Por BENIGNO PENDÁS Profesor de Historia de las Ideas Políticas ABC |
ECUADOR de la legislatura. Tiempo de balance y perspectivas. Todo son malas noticias para la concordia civil. El 11-M y sus secuelas han dejado al descubierto la cara oculta de ese hermoso trampantojo que disimula a medias una quiebra profunda. La vida política se instala en la dialéctica entre amigo y enemigo. Preocupa el futuro de la España constitucional. Según la vieja tradición inglesa, el régimen parlamentario exige que Gobierno y oposición «hagan pasillos» juntos todos los días. Aquí, los puentes existen, pero el tránsito sigue prohibido. Nos vamos a arrepentir, como siempre, cuando sea demasiado tarde. Aunque tal vez no lo sepa, Zapatero es un político darwinista: piensa que sólo sobreviven los que mejor se adaptan al contexto, pura selección natural. Tiene un objetivo muy concreto, aunque improvisa la hoja de ruta. Se trata de romper el empate sociológico entre derecha e izquierda a base de seducir a las minorías sociales y de pactar con las oligarquías territoriales. La sedicente «España plural» significa transferencia de poder desde el centro a la periferia. Potestades reales y efectivas, por supuesto, a través de las reformas estatutarias que juegan en el límite de la soberanía intangible. También poder económico, mediante fórmulas generosas de financiación o del control de grandes empresas. El capítulo dedicado a Cataluña debería estar cerrado a tenor del calendario previsto. Pero el Estatuto circula con retraso y la opa mal planteada se complica por momentos. El ejemplo catalán, señuelo y horizonte para la oferta «pacificadora» del País Vasco, podría llegar tarde y resultar insuficiente. Ya veremos.
Estado de la oposición. El PP, con las calderas a tope, obtiene mejores resultados en las encuestas que en el juicio de analistas y futurólogos, siempre severos hacia la derecha. La moral sigue alta entre los convencidos. No es poco. Enérgica denuncia de las torpezas del Gobierno. Defensa de la justa causa de las víctimas del terrorismo. Insistencia en la unidad de España frente a oportunistas y desleales. Es un discurso sólido. Falta quizá el guiño imprescindible hacia sectores moderados, tibios si se prefiere, poco proclives hacia la política de la indignación permanente. La Convención ha ofrecido una buena oportunidad para reforzar las señas de identidad centrista y para renovar el mensaje ideológico. Los «tories» ingleses se toman muy en serio el debate sobre un conservadurismo moderno. Tony Blair, harto de terceras vías, lanza una campaña en favor del «respeto» cívico. Merkel practica una forma pedagógica de gobernar dando explicaciones al mismo tiempo. Discutir sobre ideas introduce ese sosiego tan conveniente en la circunstancia actual. Sitúa nuevas cuestiones en la agenda mediática. Abre las puertas a sectores afines en teoría, pero muy críticos con la imagen de una derecha agresiva y montaraz. Hay sitio para todos. Mejor dicho: «todos» pueden incluso ser insuficientes. Téngase presente que nuestra sociedad hedonista, moldeada por un bienestar desconocido, no se distingue en su conjunto por la capacidad de sacrificio ni por el heroísmo irreflexivo. Política a medio plazo. Si se hace bien, puede ser muy rentable.
Hace tiempo que la izquierda ejerce la hegemonía en la batalla de las ideas. Al menos en Europa, porque en los Estados Unidos -aunque muchos no quieran saberlo- la victoria de Bush se sustentó en una profunda renovación ideológica del «Great Old Party». El pensamiento dominante trampea con valores «líquidos», fragmentarios y posmodernos, tan etéreos que resultan difíciles de combatir. Conviene no menospreciar en este terreno a los mentores doctrinales del socialismo gobernante. A muchos nos irrita el pensamiento débil, pero ya sabía T.S. Eliot que «hacer carrera política es incompatible con el significado estricto de las palabras». Frente a la letanía de las quejas, esgrimen falacias escurridizas. No viven en el mundo de las ideas platónicas, sino en el entorno machadiano de los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles. La «España plural», ya se dijo, es una de ellas, quizá la más peligrosa. La Alianza de Civilizaciones o la libertad concebida como lucha contra la dependencia son frutos de la misma mentalidad. Vestidas de fiesta por un aparato mediático sin fisuras, las falacias disfrazan su inconsistencia con notable habilidad retórica y quedan listas para el uso cotidiano a cargo de gentes poco exigentes con el rigor intelectual. Mucho cuidado, por tanto.
Ejemplo de alto voltaje. El presidente del Gobierno quiso un buen día elogiar a nuestro Rey diciendo que era muy «republicano». Pretendía sin duda resaltar el compromiso de Don Juan Carlos con el Estado democrático y las libertades públicas. Para expresar semejante obviedad utilizó un término que induce a confusión evidente. Zapatero proclama su preferencia por el «republicanismo cívico», corriente progresista que goza de cierta relevancia en ambientes académicos. Incluso ha participado en actos públicos con el filósofo Ph. Pettit, cabeza visible del grupo. ¿Hay algo por debajo de aquella imprudencia conceptual? Dicho de otro modo: ¿está en juego, aquí y ahora, la forma de gobierno, y no sólo la forma de Estado? Formalmente, parece claro que no. Sólo algunas minorías extremistas lo plantean. Pero tampoco hace falta cambiar la letra de la Constitución para superar -por vía política y estatutaria- el modelo territorial vigente en favor de un esquema más o menos confederal, evanescente como casi todo. El texto institucional aprobado en el aniversario del 23-F ha hecho saltar las alarmas. La aquiescencia del PSOE y el despiste del PP (reconocido por Rajoy en ABC) dejan en el aire un mensaje inquietante. La historia lo tiene claro: Don Juan Carlos salvó la democracia y con ella la incorporación de España al mundo moderno, definitiva e irreversible. La lectura en clave «pluralista» de aquellas horas dramáticas induce a una confusión interesada, que no se debe magnificar pero tampoco desdeñar.
La Constitución -la nuestra y las demás- funciona como un sistema armónico y no como una yuxtaposición de elementos dispersos. Estado social y democrático, Monarquía parlamentaria y Estado de las autonomías son principios constitutivos de un todo articulado. La Monarquía se identifica con la historia de España. El Rey goza de poder moderador y arbitral, definido por la pluma romántica de Benjamín Constant, mucho más que protocolario. Cuando el interés general de España reclama su intervención, hace presente y operante su función representativa, gracias a esa cualidad indefinible que se llama «auctoritas», lección de sabiduría práctica frente a los amantes de la geometría política. La gran mayoría social identifica al Monarca con una etapa de éxito colectivo. ¿A quién beneficia la distorsión de la historia? Savonarolas y Robespierres confluyen en las críticas al Rey. Los profesionales del poder inmediato se pierden en naderías. No hay que dejar que las aguas desborden su cauce natural. Acaso -sólo como hipótesis- un Estado más social que democrático y más confederal que autonómico requiera una Monarquía renovada en la figura de un Rey-ciudadano, dedicado a la fútil tarea de «inaugurar los crisantemos», como decía de sí mismo cierto presidente de la III República francesa. No es ese el modelo de la Constitución de 1978. El riesgo existe, sobre todo porque enlaza con una sociedad posmoderna y con sus nuevas e interesadas cortes, siempre difusas y populistas. No haría falta, insisto, reformar las normas jurídicas. Basta con una interpretación «evolutiva». Es posible que nadie lo pretenda. Muchos ni siquiera son conscientes. Por si acaso, razonemos con ideas cartesianas. Monarquía no es República coronada. Tenemos un gran Rey y una Corona eficaz, clave de bóveda en la arquitectura de la España constitucional.
Estado de la oposición. El PP, con las calderas a tope, obtiene mejores resultados en las encuestas que en el juicio de analistas y futurólogos, siempre severos hacia la derecha. La moral sigue alta entre los convencidos. No es poco. Enérgica denuncia de las torpezas del Gobierno. Defensa de la justa causa de las víctimas del terrorismo. Insistencia en la unidad de España frente a oportunistas y desleales. Es un discurso sólido. Falta quizá el guiño imprescindible hacia sectores moderados, tibios si se prefiere, poco proclives hacia la política de la indignación permanente. La Convención ha ofrecido una buena oportunidad para reforzar las señas de identidad centrista y para renovar el mensaje ideológico. Los «tories» ingleses se toman muy en serio el debate sobre un conservadurismo moderno. Tony Blair, harto de terceras vías, lanza una campaña en favor del «respeto» cívico. Merkel practica una forma pedagógica de gobernar dando explicaciones al mismo tiempo. Discutir sobre ideas introduce ese sosiego tan conveniente en la circunstancia actual. Sitúa nuevas cuestiones en la agenda mediática. Abre las puertas a sectores afines en teoría, pero muy críticos con la imagen de una derecha agresiva y montaraz. Hay sitio para todos. Mejor dicho: «todos» pueden incluso ser insuficientes. Téngase presente que nuestra sociedad hedonista, moldeada por un bienestar desconocido, no se distingue en su conjunto por la capacidad de sacrificio ni por el heroísmo irreflexivo. Política a medio plazo. Si se hace bien, puede ser muy rentable.
Hace tiempo que la izquierda ejerce la hegemonía en la batalla de las ideas. Al menos en Europa, porque en los Estados Unidos -aunque muchos no quieran saberlo- la victoria de Bush se sustentó en una profunda renovación ideológica del «Great Old Party». El pensamiento dominante trampea con valores «líquidos», fragmentarios y posmodernos, tan etéreos que resultan difíciles de combatir. Conviene no menospreciar en este terreno a los mentores doctrinales del socialismo gobernante. A muchos nos irrita el pensamiento débil, pero ya sabía T.S. Eliot que «hacer carrera política es incompatible con el significado estricto de las palabras». Frente a la letanía de las quejas, esgrimen falacias escurridizas. No viven en el mundo de las ideas platónicas, sino en el entorno machadiano de los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles. La «España plural», ya se dijo, es una de ellas, quizá la más peligrosa. La Alianza de Civilizaciones o la libertad concebida como lucha contra la dependencia son frutos de la misma mentalidad. Vestidas de fiesta por un aparato mediático sin fisuras, las falacias disfrazan su inconsistencia con notable habilidad retórica y quedan listas para el uso cotidiano a cargo de gentes poco exigentes con el rigor intelectual. Mucho cuidado, por tanto.
Ejemplo de alto voltaje. El presidente del Gobierno quiso un buen día elogiar a nuestro Rey diciendo que era muy «republicano». Pretendía sin duda resaltar el compromiso de Don Juan Carlos con el Estado democrático y las libertades públicas. Para expresar semejante obviedad utilizó un término que induce a confusión evidente. Zapatero proclama su preferencia por el «republicanismo cívico», corriente progresista que goza de cierta relevancia en ambientes académicos. Incluso ha participado en actos públicos con el filósofo Ph. Pettit, cabeza visible del grupo. ¿Hay algo por debajo de aquella imprudencia conceptual? Dicho de otro modo: ¿está en juego, aquí y ahora, la forma de gobierno, y no sólo la forma de Estado? Formalmente, parece claro que no. Sólo algunas minorías extremistas lo plantean. Pero tampoco hace falta cambiar la letra de la Constitución para superar -por vía política y estatutaria- el modelo territorial vigente en favor de un esquema más o menos confederal, evanescente como casi todo. El texto institucional aprobado en el aniversario del 23-F ha hecho saltar las alarmas. La aquiescencia del PSOE y el despiste del PP (reconocido por Rajoy en ABC) dejan en el aire un mensaje inquietante. La historia lo tiene claro: Don Juan Carlos salvó la democracia y con ella la incorporación de España al mundo moderno, definitiva e irreversible. La lectura en clave «pluralista» de aquellas horas dramáticas induce a una confusión interesada, que no se debe magnificar pero tampoco desdeñar.
La Constitución -la nuestra y las demás- funciona como un sistema armónico y no como una yuxtaposición de elementos dispersos. Estado social y democrático, Monarquía parlamentaria y Estado de las autonomías son principios constitutivos de un todo articulado. La Monarquía se identifica con la historia de España. El Rey goza de poder moderador y arbitral, definido por la pluma romántica de Benjamín Constant, mucho más que protocolario. Cuando el interés general de España reclama su intervención, hace presente y operante su función representativa, gracias a esa cualidad indefinible que se llama «auctoritas», lección de sabiduría práctica frente a los amantes de la geometría política. La gran mayoría social identifica al Monarca con una etapa de éxito colectivo. ¿A quién beneficia la distorsión de la historia? Savonarolas y Robespierres confluyen en las críticas al Rey. Los profesionales del poder inmediato se pierden en naderías. No hay que dejar que las aguas desborden su cauce natural. Acaso -sólo como hipótesis- un Estado más social que democrático y más confederal que autonómico requiera una Monarquía renovada en la figura de un Rey-ciudadano, dedicado a la fútil tarea de «inaugurar los crisantemos», como decía de sí mismo cierto presidente de la III República francesa. No es ese el modelo de la Constitución de 1978. El riesgo existe, sobre todo porque enlaza con una sociedad posmoderna y con sus nuevas e interesadas cortes, siempre difusas y populistas. No haría falta, insisto, reformar las normas jurídicas. Basta con una interpretación «evolutiva». Es posible que nadie lo pretenda. Muchos ni siquiera son conscientes. Por si acaso, razonemos con ideas cartesianas. Monarquía no es República coronada. Tenemos un gran Rey y una Corona eficaz, clave de bóveda en la arquitectura de la España constitucional.
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