domingo, 21 de enero de 2007

Sobre la sucesión a la Corona

ABC 

LA Monarquía es la propia historia patria encarnada en la Jefatura del Estado. Y así la Historia explica el orden sucesorio consagrado en su artículo 57.1 de nuestra Constitución. Los constituyentes de 1978 nos encontramos con que lo menos polémico en aquel trance era asumir el orden sucesorio consagrado en nuestras Constituciones monárquicas desde la de 1812, que hundía sus raíces en las Leyes de Partidas. Y la solución tradicional se asumió en 1978 ayuna de polémicas.

Recordemos que los constituyentes no instauramos a Don Juan Carlos, pues ya había accedido al Trono. Y éramos conscientes de que su hermana, Doña Pilar, le superaba en edad. Igualmente, el Príncipe Felipe estaba siendo educado como Príncipe de Asturias, aunque no era hijo primogénito. Consecuentemente, sobre estos datos de la realidad se constitucionalizó por consenso la preferencia en el mismo grado del varón sobre la mujer. La decisión era discutible, pero ni era una rareza machista (la prioridad del varón sobre la mujer regía entonces en la mayoría de las Monarquías parlamentarias europeas), ni el poder constituyente se rendía ante presuntos derechos adquiridos, ya que obviamente los mismos no constituían argumento alegable frente a la única fuente de legitimidad en una democracia contemporánea, la decisión de la soberanía nacional expresada en Cortes constituyentes. La Constitución de 1978 simplemente contiene al respecto un consenso chapuzado de realismo.

Visto como ha desempeñado Don Juan Carlos la Jefatura del Estado creo que prácticamente toda la ciudadanía comprende la solución adoptada en 1978 sobre el orden de sucesión a la Corona. Por cierto, los muy respetables republicanos juancarlistas suelen explicar su adhesión por la decisiva intervención regia en las horas difíciles del 23-F-1981. Nada que objetar. Sólo anoto, de que en mi modestia alguna vez me pregunté que habría pasado si el Trono lo hubiese ocupado una Reina ayuna de la educación castrense que por entonces se reservaba a los hombres en las academias militares. ¿Las conversaciones telefónicas nocturnas del Rey con los Capitanes Generales y la alocución -debidamente uniformado- en TVE de madrugada hubiesen cosechado los mismos balsámicos efectos? Nos hemos quedado sin saber la respuesta, pero no podemos reprochar a nuestro subconsciente que se la formule.

Quizás usted piense que cogí la pluma para defender con ahínco el dejar el artículo 57.1 de nuestra Lex superpor tal y como está per eternitatem. Nada más ajeno a mi intención. No en vano la mejor defensa de las constituciones es su ajuste a las circunstancias cambiantes. El problema, sin embargo, para ser bien resuelto debe plantearse correctamente. Como punto de partida, no debemos dudar que se ha de suprimir de nuestro texto constitucional la preferencia del hermano menor varón sobre su hermana mayor. Es consustancial a la Corona ser una magistratura simbólica; dada su vinculación histórica con un territorio y con un pueblo no puede ya ser un símbolo eminente de una sociedad que ha protagonizado la revolución femenina de fines del siglo XX sin que la forma monárquica de la Jefatura del Estado sea también reflejo de aquella. Nuestra Monarquía para cumplir su alta función representativa se encuentra ante la misma necesidad de adaptación a la sensibilidad respecto a la igualdad de sexos que ha motivado las recientes reformas del orden de sucesión al Trono en la mayoría de las monarquías parlamentarias europeas.

Pero esta reforma constitucional no se puede plantear, como algunos insisten con empeño, como obligada aplicación del principio constitucional a la igualdad y a la no discriminación por razón de sexo. No es concebible la prerrogativa sucesoria de los Infantes como un derecho fundamental a la Corona. Esta es una institución esencialmente inigualitaria y que en nuestra Constitución constituye el único «status-roll» decidida y abiertamente «adscrito», esto es recibido, que opera en los mecanismos políticos de una democracia coronada. Dicho en palabras más llanas u obviamos el desafortunado enfoque de tratar al Rey como a un ciudadano más y a su sucesión como un tema de derecho constitucional a la igualdad, o, erróneamente, pondremos en cuestión la legitimidad de la excepción de los derechos sucesorios del actual Príncipe de Asturias.

Compatibilizar la necesaria adecuación de la Constitución a la sensibilidad de nuestro tiempo con mantener como heredero de la Corona a Don Felipe se justifica por ser políticamente funcional.

La legitimación moderna de la Monarquía parlamentaria en el siglo XXI es, en última instancia, la weberiana de la eficacia. No nos escandalicemos, ya lo apuntó brillantemente Antonio Cánovas en el Congreso el 6 de junio de 1876 con su defensa utilitarista de la restauración de la Institución. Hoy la reforma debe salvar la condición de heredero de Don Felipe, por razones de funcionalidad política y no por presuntos derechos adquiridos. No se puede construir el adefesio jurídico de una reforma constitucional para evitar violaciones de «derechos fundamentales», pero salvando pretendidos «derechos adquiridos». La sucesión a la Corona no es materia de derechos fundamentales, pero si tal cosa se pensase no cabría vulnerarlos alegando ninguna suerte de derechos adquiridos. Como bien ha expuesto un fino colega, baste recordar aquel ejemplo de un propietario de esclavos, que, ante la abolición de la esclavitud, alegaba esperpénticamente que era titular de derechos adquiridos, ya que había comprado sus esclavos antes de la entrada en vigor de la nueva norma, cuando la compraventa era lícita. En Noruega y Bélgica se ha reformado -en fechas aun recientes- el orden de sucesión a la Corona salvando las expectativas de los herederos varones no primogénitos, con una mera explicación funcional de toda la reforma.

Pero la reforma pendiente tiene un talón de Aquiles: La desafortunada redacción del art. 168 de la Constitución que no limita su forma agravada de reforma a la existencia de la Monarquía, sino que la extiende a todos los pormenores del Título II, relativo a la Corona. Como sabemos ello implica disolución de las Cámaras que aprueben la reforma y ulterior referéndum. La citada disolución, puede no constituir especial quebradero de cabeza. Pero la celebración de un referéndum sobre esta reforma es harina de otro costal. El referéndum tiene tan buena prensa entre los profanos como preocupaciones genera entre los politólogos. Y certeramente nuestra Constitución es muy restrictiva respecto a esta forma de democracia directa que se ha prestado en la historia a tantas demagogias. Es verdad que la pregunta puede circunscribirse a un punto bien concreto, pero no es menos cierto que los referéndums parecen seguir la pauta de aquel viejo método de aprender idiomas, según el cual a una cuestión cabe cualquier respuesta en la misma lengua. Es probable que sectores políticos marginales convirtieran el debate en una polémica sobre el sentido de la Monarquía. Y si a ello se suma el que la abstención puede ser sensiblemente mayor que en las elecciones generales es lícito preguntarse si no se corre el riesgo de deslegitimar en alguna medida la Institución.

Las Monarquías parlamentarias europeas, Bélgica, Dinamarca, Holanda, Luxemburgo, Noruega y Suecia no tienen blindado su orden sucesorio con referéndum alguno. Sabia decisión de la que se aparta el art. 168 de nuestra Constitución con su imperfecta técnica de someter a reforma agravada títulos enteros de aquella, lo cual lleva al absurdo de que, por ejemplo, si se trata de garantizar mejor que el funcionamiento de los partidos sea democrático o de cambiar la formulación de un derecho tan inocuo como el de petición, ha de celebrarse un referéndum. ¿No se debería empezar por reformar el art. 168? Si se mira bien el problema se observará que se asemeja al que tienen los británicos, que aún conservan como nosotros la primacía del varón sobre la mujer en la sucesión a un Trono que encabeza a parte de los Estados de la Commonwealth, en que la reforma sucesoria conlleva un cierto embrollo constitucional.

ÓSCAR ALZAGA VILLAAMIL
Catedrático de Derecho Constitucional

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