lunes, 17 de septiembre de 2007

Las cuentas del Rey

EL Boletín Oficial del Estado publicaba el 27 de agosto el Real Decreto 1106/2007, de 24 de agosto, por el que se nombra Interventor de la Casa de S. M. el Rey a don Óscar Moreno Gil. Una designación realizada al amparo de los artículos 65.2 de la Constitución y 9.3, 10.1 y 14 del Real Decreto 434/1988, de 6 de mayo. Una nominación que ha sido, dada la pertinencia del momento y el acierto en la persona escogida, bien recibida entre la clase política y los medios de comunicación. Menos afortunadas han sido en cambio algunas consideraciones sobre la naturaleza y el control de las cantidades recibidas por el Jefe del Estado para el sostenimiento de su Casa y la Familia Real. Y es que la cuestión no puede explicarse de acuerdo con los particulares deseos de cada uno, sino de conformidad con lo previsto en la Constitución.
Unas cantidades que son específicamente atribuidas a la Corona, y que están justificadas por razones históricas, jurídico-políticas y constitucionales, igual que sucede, con las lógicas especificidades de cada caso, en las otras Monarquías europeas.
La primera, es una razón histórica, una vez se pone término a la confusión de patrimonios entre el Reino/Estado y el Rey de las monarquías medievales y absolutas. El Estado constitucional supone, como afirma López Guerra, la separación formal del patrimonio e ingresos privados del Rey -de los que puede disponer de forma libre como cualquier otro sujeto privado-, de los fondos y bienes públicos que se encomiendan a la Corona como órgano del Estado y de los recursos de la Hacienda General. Aparece de esta suerte en Gran Bretaña, durante la Gloriosa Revolución de 1688, la denominada «lista civil», pues ella sufragaba los funcionarios civiles. Y como tal se recoge ya en España en la progresista Constitución de 1812, en cuyo Discurso Preliminar se denunciaba que «la falta de conveniente separación entre los fondos que la Nación destinaba para la decorosa manutención del Rey, su Familia y Casa ha sido una de las principales causas de la espantosa confusión que ha habido siempre en la inversión de los caudales públicos». Para terminar señalándose: «Para prevenir en sucesivo tamaños males, la Nación, al principio de cada reinado, fijará la dotación anual que estima conveniente asignar al Rey para mantener la grandeza y esplendor del Trono, e igualmente lo que crea correspondiente a la decorosa sustentación de su Familia».
Esto es, la Nación y su patrimonio no pueden ser de nadie -incluidos el Rey o los miembros de la Familia Real-, pero el Estado sí establece una cantidad para el sostenimiento de la Corona, igual que se hace con los demás órganos constitucionales, dotados de autonomía presupuestaria en diferentes grados. Su existencia se justifica, por tanto, en la modernidad y en la satisfacción de las destacadas funciones reservadas a la Jefatura del Estado.
En segundo término, por razones jurídico-políticas. Su apoyatura no se escudriña en enrevesadas interpretaciones de una norma arcaica, ni en una oscurantista práctica política, ¡sino en un mandato tajante del constituyente de 1978! «El Rey recibe de los Presupuestos del Estado -dice el artículo 65.1 de la Constitución- una cantidad global para el sostenimiento de su Familia y Casa, y distribuye libremente la misma». De dicho mandato se deduce su debida caracterización. De una parte, se trata de una cantidad «para el sostenimiento de su Familia y Casa» y no exclusivamente una asignación personal, en tanto que sueldo o remuneración. Con ella el Rey hace frente al mantenimiento de su Familia y de su Casa. De otra, estamos ante una «cantidad global», que el Monarca distribuye de forma «libre», sin necesidad de refrendo. Lo que se materializa, desde el año de 1980, en la fijación de un crédito en los Presupuestos Generales del Estado. Y, por último, dicha cantidad, igual que para los otros órganos constitucionales, no puede suprimirse, ya que como indica Rodríguez Bereijo, «es consustancial con la institución de la Corona, y con la forma política monárquica del Estado». Lo que implica que las Cortes pueden discutir su importe, y hasta rebajar la cantidad solicitada, pero no convertirla en testimonial.
En este contexto se encuadra la reciente designación de un Interventor de la Casa del Rey. Una figura incorporada a su organigrama administrativo, y que se justifica por la búsqueda de un mayor perfeccionamiento en la administración de los fondos y en su control interno. La Casa del Rey, como todas las instituciones, va acomodando sus perfiles a las necesidades impuestas por el devenir de los tiempos. Con su labor, hasta ahora desplegada parcialmente por el Interventor militar, se atenderá mejor a «la gestión económica, financiera, presupuestaria y contable». Pero de ahí a exigir, como en un reality show, el desglose más nimio, hay un salto en el vacío, que no está habilitado por ninguna norma o justificación objetiva.
Ahora bien, delimitemos los contornos de la Intervención. Dicho Interventor se nombra por el Rey. No cabe pues designación por otro órgano o coparticipación material en su nombramiento. No hay tampoco control externo, ni material. Estamos ante una decisión administrativa interna. Ello no les gustará a algunos, ¡aunque lo que no les gusta es, en realidad, la Monarquía constitucional!, pero la fundamentación es sencilla. Hablamos de una razón constitucional: la Corona es, como el Gobierno o las Cortes Generales, un órgano constitucional. Una institución situada en el vértice de la organización política del Estado y en relaciones de coordinación y paridad con el Ejecutivo y el Parlamento, lo que impide su control político por otro órgano, incluidas las Cortes Generales. La Constitución es tajante: «La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad» (artículo 56.3). Por lo demás aquí también se desliza otro error: el control político de las Cortes se agota en el Gobierno, ya que éste no existe tampoco sobre el Tribunal Constitucional o el Consejo General del Poder Judicial. A partir de ahora -siguiendo los precedentes de la Constitución francesa de 1791 y la de Cádiz de 1812-, la Corona -como los demás órganos constitucionales- perfecciona sus mecanismos internos de gestión y control. De aquí el acierto de la Mesa del Congreso en denegar las torticeros intentos de algunos de imponer una imposible fiscalización, pendientes no obstante de un imposible recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional, que será por ello con certeza denegado.
En suma, la previsión constitucional (artículos 56.3 y 65.1) y la configuración de la Corona como órgano constitucional excluyen cualquier intromisión política y avalan su autonomía presupuestaria. Lo más, el control preventivo administrativo, pero referido a los aspectos formales del gasto a través de la Dirección General del Tesoro. Una autonomía sin injerencias políticas de otros órganos, ni controles materiales, ni externos. Tampoco las Cortes están sujetas al control del Tribunal de Cuentas.
Así acontece, por otra parte, en los Estados de nuestro entorno. Es semejante en las demás Monarquías, que reciben cantidades para su sostenimiento (11,4 millones en Reino Unido o 12,5 en Bélgica) y en las mismísimas Repúblicas. En éstas, ¡por cierto!, el importe es mucho máselevado -25,10 millones en Alemania o 224 en Italia- y además con una situación de gran independencia en el gasto. En España la cantidad, actualizable anualmente con el IPC, es de 8,29 millones de euros, es decir, ¡un 0,001 de los gastos del Estado! ¡Ah, y qué no se me olvide: el Rey y la Familia Real pagan, como todos, sus impuestos!
Así que éstas son las cuentas del Rey. Unas cuentas ¡respaldadas por la Constitución, y además, claras! A su mejor llevanza y contabilidad servirá el nuevo Interventor.
 
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO
Rector de la Universidad Rey Juan Carlos

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