Manuel Mostaza. Politólogo
El Mundo
En contra de lo que se podía haber pensado en aquel "mundo de ayer" de Stefan Zweig, que acabó con el derrumbe de gran parte de las Coronas europeas (Alemania, Rusia, Austria...), la monarquía ha resistido mejor los embates de la modernidad que muchas otras estructuras sociales procedentes del Antiguo Régimen. Algunas de las cosas que parecían normales hace siglos, como la esclavitud o la desigualdad entre hombres y mujeres, están hoy claramente deslegitimadas en el mundo occidental (y, si se practican, lo es de manera vergonzante) y, sin embargo, la monarquía, con otras funciones y otras formas, continúa siendo un factor clave en la vida política de algunos de los países más prósperos de Europa.
Hay algo paradójico en esta situación, porque si la Ilustración era la mayoría de edad del hombre, como quería Kant, todo parecía indicar que la consolidación de la razón como vector de legitimidad en la vida pública se iba a llevar por delante una forma de Estado tan premoderna y arcaica como es la monarquía. Sin embargo, la paradoja desaparece cuando superamos el debate nominal e intentamos ir más allá de la espuma. Las monarquías que han llegado en el mundo libre al siglo XXI lo han hecho porque han sabido adaptar sus funciones a la modernidad. Por eso, estados como los Países Bajos, el Reino Unido, Suecia o España se parecen más a las repúblicas de ciudadanos libres e iguales ante la ley soñadas por los liberales del XIX que a las viejas monarquías de las que son herederas.
Esta adaptación ha demostrado, además, que encaja bien con una ciudadanía sentimental y que entiende que la utilidad de las instituciones desborda en muchas ocasiones un debate que se genere solo con parámetros racionales. Somos seres emocionales que no edificamos nuestra actividad pública en exclusiva sobre la razón, y por eso nos gustan los relatos y valoramos las contradicciones. Nuestro propio sistema político, por ejemplo, se articula a través de múltiples ficciones que funcionan como metáforas y que nos permiten dotar de sentido al caos informe que nos rodea. La soberanía que reside en las Cortes Generales es en realidad un atributo religioso inasible políticamente a estas alturas. Las naciones no son más que comunidades imaginadas y la libertad y la igualdad dos pulsiones contrapuestas imposibles de declinar en la realidad. Al ciudadano emocional que ahora sabemos que somos no le chirría por tanto que haya elementos que no sean racionales en la vida política, siempre que sean funcionales. En este sentido, la monarquía ha demostrado en muchos países, y desde luego en España, la capacidad que tiene para articularse como una metaficción de rango superior que asegure la generación de espacios de libertad, convivencia y respeto bajo unas reglas de juego claras en las que puedan expresarse las diferentes opciones políticas.
En el caso de nuestro país, como en otras naciones de nuestro entorno, este cambio no ha estado exento de problemas. España entró en la escena contemporánea como una monarquía trasatlántica que se había modernizado a lo largo del XVIII y en la que nadie ponía a la Corona en cuestión. No en vano, para aquella época es más correcto referirse a lo que hoy llamamos España como Monarquía Hispánica; tan asentado estaba el papel de territorios articulados por una identidad común cuyo vértice era la monarquía católica.
A lo largo del siglo XIX, la opción monárquica fue siempre mayoritaria en la sociedad y en las élites políticas españolas, y no es sino hasta las décadas centrales del XIX, al utilizar las élites liberales la Corona de Isabel II para imponer su visión de país (moderada o progresista), cuando se produce por primera vez un desgaste y una crítica en verdad relevante para la institución. Sin embargo, el modelo de pacto alcanzado en la España de la Restauración dibuja por vez primera en nuestro país una idea de la Corona como punto de encuentro de todos los actores del ecosistema político que no quieran situarse voluntariamente fuera de él -carlistas y republicanos, cada uno en un extremo-. Un juego en el que el discrepante no debe ser excluido, ni exiliado, para evitar así el retraimiento de la oposición que tanto había contribuido a deslegitimar esa misma dinámica política durante los últimos años del reinado de Isabel II.
En este sentido, el escrito de Antonio Cánovas del Castillo que hace suyo el entonces joven cadete Alfonso de Borbón, y que dio a conocer el 1 de diciembre de 1874 (el Manifiesto de Sandhurst), muestra bien algunas de las líneas que desde entonces no han abandonado a la Monarquía. En aquel manifiesto, el joven príncipe asumía "el difícil encargo de restablecer en nuestra noble nación, al tiempo que la concordia, el orden legal y la libertad política". Se trata de una serie de atributos que luego estarán presentes también en el Manifiesto que su nieto D. Juan de Borbón haría público en Lausana en 1945, en defensa de una monarquía "reconciliadora y tolerante", y que de nuevo asoman cuando, décadas después, el joven Rey Juan Carlos I declare en el Congreso de los Estados Unidos y ante la incertidumbre por el futuro de España que "la Monarquía hará que, bajo los principios de la democracia, se mantengan en España la paz social y la estabilidad política, a la vez que se asegure el acceso ordenado al poder de las distintas alternativas de gobierno, según los deseos del pueblo libremente expresados".
Esta línea de continuidad de la Corona (cuyos valores aparecen también en el discurso de proclamación de Felipe VI, cuando garantizó "la independencia de la Corona, su neutralidad política y su vocación integradora ante las diferentes opciones ideológicas..."), que configura a la Monarquía como elemento de unión y encuentro entre diferentes, y que permite la concordia civil y la consolidación de las libertades, es una de las claves de la autoridad de la que ha disfrutado durante las últimas décadas en España. Un país en el que, desde la aparición del Estado nación, ha habido problemas para reconocer símbolos comunes y articular relatos compartidos por todos los miembros de la comunidad política.
Sin embargo, la tensión política que se vive desde hace unos años en España, con una parte sustancial de la población catalanaapostando por la secesión unilateral, ha afectado también a la Corona. En paralelo, los ataques a una institución que permanecía fuera del debate político se han incrementado por parte de una parte minoritaria, pero relevante, de las élites políticas, alterando así el núcleo de los consensos básicos sobre los que se edificó la democracia de 1978. Se ataca a la Corona por lo que es, acusándola de un supuesto anacronismo constitucional, pero también por lo que hace, como cuando el 3 de octubre de 2017 se posicionó con claridad en defensa del orden constitucional frente al intento de golpe tramado por las élites nacionalistas en Cataluña.
La Corona es hoy un elemento clave en la estructuración de nuestro modelo político(una democracia de muy alta calidad, según todos los estándares internacionales), en la medida en que una parte relevante de sus atributos, como la estabilidad en la Jefatura del Estado o la visión a largo plazo, aportan un importante valor añadido a nuestro sistema. La vigencia de la Monarquía es hoy la vigencia de la España constitucional, la España del encuentro y de la concordia, la España en la que por fin entendimos, después del horror de una guerra civil y de una larga dictadura, que nuestro país lo construimos entre todos, que no hay ideologías con un plus de legitimidad y que la democracia, al final, es hacer sitio a la realidad de los otros, como escribiera el poeta francés Yves Bonnefoy. Y nada como la Corona para asegurar ese sitio.
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