PARA conocer la naturaleza de la arremetida contra el Rey y la Corona basta con identificar a quienes la encabezan: extremistas fanáticos y separatistas. De lo que se deduce que los ataques al Rey y a la Institución que encarna lo son, en realidad, a la propia Constitución y al Estado y, en definitiva, a España, cuya unidad y permanencia representan y simbolizan Don Juan Carlos y, en el futuro, el Príncipe de Asturias. De tal modo que estar del lado del Jefe del Estado, defenderle de las injustas invectivas con las que tratan de acosarle sus enemigos, es situarse a favor de la democracia parlamentaria sancionada por la Carta Magna de 1978.
La libertad de expresión no puede ser la coartada -como en estos episodios lamentables está ocurriendo- para injuriar al Rey y a su familia y zarandear a la Monarquía en medio de tantos silencios -unos amedrentados, otros irresponsables y la mayoría indolentes- ni, mucho menos, para obviar el compromiso institucional que personas y colectivos, partidos e instituciones, deben mantener con la Jefatura del Estado, tanto por obligación como por lealtad.
Estamos, sin la más mínima duda, ante una campaña antimonárquica en la que convergen propósitos diferentes desde sentimientos e intereses también distintos. ABC viene siguiendo el itinerario de esta trama a la que se han ido sumando agentes heterogéneos y sobre la que, de un modo especialmente repugnante, se ha montado una suerte de negocio televisivo y editorial al que se prestan aquellos que han convertido el debate, la información y el relato supuestamente histórico en un ejercicio impune de denigración a las personas y las instituciones.
El Rey y la Corona -indisociables- fueron la opción constitucional de 1978 que la sociedad española refrendó masivamente. Desde entonces, y aun antes de esa fecha, Don Juan Carlos y las virtualidades de la Institución que encarna no han hecho otra cosa que servir a España en un terreno efectivo y en el imprescindible de lo simbólico. Sin necesidad de remontarse al decisivo comportamiento del Rey el 23 de febrero de 1981, ahí está la sobrecogedora carta de Ana María Vidal Abarca, Mari Carmen de las Heras y Conchita Martín, viudas de asesinados por la banda terrorista ETA, publicada el viernes en ABC, en la que bajo el título «No estáis solos» proclaman a los cuatro vientos la significación que para las víctimas del terror tienen los Reyes. Estas mujeres ejemplares -y con ellas otros miles de ciudadanos tocados por la criminalidad etarra- han sido capaces de sacudir a muchos de interesadas y cómodas somnolencias políticas para advertir seriamente de lo que está en juego. De nuevo los ciudadanos más sufrientes y sacrificados nos señalan el camino por el que debe discurrir la convivencia nacional.
Los ataques al Rey -hay que anotar con bochorno, perplejidad y la mayor severidad que se haya pedido desde la COPE la abdicación de Don Juan Carlos, al que se le han atribuido falsas y lacerantes omisiones- son instrumentales en una estrategia de destrucción del Estado y de dilución de la Nación. El Rey asume constitucionalmente una valiosa carga simbólica y unas facultades de arbitraje y moderación institucional que ejecuta con la discreción conveniente, lo que irrita a los separatistas que saben que el Monarca es un factor aglutinante de la voluntad colectiva de la inmensa mayoría de los españoles. Lo que alzaprima a otros -localizados en el lado más alejado, también extremo, de los nacionalistas radicales y republicanos- es que el Rey despliega sus capacidades políticas conforme a unas pautas de prudencia y opacidad que le vienen exigidas por la naturaleza del propio sistema constitucional.
Don Juan Carlos transita así por un camino desde cuyas cunetas, unos por determinados motivos y otros por los contrarios, le zahieren, le increpan y le injurian. Síntoma inequívoco de que cuando se establece esa pinza extremista que presiona sobre el Rey es que éste cumple de modo adecuado con sus obligaciones. El Jefe del Estado debe -y así lo hace Don Juan Carlos- constituirse en una síntesis, en un elemento integrador, en una instancia permanente y segura, en la representación de unos valores compartidos, en una institución -la Corona- que, al no estar sometida a los avatares electorales ni resultar tributaria de intereses ideológicos, rinde sus servicios a la Nación y al Estado, haciendo todo ello con respeto a la voluntad de los ciudadanos expresada en las urnas. Y aquellos que no entiendan que así debe conducirse el Rey es que no comprenden la naturaleza de la Monarquía parlamentaria o ignoran de manera dolosa dónde están y cómo se desarrollan las ventajas de la actual forma de Estado sobre la republicana que algunos -pocos pero ruidosos- parecen reclamar como si fuera una alternativa verosímil.
Cuando los separatismos de los nacionalismos vasco y catalán se han desatado en una espiral que pretende desguazar el Estado; cuando la izquierda más sectaria nos quiere retrotraer al pasado para cobrarse rédito de su fracaso histórico; cuando tenemos un Gobierno débil que no sabe, no quiere o no puede hacer cumplir la ley ni defiende el sistema constitucional con coherencia, serenidad y firmeza; cuando desde posiciones mediáticas supuestamente conservadoras -en realidad, destructivas- se incurre en un discurso dinamitero y cuando se hacen silencios ominosos, estar con el Rey es estar con la Constitución, y prestar lealtad al Jefe del Estado y a la Carta Magna es tanto como defender el interés supremo de la Nación, que es el de su unidad y permanencia.
Hace unos años estas afirmaciones podrían haberse calificado de hiperbólicas y, por lo tanto, innecesarias. Hoy, sin embargo, resultan de formulación imprescindible. Al menos, en un medio como es ABC, que desde hace más de 104 años mantiene un compromiso permanente con la defensa de la Nación española, la Monarquía, el humanismo cristiano y la cultura, sus cuatro señas de identidad editoriales desde que el fundador del periódico -desafiando el clientelismo del momento en 1903- puso este diario en las calles haciendo gala de una indomable independencia de la que trae causa la que ahora mantiene. El cuestionamiento de la Corona como institución y del Rey como encarnación de aquella es -y debe ser subrayado con énfasis- un punto de inflexión grave y de muy serias consecuencias en la convivencia española. Porque la Monarquía es elemento esencial del modelo de la democracia constitucional diseñada en 1978. Forma parte sustantiva del pacto histórico que hicimos hace veintinueve años. Y si algunos, como parece, quieren romper la baraja, deberán atenerse a las consecuencias. El arsenal constitucional es amplio y variado, y una mayoría -más o menos silente- está dispuesta a utilizarlo y a respaldar al Gobierno democrático que se decida a hacerlo. El que quiera entender -así, ese ejemplar político tan raro como Juan José Ibarretxe- que entienda, porque a buen entendedor, pocas palabras bastan.
JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS
Director de ABC
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