RECONOZCAMOS que la de Carlos de Inglaterra es, cuando menos, una personalidad sugerente. Sometido al severo foco de ser heredero de la Corona británica desde la blanda edad de cinco años, el hombre al que nadie quiso comprender cuando iba ampliando la distancia con la mágica Diana de Gales, el tipo al que todos censuraban acudiendo al chiste fácil de sus orejas o al chascarrillo de las muchas barreras que le quedaban por saltar para poder reinar, el Príncipe al que se le adjudicaba el injusto daguerrotipo de indolente o desocupado —nadie está nunca desocupado en la Casa Real inglesa—, ha acabado por configurar en su persona la esencia concentrada del perfecto británico: guasón e impertérrito a la vez, elegante y extravagante cuando quiere, inquieto intelectual e inasequible conservador, encajador infatigable y paciente heredero. Es el Príncipe que más lleva esperando su ascensión al Trono y el que más invectivas ha tenido que leer o escuchar desde los medios de comunicación británicos —especialmente crueles—, lo cual no le ha hecho perder el gesto: odia a la prensa, a buen seguro, pero lo hace desde ese encanto perfumado con el que un británico de clase puede odiar algo. Carlos de Windsor hubo de asumir una vertiginosa pérdida de popularidad merced a su crisis matrimonial con la «Princesa del Pueblo», amén de un estofado caldo de pitorreo desde que se supo que el amor de su vida era una mujer de corte estético bien distinto al de la bella Diana, pero de la que confesaba sentirse tan enamorado como para olvidarse de la realidad que le circundaba a todas las horas del día. No obstante todo ello, supo combinar el interés dinástico con su contumaz deseo y, finalmente, hizo suya oficialmente a la mujer que durante un tiempo hubo de pasear por la corte esquivando salivazos y soportando un inagotable catálogo de bromas de mal gusto. Ahí está, sin embargo, permanentemente condenado a la espera, merced a la buena salud de una monumental Reina a la que el pueblo
británico sabrá añorar con los años.
Entretanto ha tenido que leer en titulares sensacionalistas que es gay, que padece Alzheimer, que sufre halitosis, que se vende a empresas como Porcelanosa (¡como si la Corona británica necesitase algo de la admirable Porcelanosa!) o que es un rancio nada amigo del progreso. A todo ello ha ofrecido, impertérrito, su impagable media sonrisa. Recientemente, la biblia de los progres isleños, el periódico The Guardian, tituló a toda plana una airada proclama: «Carlos: cállate o dimite». No busquen razones de fondo o una airada proclama republicana: todo lo desencadenó el hecho de que el Heredero, poco amigo de los armatostes que venden como arte los gurús de la «arquitectura moderna» —responsables de tantas salvajadas—, había mostrado su disconformidad con un pegote de cristal y acero del «intocable» Richard Rogers en pleno centro histórico de Londres. Por otra parte, su defensa del medio ambiente y su conciencia peleona por una ecología razonable no ha recibido, sorprendentemente, el beneficio que se aplica a todo aquél que esgrime argumentos conservacionistas frente a los amigos del vendaval del progreso.
Anteayer, estoico e imperturbable, encajó una educada y adecuada referencia a Gibraltar que le lanzó el Príncipe de Asturias —él, que equivocó su primer viaje de bodas visitando la Roca— y contestó en un esforzado español mostrando su felicidad por visitar España. Sus seguidores, entre los que me cuento, estamos encantados de recibir la visita de un tipo con clase y trajes cruzados de solapa antigua, que sostiene como nadie el vaso de whiskey y que sabe meter las manos en el bolsillo de la chaqueta sin que éstos se deformen. Sea bienvenido, Charles.
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