José Antonio Zarzalejos
La Vanguardia
Puede ser una casualidad histórica o no, pero tres de los cuatro grandes Estados occidentales con más tensiones secesionistas adoptan la forma de monarquía parlamentaria. Es el caso del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, cuya soberana, Isabel II, encarna la más alta magistratura de otros quince estados, entre ellos Canadá, de tal manera que, aunque con distinta intensidad, está concernida tanto por Escocia como por Quebec. Y es el caso de Bélgica, en el que reina Alberto II, árbitro eficaz y discreto de las aspiraciones de flamencos y valones. Y es caso de España, donde la denominada Monarquía prosaica -título de un ensayo de Miguel Ángel Aguilar Rancel y Óscar Hernández, un tanto academicista pero certero en señalar la vulgaridad con la que el sistema ha tratado y trata a don Juan Carlos, en parte por su propia forma de entender la Corona- tiene un reto con el proceso secesionista de Catalunya. No puede argüirse para descartar la intervención institucional del Rey el desgaste de su reputación y los avatares "no ejemplares" de miembros de su familia. Porque en todas partes cuecen habas.
La muy reconocida Isabel II ha tardado tres lustros en recuperarse de su annus horribilis (1992) y Alberto II, rey de los belgas, ha recompuesto la institución después de rehabilitar su matrimonio con Paola -la antes glamurosa princesa de Lieja- y pelea ahora para que no se hunda la credibilidad de su heredero, Felipe de Brabante, al que un libro -Cuestiones reales- ha atribuido con pelos y señales una relación homosexual de modo que su actual matrimonio sería una mera tapadera para dar continuidad a la dinastía. Por su parte, don Juan Carlos, tras pedir perdón el 18 de abril pasado por su desafortunada escapada cinegética a Botsuana -gota que colmó el vaso de un comportamiento ya errático en determinados aspectos- se está empleando a fondo en una remontada que, con suerte desigual pero propósito de sincero compromiso, demuestra su capacidad estadista. El error de manifestarse a través de una especie de post en la web de su casa con palabras impropias -"quimera", "galgos y podencos"- acerca de los acontecimientos de Catalunya, no deja de ser un accidente -aunque serio- en el conjunto de una trayectoria de fina sensibilidad hacia el binomio unidad-diversidad que ha distinguido sus pronunciamientos institucionales sobre España y los españoles.
Quienes suponen que don Juan Carlos sería un "Rey político" por intervenir en la cuestión catalana, se confunden. Lo hace -y ha de hacerlo con extremada discreción y las ideas muy claras- por razones constitucionales y desde una perspectiva institucional. La Constitución atribuye al Rey un simbolismo legitimador que consiste en representar la unidad y permanencia del Estado, que es justamente lo que está en juego. Don Juan Carlos sabe moverse en terreno difíciles, incluso más y mejor que en los sencillos. Frente a quienes se extasían con el saludo de Isabel II a Martin McGuinness, excomandante del IRA, habría que recordar que el Rey ha recibido sin pestañear en la Zarzuela a los representantes de la izquierda radical abertzale cuando la banda terrorista ETA estaba activa, como ocurrió en 1993 con un Jon Idigoras azorado. Por otra parte, el jefe del Estado se ha volcado personal e institucionalmente en presencias y afectos hacia los españoles más hostiles a su condición de tales. Don Felipe le está secundando con eficacia.
No es posible, como también se supone de manera infundada, construir sobre un denominado pacto con la Corona -de evocaciones medievales- una alternativa al actual sistema. Las monarquías o son parlamentarias, o se extinguen, carecen de sentido. El Estado, como con una maestría realmente extraordinaria y con una ponderación intelectual y científica digna del mayor encomio, describe el historiador vasco Juan Pablo Fusi Aizpurua en su Historia mínima de España, se encuentra en una fase histórica que es la de la postransición. El gran papel del Rey fue, pues, anterior y la continuidad de la monarquía en términos de funcionalidad, requiere que su papel se renueve ejerciendo la moderación y el arbitraje en los desafíos actuales. El catalán es el más importante y respecto del que el Rey dispone de la auctoritas que se le reconozca, la persuasión que sea capaz de transmitir, la transversalidad con la que sepa moverse, pero todo ello resignado al cumplimiento de la propia razón de ser de la Corona: símbolo de la unidad y permanencia del Estado, como concepto más allá de este u otro modelo. Sus pares -Isabel II, Alberto II- han desempeñado ese rol. Don Juan Carlos sabe que la historia le contempla y el futuro le amenaza. No cabe ni un error más.
martes, 13 de noviembre de 2012
El Rey y la cuestión catalana
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