MADRID. La lista, la guapa y la artista. Así es como algunos llamaban a las hijas de los Ortiz Rocasolano cuando aún no habían superado la adolescencia y vivían en Oviedo junto a sus padres y abuelos paternos. Letizia con z, Thelma con th y Érika con acento, solían aclarar sus padres cuando escribían los nombres de sus tres niñas, de la misma manera que años más tarde repetirían ellas cada vez que tenían que dar sus datos.
Tres nombres que se salían de lo común y que reflejan la personalidad de un matrimonio que huía de convencionalismos, como demostraron casándose muy jóvenes, ella con 19 años, él con 21, sin haber terminado aún sus estudios (ella de Enfermería, él de Derecho) y con la «mili» pendiente, que Ortiz tuvo que hacer un año despúes dejando a su esposa en casa de sus padres.
Todas las biografías de la Princesa de Asturias coinciden en que las niñas Ortiz tuvieron una infancia feliz. Primero en Oviedo, después en Madrid, crecieron unidas junto a sus padres y demostraron que los estudios nunca iban a ser un problema. Todo lo contrario. Sus expedientes han sido brillantes y tanto Thelma como Érika consiguieron becas Erasmus que las llevaron a Italia y Alemania, respectivamente.
Pero como pasa en todas las familias, la hija mayor siempre asume un papel que es justamente el contrario al que acarrea ser la benjamina de la casa. Y en esta familia, Doña Letizia fue la mayor, la primogénita, mientras que Érika era la última, la pequeña, y así la veían a pesar de que ya había dejado la infancia atrás. «Mi hermana pequeña», dijo entre sollozos la Princesa al referirse a ella delante de los periodistas. Doña Letizia no pronunció su nombre porque era más importante su condición, su orden en la familia, su puesto entre las hermanas.
Responsable, obediente y muy disciplinada en todo, la Princesa siempre ejerció como hermana mayor con Érika, a quien adoraba y por quien sentía auténtica debilidad. Apenas se llevaban tres años pero la enorme sensibilidad que la pequeña siempre manifestó en todo implicaba también una fragilidad en su carácter que le hacía más vulnerable a los contratiempos. Por eso, su hermana mayor siempre estuvo volcada y pendiente de ella.
Érika se licenció en la carrera de Bellas Artes, pero no lo tuvo nada fácil a la hora de salir adelante. En la Universidad se enamoró de un compañero de estudios, Antonio Vigo, y juntos probaron fortuna en el mundo laboral desde abajo, desde los primeros puestos que uno recibe cuando necesita trabajar y salir adelante. En su entorno eran los «bohemios» de la familia por sus inclinaciones artísticas y ya se sabe que en el mundo del arte o eres uno de los elegidos o te las ves y las deseas para llegar a final de mes. Desde montar una casa rural a vender libros a domicilio o entrar en el servicio de limpieza para sacar un sueldo y cuidar a su hija Carla.
Por desgracia, la vida nunca será igual para los Ortiz Rocasolano tras la muerte de Érika. La tragedia de enterrar a un hijo es algo que ningún padre puede asumir con frialdad, es contra natura. Pero también perder a una hermana en la flor de la vida y ver cómo su hija se queda huérfana de madre es una desgracia a la que nadie se resigna. Porque si Érika era el ojito derecho de la Princesa, su única sobrina, Carla, era su locura. Los que conocen bien a Doña Letizia saben cómo quiere a la niña y recuerdan cómo la llevaba de la mano a algunos estrenos infantiles antes de conocer al Príncipe. Desde que nació, la pequeña tuvo en su tía una segunda madre y por eso disfruta enormemente cuando la ve jugar con su hija Leonor quien, a pesar de su corta edad, no se perdió el último cumpleaños de su prima Carla en la fiesta que Paloma Rocasolano organizó en su casa, de la misma manera que Carla también participó en el primer aniversario de la Infanta Leonor.
Desde la mañana del pasado miércoles nada será igual para la Princesa. Hay dolores que sólo los pueden explicar quienes los han sentido y Doña Letizia ahora ya sabe cuánto sufrimiento es capaz de producir un ser querido. Su «hermana pequeña» era su ojito derecho, su cómplice y amiga, la única a quien podía confiarle absolutamente todo, la bebé que cogió en brazos cuando ella también era una niña pero ya sentía en su piel el instinto maternal. La mayor y la pequeña. Desde ese orden la ayudó y aconsejó en todo lo que pudo: desde encajar la separación de sus padres a cederle el piso que ocupaba hasta que se hizo público su compromiso con el Príncipe para que su hermana pudiera vivir con su pareja e hija en ese domicilio.
A la Princesa le abrumaba pensar en el agobio que su familia podía sufrir por la pérdida del anonimato a raíz de su boda, y seguramente ése sería el único nubarrón en lo que era la felicidad de su nueva vida junto a Don Felipe. A pesar del protocolo y sus nuevas obligaciones, nunca perdió el contacto con los suyos y mucho menos con su hermana pequeña, por quien ahora llora desconsolada mientras su segunda hija crece en su vientre.
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