlocución dentro y fuera de España, el mayor activo de nuestra democracia. De él podrán decirse muchas cosas, y nadie se va a morder ya en este país la lengua, pero no hay un solo español de peso que no siga dispuesto a escuchar y ponderar los consejos del Rey que trajo y defendió las libertades.
A cada uno le gustaría que el tramo final de su reinado diera unos frutos u otros. Yo creo que es la hora de la reforma constitucional y nadie mejor que él podría ayudar a encauzarla. Pero el mero hecho de verlo de nuevo con la armadura puesta como su antecesor Alfonso I –«clamábanlo batallador porque en Espanya no ovo tan buen cavallero que veynte nueve batallas vençió»– ya me parece una gran noticia en medio de tanta desolación.
Sí, es cierto que «la cabeza que lleva la Corona reposa siempre con gran inquietud» y nadie puede entender cuán ardua es la soledad de un Rey. Pero él morirá al final de la función de forma idéntica a como lo haremos todos y cada uno de nosotros. Por eso hace muy bien Berenguer I –me lo imagino apartando con sus muletas a las aves de mal agüero– poniendo las cosas en su sitio:
–Me moriré cuando tenga tiempo. Entre tanto ocupémonos de los asuntos del reino.
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