JUAN MANUEL DE PRADA
ABC
PECARÍAMOS de ingenuidad si pensáramos que los brotes antimonárquicos que cada día trepan a los titulares de la prensa son aspavientos de cuatro mamarrachos desclasados. En el origen de la epidemia habría que situar la exaltación de la Segunda República que el gobierno de Zapatero ha promovido; exaltación que ha contribuido a resucitar reyertas entre españoles y que alcanzaría su cenit cuando, desde sede parlamentaria, los partidos de izquierda que arropan al gobierno suscribieron una declaración conjunta en la que se establecía explícitamente que nuestra democracia actual es heredera de la infausta Segunda República. Siendo esto absolutamente falso, parece evidente que con aquella vinculación ficticia se pretendía el descrédito de nuestra monarquía parlamentaria. Si los españoles disfrutamos hoy de un régimen de libertades es, en gran medida, gracias a que nuestro Rey se rebeló contra el papel continuista que le había asignado el anterior Jefe de Estado; no en vano los franquistas recalcitrantes siempre han considerado al Rey un traidor. Al caracterizar nuestra democracia como heredera de la Segunda República, el gobierno de Zapatero, amén de entronizar una mentira burda que repugna a cualquier inteligencia no excesivamente atufada por el sectarismo, concedió un argumento sabrosísimo a los antimonárquicos más viscerales. Pues, si aceptamos que nuestro régimen político es un renuevo del que existió en la Segunda República, de inmediato surge, como un automatismo del sentido común, el siguiente reparo: «Pero hay algo que sobra, entonces. Aquí la monarquía no pinta nada». Y, de este modo, quien fue pieza originaria y catalizadora en el advenimiento de la democracia, nuestro Rey Juan Carlos, se convierte en floripondio superfluo y hasta incongruente. Un floripondio que podría ser cercenado sin que se resienta el paisaje.
PECARÍAMOS de ingenuidad si pensáramos que los brotes antimonárquicos que cada día trepan a los titulares de la prensa son aspavientos de cuatro mamarrachos desclasados. En el origen de la epidemia habría que situar la exaltación de la Segunda República que el gobierno de Zapatero ha promovido; exaltación que ha contribuido a resucitar reyertas entre españoles y que alcanzaría su cenit cuando, desde sede parlamentaria, los partidos de izquierda que arropan al gobierno suscribieron una declaración conjunta en la que se establecía explícitamente que nuestra democracia actual es heredera de la infausta Segunda República. Siendo esto absolutamente falso, parece evidente que con aquella vinculación ficticia se pretendía el descrédito de nuestra monarquía parlamentaria. Si los españoles disfrutamos hoy de un régimen de libertades es, en gran medida, gracias a que nuestro Rey se rebeló contra el papel continuista que le había asignado el anterior Jefe de Estado; no en vano los franquistas recalcitrantes siempre han considerado al Rey un traidor. Al caracterizar nuestra democracia como heredera de la Segunda República, el gobierno de Zapatero, amén de entronizar una mentira burda que repugna a cualquier inteligencia no excesivamente atufada por el sectarismo, concedió un argumento sabrosísimo a los antimonárquicos más viscerales. Pues, si aceptamos que nuestro régimen político es un renuevo del que existió en la Segunda República, de inmediato surge, como un automatismo del sentido común, el siguiente reparo: «Pero hay algo que sobra, entonces. Aquí la monarquía no pinta nada». Y, de este modo, quien fue pieza originaria y catalizadora en el advenimiento de la democracia, nuestro Rey Juan Carlos, se convierte en floripondio superfluo y hasta incongruente. Un floripondio que podría ser cercenado sin que se resienta el paisaje.
Al gobierno le interesaba inventarse este vínculo inexistente entre nuestra democracia y la Segunda República para favorecer la creación de un nuevo Frente Popular que aislase a la derecha y la expulsara a las tinieblas exteriores, identificándola con las «fuerzas reaccionarias» del 36. Ha sido el gobierno de Zapatero quien ha infiltrado en la sociedad el veneno que ahora empieza a mostrar sus secuelas malencaradas. Tampoco contribuyó a mitigar los efectos de ese veneno el debate demagógico y zascandil sobre la prevalencia del varón en la línea sucesoria de la Corona; en aquel intento de «democratizar» la monarquía subyacía, bajo los disfraces zalameros de la corrección política, un propósito avieso de rebajarla en la consideración ciudadana y ponerla en entredicho. Propósito en el que izquierdas y derechas colaboraron: unos con astucia malévola, otros -¡ay el complejito!- con docilidad pazguata.
Paralelamente, en la derecha más dinosauria crecieron como setas las voces que demandaban al Rey una intervención activa en el desaguisado perpetrado por Zapatero; intervención que -como los propios instigadores saben- nuestro ordenamiento jurídico no permite. De este modo, la derecha más dinosauria y la izquierda más sectaria, con sus forúnculos secesionistas, coincidieron paradójicamente en sus embates contra la monarquía, convirtiéndola en diana de las más groseras invectivas y, sobre todo, en espantajo que bastaba enarbolar para que sus secuaces se pusieran frenéticos, como el sonido de la campanilla bastaba para que el perro de Paulov empezase a segregar saliva. En Cataluña, además, se revitalizaba así una ancestral fobia borbónica que sirve para distraer la atención ciudadana de las inepcias de sus gobernantes: los mamarrachos que queman fotos del Rey en Cataluña son damnificados por las catástrofes de El Carmelo o por los colapsos eléctricos, pero en lugar de revolverse contra quienes los causan desahogan su rabia arremetiendo contra el Rey que los hizo más libres.
Naturalmente, la erosión de la institución monárquica propiciada por el gobierno de Zapatero no es inocua: para desmembrar un Estado, conviene descabezarlo primero. Mientras escribo estas líneas, Ibarreche proclama sin ambages la convocatoria de un referéndum de autodeterminación.
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