ESTABLECE el artículo 56 de la Constitución que «el Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia». Don Juan Carlos desempeña de forma ejemplar sus funciones como garante del equilibrio constitucional y, en términos objetivos, su figura alcanza una dimensión histórica por su papel determinante en la Transición y por su intervención decisiva el 23-F para salvar la libertad de todos. Debilitar al Rey y a la Corona es atacar el núcleo básico de nuestro sistema constitucional, que es la soberanía del pueblo español expresada en la Monarquía parlamentaria como «forma política del Estado». Lo saben muy bien los que han emprendido desde diversos frentes una ofensiva sin cuartel al servicio de sus planes de ruptura con la Constitución de 1978. ABC viene haciéndose eco de todos los actos y declaraciones públicas que demuestran la existencia en los últimos tiempos de una campaña contra la Monarquía. Radicales antisistema queman imágenes del Rey y profieren todo tipo de amenazas, y políticos con alta responsabilidad institucional utilizan sin pudor palabras ofensivas. Lo más llamativo es la singular «pinza» que forman los extremistas de uno y otro signo. En las circunstancias actuales no es admisible que desde la emisora de la Conferencia Episcopal se utilicen la mentira y la manipulación para denigrar al Monarca y reclamar su abdicación.
De otro lado, la tibia reacción del presidente del Gobierno ante actos que ofenden a la gran mayoría social contrasta con la firmeza de otras voces -incluida la del ministro de Defensa-, que han sabido estar a la altura de las circunstancias. Entre otras instituciones, la CEOE ha mostrado públicamente su respaldo a la Corona. Sin embargo, algunos silencios resultan especialmente criticables. Es notorio el respaldo de Don Juan Carlos a múltiples iniciativas sociales, económicas y culturales en toda España y su respeto escrupuloso al autogobierno de las nacionalidades y regiones en el marco de la Constitución. Es extraño por ello que algunas personalidades públicas catalanas no hayan mostrado su repulsa ante la acción de grupos de radicales que no representan ni mucho menos al conjunto de la sociedad. Poca cosa cabe esperar de quienes siempre han sido enemigos de la España constitucional o se aprovechan de las ventajas que otorga la libertad para procurar la destrucción del sistema. Pero tan grave como la deslealtad son el oportunismo y la búsqueda de beneficios particulares cuando debe prevalecer el interés general. Entre otras razones, porque muchos que se califican a sí mismos de moderados y prudentes podrían verse superados si triunfan las tendencias antisistema a las que están alimentando.
Rodríguez Zapatero acusaba a los Gobiernos del PP de haber crispado a la sociedad provocando una tensión insoportable en la relación con los nacionalistas. Lo cierto es que si el PSOE pretendía apaciguar los ánimos, ha conseguido todo lo contrario. El enfoque confederal que inspira el Estatuto catalán y el fracaso del «proceso de paz» dan paso a un radicalismo que plantea desafíos abiertos a la unidad de España. En este contexto, la figura del Rey es un obstáculo que se interpone ante cualquier pretensión que desborde el marco constitucional. Se trata por ello de debilitar su posición institucional al servicio de fines intolerables. El hecho de que sectores de la derecha más radical e intolerante aprovechen la coyuntura para apuntarse a la campaña antimonárquica demuestra la verdadera condición de quienes le prestan su voz y exige una reacción inmediata por parte de los responsables empresariales que ahora consienten tales insultos y maledicencias. En el plano personal e institucional, Don Juan Carlos merece el máximo respeto y afecto de los españoles. El Rey apostó por un proyecto sugestivo que ha supuesto la definitiva e irreversible incorporación de España al mundo moderno. Es el momento de que los ciudadanos de bien manifiesten en voz alta la opinión de esa inmensa mayoría social que aprecia la deuda que esta vieja nación tiene contraída con quien sabe ser el Rey de todos los españoles, aunque algunos no quieran reconocerlo.