Manuel Jiménez de Parga
El Mundo
El año 1966, en pleno franquismo, publiqué un libro con el siguiente título: Las Monarquías europeas en el horizonte español. Las tesis allí expuestas no gustaron nada a los poderosos de la época. Yo defendí para el futuro de España una Monarquía parlamentaria, justamente la forma de Estado que establece la Constitución de 1978. En ese sistema político, el Rey no gobierna, pero reina. Y recordar este principio fundamental es muy oportuno y conveniente ahora, cuando estamos rematando una etapa de nuestra historia. Reinar es advertir, aconsejar, alentar. En la Monarquía parlamentaria no tiene sitio un rey que permanezca impasible cuando el ambiente se ennegrece. El Rey ha de advertir y aconsejar a quienes deben acabar con la corrupción, el desempleo agobiante, el descarrilamiento de las comunidades autónomas y los otros males que nos agobian. Se lanzan a la opinión pública diversos remedios posibles. Lo que yo vengo sosteniendo es que el proceso de reformas se integra con medidas encadenadas, unas condicionando a las siguientes. Además, no debemos irnos por las ramas, sino buscar las raíces del árbol dañado. A mi juicio, lo primero que tenemos que afrontar es el establecimiento de otra ley electoral. Como consecuencia de la nueva regulación, los partidos dejarán de ser unas agrupaciones de empleados -que es lo que en este momento son-; deberán ser partidos de ciudadanos libres capaces de hacer funcionar el régimen de Monarquía parlamentaria. Se propone, a veces, que las listas sean abiertas. Pero este remedio no resulta eficaz en los países donde se implantó. Pocos son los votantes que modifican las listas ofrecidas por los partidos. El mejor sistema electoral aplicable ahora en España es el vigente en Alemania. Allí cada lector, con dos votos, se pronuncia, con el primero de ellos, por candidatos que conoce y valora, en una decisión personalizada, y con el segundo voto apoya la lista de su partido. Esta solución produce en Alemania buen resultado. Insisto en lo dicho: los elegidos en España son unos empleados de los partidos. Se ha defendido, con acierto, que sería conveniente demostrar unos ciertos conocimientos antes de dedicarse a la política activa. Ahora se efectúa el reclutamiento entre quienes militan en un partido, sin tener en cuenta la formación intelectual de los aspirantes. Resulta lamentable el panorama que ofrecen las instituciones representativas. Suele decirse que la política es un arte, pero las ideas de los aficionados, sin la conveniente preparación, generan con frecuencia daños irreparables. La política es, sin duda, un oficio, dándose el contrasentido de que para ejercer las profesiones importantes tengan que superarse los ejercicios de una oposición, o de unas pruebas semejantes, mientras que el cargo político se desempeña sin la previa acreditación de los conocimientos mínimos. Habría que reflexionar sobre esta anomalía. Una vez establecida una nueva ley electoral, los partidos de ciudadanos estarán en condiciones de afrontar la renovación y reorientación del Estado de las Autonomías, la reducción de las administraciones municipales, provinciales, comunitarias y estatales. Y será posible afrontar con éxito cuestiones pendientes, entre ellas la despolitización de la Justicia, así como el establecimiento de una Monarquía parlamentaria, anunciada en el texto constitucional (art. 3.1 CE). En definitiva, una nueva etapa histórica nos espera y no hemos de sentir temores excesivos. Los españoles tenemos la garantía de la continuidad monárquica. En la presente situación política es el Rey quien puede convocar a los principales dirigentes políticos y, con autoridad, instarles a que retomen el camino de la conquista democrática, negociando una nueva ley electoral. Además, parece que la Providencia Divina nos tutela, y a la renuncia de la reina de Holanda, se ha añadido la del Papa Benedicto XVI. Cualquier decisión de Don Juan Carlos en este sentido no asombraría a nadie. Pero el actual Rey, que tanto bueno ha hecho por España y al que tanto debemos, no ha de terminar su jefatura sin intentar resolver la terrible crisis que nos abruma. La futura etapa histórica será la Monarquía de Don Felipe. Sin embargo, en este momento final de una etapa, el Rey Don Juan Carlos no ha de permanecer impasible. Afortunadamente sabemos lo que nos pasa y podemos poner en circulación los remedios oportunos. (Como contraste, la advertencia de Ortega y Gasset en la primera mitad del siglo XX: «No sabemos lo que nos pasa, y esto es lo que nos pasa»). La falta de actuación en esta coyuntura sería una grave falta de ciudadanía. Y no hay que alarmarse por el cambio del sistema político; una sucesión que debe ser ordenada, pacífica. Deberíamos estar satisfechos con un régimen que es formalmente democrático. Nos costó mucho salir de la dictadura y en 1978 conseguimos poner en marcha un régimen de libertades públicas y participación ciudadana. Sin embargo, todas las ilusiones de aquellos días fundacionales no se han realizado. Se percibe en el ambiente un desánimo generalizado. Predomina la tristeza. Y como escribía un clásico francés «no hay peor enemigo que la tristeza, melancolía tenaz que invade el alma como una bruma que oculta la luz del día». Nuestra luz constituyente se halla efectivamente tapada por la tristeza. El presupuesto inexcusable para el buen funcionamiento del sistema y para la defensa y garantía de la normatividad de la Constitución pasa por el decidido compromiso de actuar sus previsiones sobre la base del principio de lealtad constitucional. Si se prescinde de esa lealtad, no habrá ni Constitución ni modelo alguno que puedan aportar soluciones para el gran problema de la organización territorial de España, cuya solución depende de una verdadera voluntad de concordia. La vertebración del Estado supone poner fin a tantos excesos cometidos en los últimos años. Últimamente se están sugiriendo nuevas normas que tengan como efecto recortar los gastos en las distintas administraciones públicas. Pero si no se cambia antes a los actuales partidos políticos, no se conseguirá el deseado abaratamiento efectivo del funcionamiento de las instituciones, sean municipales, provinciales, de las comunidades autónomas o del Estado. Ya he dicho -y repito ahora- que es un proceso de cambio, que empieza por la ley electoral.
Manuel Jiménez de Parga es catedrático de Derecho Político y ex presidente del Tribunal Constitucional.
El Mundo
El año 1966, en pleno franquismo, publiqué un libro con el siguiente título: Las Monarquías europeas en el horizonte español. Las tesis allí expuestas no gustaron nada a los poderosos de la época. Yo defendí para el futuro de España una Monarquía parlamentaria, justamente la forma de Estado que establece la Constitución de 1978. En ese sistema político, el Rey no gobierna, pero reina. Y recordar este principio fundamental es muy oportuno y conveniente ahora, cuando estamos rematando una etapa de nuestra historia. Reinar es advertir, aconsejar, alentar. En la Monarquía parlamentaria no tiene sitio un rey que permanezca impasible cuando el ambiente se ennegrece. El Rey ha de advertir y aconsejar a quienes deben acabar con la corrupción, el desempleo agobiante, el descarrilamiento de las comunidades autónomas y los otros males que nos agobian. Se lanzan a la opinión pública diversos remedios posibles. Lo que yo vengo sosteniendo es que el proceso de reformas se integra con medidas encadenadas, unas condicionando a las siguientes. Además, no debemos irnos por las ramas, sino buscar las raíces del árbol dañado. A mi juicio, lo primero que tenemos que afrontar es el establecimiento de otra ley electoral. Como consecuencia de la nueva regulación, los partidos dejarán de ser unas agrupaciones de empleados -que es lo que en este momento son-; deberán ser partidos de ciudadanos libres capaces de hacer funcionar el régimen de Monarquía parlamentaria. Se propone, a veces, que las listas sean abiertas. Pero este remedio no resulta eficaz en los países donde se implantó. Pocos son los votantes que modifican las listas ofrecidas por los partidos. El mejor sistema electoral aplicable ahora en España es el vigente en Alemania. Allí cada lector, con dos votos, se pronuncia, con el primero de ellos, por candidatos que conoce y valora, en una decisión personalizada, y con el segundo voto apoya la lista de su partido. Esta solución produce en Alemania buen resultado. Insisto en lo dicho: los elegidos en España son unos empleados de los partidos. Se ha defendido, con acierto, que sería conveniente demostrar unos ciertos conocimientos antes de dedicarse a la política activa. Ahora se efectúa el reclutamiento entre quienes militan en un partido, sin tener en cuenta la formación intelectual de los aspirantes. Resulta lamentable el panorama que ofrecen las instituciones representativas. Suele decirse que la política es un arte, pero las ideas de los aficionados, sin la conveniente preparación, generan con frecuencia daños irreparables. La política es, sin duda, un oficio, dándose el contrasentido de que para ejercer las profesiones importantes tengan que superarse los ejercicios de una oposición, o de unas pruebas semejantes, mientras que el cargo político se desempeña sin la previa acreditación de los conocimientos mínimos. Habría que reflexionar sobre esta anomalía. Una vez establecida una nueva ley electoral, los partidos de ciudadanos estarán en condiciones de afrontar la renovación y reorientación del Estado de las Autonomías, la reducción de las administraciones municipales, provinciales, comunitarias y estatales. Y será posible afrontar con éxito cuestiones pendientes, entre ellas la despolitización de la Justicia, así como el establecimiento de una Monarquía parlamentaria, anunciada en el texto constitucional (art. 3.1 CE). En definitiva, una nueva etapa histórica nos espera y no hemos de sentir temores excesivos. Los españoles tenemos la garantía de la continuidad monárquica. En la presente situación política es el Rey quien puede convocar a los principales dirigentes políticos y, con autoridad, instarles a que retomen el camino de la conquista democrática, negociando una nueva ley electoral. Además, parece que la Providencia Divina nos tutela, y a la renuncia de la reina de Holanda, se ha añadido la del Papa Benedicto XVI. Cualquier decisión de Don Juan Carlos en este sentido no asombraría a nadie. Pero el actual Rey, que tanto bueno ha hecho por España y al que tanto debemos, no ha de terminar su jefatura sin intentar resolver la terrible crisis que nos abruma. La futura etapa histórica será la Monarquía de Don Felipe. Sin embargo, en este momento final de una etapa, el Rey Don Juan Carlos no ha de permanecer impasible. Afortunadamente sabemos lo que nos pasa y podemos poner en circulación los remedios oportunos. (Como contraste, la advertencia de Ortega y Gasset en la primera mitad del siglo XX: «No sabemos lo que nos pasa, y esto es lo que nos pasa»). La falta de actuación en esta coyuntura sería una grave falta de ciudadanía. Y no hay que alarmarse por el cambio del sistema político; una sucesión que debe ser ordenada, pacífica. Deberíamos estar satisfechos con un régimen que es formalmente democrático. Nos costó mucho salir de la dictadura y en 1978 conseguimos poner en marcha un régimen de libertades públicas y participación ciudadana. Sin embargo, todas las ilusiones de aquellos días fundacionales no se han realizado. Se percibe en el ambiente un desánimo generalizado. Predomina la tristeza. Y como escribía un clásico francés «no hay peor enemigo que la tristeza, melancolía tenaz que invade el alma como una bruma que oculta la luz del día». Nuestra luz constituyente se halla efectivamente tapada por la tristeza. El presupuesto inexcusable para el buen funcionamiento del sistema y para la defensa y garantía de la normatividad de la Constitución pasa por el decidido compromiso de actuar sus previsiones sobre la base del principio de lealtad constitucional. Si se prescinde de esa lealtad, no habrá ni Constitución ni modelo alguno que puedan aportar soluciones para el gran problema de la organización territorial de España, cuya solución depende de una verdadera voluntad de concordia. La vertebración del Estado supone poner fin a tantos excesos cometidos en los últimos años. Últimamente se están sugiriendo nuevas normas que tengan como efecto recortar los gastos en las distintas administraciones públicas. Pero si no se cambia antes a los actuales partidos políticos, no se conseguirá el deseado abaratamiento efectivo del funcionamiento de las instituciones, sean municipales, provinciales, de las comunidades autónomas o del Estado. Ya he dicho -y repito ahora- que es un proceso de cambio, que empieza por la ley electoral.
Manuel Jiménez de Parga es catedrático de Derecho Político y ex presidente del Tribunal Constitucional.
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