viernes, 7 de diciembre de 2018

Constitución, Democracia, Monarquía

Emilio Lamo de Espinosa
Catedrático emérito de Sociología (UCM)
ABC

Cuarenta años de estabilidad constitucional son, sin duda, un hito que merece más que un reconocimiento formal. Pues no es nada usual esa estabilidad democrática, ni en nuestra historia ni en la comparada. Si observamos esta última, veremos que, aparte la Constitución de los Estados Unidos, la más antigua (y la única del siglo XVIII), tenemos otras cuatro constituciones democráticas en el siglo XIX (Noruega 1814, Holanda 1815, Bélgica 1831 y Dinamarca 1849) y, ya en el XX, otras cinco (Irlanda 1937, Italia 1947, Alemania 1948, Francia 1958 y Suecia en 1974), para llegar a Portugal en 1976, y a España en 1978, pioneros de la gran tercera ola de transiciones a la democracia que se desata tras la caída de la URSS en 1991. Pero más importante es destacar esta estabilidad en nuestra historia política, en la que sólo podemos encontrar una comparación: la Constitución de 1876, que iba a durar hasta 1923 (formalmente hasta 1931), es decir, nada menos que 47 años.

Efectivamente, en nuestra historia reciente hemos tenido dos restauraciones monárquicas a comparar con otras dos repúblicas. Y ¿qué enseñanza podemos sacar de ello? Como sabemos si la primera república duró un año consumiendo cuatro presidentes y dando lugar a nada menos que tres guerras civiles (una carlista, otra cantonal y la tercera en Cuba), la segunda, recibida con mayor ilusión aun, duraría menos de una década generando una terrible guerra civil de la que se saldría con una dictadura que iba a durar otros cuarenta años. El resumen, no por matizable, deja de ser rotundo: dos repúblicas de pocos años de duración, una dictadura de más de 40 años, y dos monarquías de otros tantos años cada una. Y sin duda, los mejores periodos, indiscutiblemente, las dos monarquías, las dos restauraciones.

Santos Juliá ha escrito que, si somos los que más tronos hemos derrocado, somos también los que más tronos hemos restaurado. Afortunadamente. Pues con Alfonso XII y la primera restauración España tuvo por vez primera sociedad burguesa, alternancia política, administración pública, justicia y prensa libre, industria, ateneos, ópera, e incluso ciencia (y recordemos a la Junta de Ampliación de Estudios, inicio de la ciencia moderna en España). Y la segunda restauración, ahora en la figura de Juan Carlos I y en el marco de la Constitución de 1978, abriría el periodo más fecundo de nuestra historia.
Nada lo hacía sospechar. Antes, al contrario. A comienzos de los años 60 España seguía siendo un país paria y estigmatizado en el marco europeo. Un resto de las dictaduras derrotadas en la Segunda Guerra Mundial en un entorno plenamente democrático; con una economía autárquica y cerrada cuando funcionaba ya la comunidad económica europea; y con una cultura integrista e intolerante cuando la contra-cultura parisina y californiana permeaba creencias y actitudes. Todo hacía sospechar pues que, tras la muerte del general Franco nuestra historia retomaría el curso de violencia fratricida y cainita que nos perseguía desde más de un siglo.
Pero ocurrió lo inesperado. Y ocurrió, en buena medida, porque se esperaba lo contrario. No es casual que un buen número de democracias consolidadas son el resultado de terribles guerras civiles que dan lugar a aprendizajes colectivos: never more, nunca más. No nos une el amor sino el espanto, decía Borges. Inglaterra, Estados Unidos, Francia, Italia, Alemania, Japón, y tantas otras democracias, son resultado, no del olvido, sino del recuerdo, incluso obsesivo, de la violencia originaria. La democracia española tiene su más firme cimiento en la convicción de que la Guerra Civil fue una catástrofe colectiva a evitar y se asienta en el rechazo a la misma, pero no desde la desmemoria como se asegura, sino, al contrario, desde su recuerdo. De modo que, cuando la mal llamada Memoria Histórica trata de asentar esta democracia en una de las partes frente a la otra, menospreciando la historia (en España hubo una guerra civil, no sólo un pronunciamiento militar), hace un flaco favor a la democracia pues pretendiendo afianzarla lo que hace es dividirla.
No es necesario repetir los enormes avances conseguidos en estos cuarenta años, avances de los que los españoles son muy conscientes. A la altura del 2010, una encuesta de Metroscopia mostraba que nada menos que un 72% de los españoles aseguraban con rotundidad que la actual democracia constituye el período en que mejor ha estado nuestro país en su historia. Resultado de una sociedad madura, prudente, educada y trabajadora, más bien conservadora, aunque se autodefina como de centro-izquierda. Incluso hoy mismo, y si somos capaces de dejar de lado el grave conflicto catalán (no es fácil, lo reconozco), España es una de las sociedades más estables de Europa: sin partidos u opinión pública eurófoba, sin xenofobia ni islamofobia, y sin polarización ni agresividad en la vida ciudadana. Sólo los políticos desentonan en este escenario. Miremos a Italia, Francia, Alemania, Austria, Polonia, Hungría, Suecia, Finlandia, incluso a Inglaterra o Estados Unidos. Y comparemos.
Y ello porque, a pesar de ciertos discursos, tenemos sólidas bases de legitimidad política que el sondeo más reciente del CIS (3223) ha venido a confirmar. El 85% de los españoles siguen prefiriendo la democracia a cualquier alternativa, aunque estén insatisfechos con su funcionamiento (más bien «poco» que «nada» insatisfechos); es un dato nada frecuente. Y preguntados si la forma en que se llevó a cabo la Transición a la democracia en España constituye un motivo de orgullo contestan afirmativamente tres de cada dos (el 67%), e incluso la mayoría de los jóvenes (de 18 a 24) están de acuerdo. Otra mayoría está muy o bastante satisfecha con cómo nos han ido las cosas con esta Constitución, aunque el 70% afirma después que hay que reformarla (y la mayoría, 49%, cree que debe de ser «una reforma importante»).
Y lo más importante hoy: menos de un 0,2% mencionan la Monarquía como un problema relevante. Aciertan otra vez los españoles al banalizar el necio discurso que trata de convencerlos de que se trata de una institución caduca y antidemocrática, creyendo encontrar en ella un caballo de Troya desde el que comenzar el desmantelamiento de la democracia. Incluso Pablo Iglesias reconoce que lo fundamental para definir el carácter democrático de un régimen político no es que lajefatura del Estado sea electiva o no, sino que efectivamente se garanticen las libertades. Tiene toda la razón. Y añade con mayor motivo: Pero la calidad democrática de un sistema político sí puede medirse. El problema es que no se ha molestado en hacerlo, sin duda para no enturbiar su republicanismo. Le invito a que lo haga.
Efectivamente, según el servicio de estudios de The Economist, sólo hay 19 democracias completas (full democracies), en el mundo, sobre un total de algo menos de 200 países, menos de un 10%. Pues bien, en esa lista no figuran ni los Estados Unidos ni Francia, las dos grandes repúblicas. Pero sí están Noruega, Suecia, Dinamarca, Luxemburgo, Holanda, el Reino Unido y, por cierto, España (lugar 19, estábamos en el 25 hace poco). Nada menos que siete de las ocho Monarquías parlamentarias figuran entre las veinte mejores democracias del mundo (la otra Monarquía parlamentaria, Japón es la 20, pero es ya democracia «imperfecta», al igual que Estados Unidos (lugar 21) o Francia (lugar 24)).
Tras analizar datos similares, Freedom House (el otro think tank que anualmente informa sobre el estado de la democracia en el mundo) concluía que es más probable que un sistema político sea libre si es monárquico que si es republicano; y si el régimen es libre, será de mayor calidad si es monárquico que si es republicano.
Busquemos otro indicador de calidad de los países, este más comprensivo y general, como es el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas, que atiende a variables como sanidad, educación, igualdad de la mujer y otras. Y de nuevo en los veinte primeros puestos se repiten Noruega, Dinamarca, Holanda, Suecia, Reino Unido, Japón y Luxemburgo. Bélgica es el 22 y España ocupa el lugar 27. Datos confirmados por otro índice de calidad, el Índice de Progreso Social (avalado por Michael E. Porter de la Universidad de Harvard, y Hernando de Soto) en el que en los diez primeros lugares figuran Dinamarca, Suecia, Noruega, Holanda y Reino Unido. Japón, Bélgica y España aparecen en la segunda decena. Y podría seguir.
De modo que quien piense aún que Monarquía y democracia son incompatibles que nos diga en qué datos se apoya pues la mayoría de las mejores democracias del mundo son Monarquías. Y quien siga pensando que la Monarquía tiene poco que ver con la modernidad y es una antigualla de otros tiempos haría bien también en revisar su opinión: no sólo es compatible, es que muchas están a la vanguardia de la modernidad y de la eficiencia económica y social.
¿Casualidad? Por supuesto que no. El carácter hereditario de la jefatura del Estado, justamente aquello por lo que se critica a la Monarquía, acaba siendo, contra-intuitivamente (lo dice Freedom House), un factor positivo que compensa déficits casi inevitables en las democracias republicanas. Un Rey representa a la totalidad de la nación y no a una parte o partido. Y la representa tanto en el espacio (a todos) como en el tiempo. Una anécdota que es una categoría: cuando Juan Carlos I llegó a Costa Rica en 1977, el entonces presidente Daniel Oduber, le recibió con estas palabras: Señor, hace quinientos años que esperábamos la visita del Rey de España. Difícilmente esto se hubiera podido decir de un presidente republicano. Un Rey aporta además una visión de largo plazo que compensa el cortoplacismo que las alternancias electorales imponen a las democracias. Finalmente, un Rey imprime un tono de continuidad y tradición que permite y facilita que todo cambie sin que parezca que cambia sustancialmente. Los españoles lo sabemos bien pues si pudimos pasar «de la ley a la ley» fue por la continuidad que otorgó la Corona.
Es más fácil que una Constitución dure si es democrática. Y esa democracia será de mayor calidad si está coronada. Como decía Juan José Linz, los estudiosos de la democratización harían bien en pensar más sobre la Monarquía. No nos engañemos: la defensa de la democracia española pasa hoy, sin duda, por la defensa de la Monarquía parlamentaria, y quienes atacan esta no lo hacen por las virtudes de una ficticia república (que sería un tercer fracaso), sino porque creen haber encontrado el mejor camino para su destrucción. Constitución, democracia y restauración han ido de la mano en nuestra historia y son variables que juegan juntas. Y por ello se echa de menos (se echa mucho de menos) una más vigorosa defensa de la institución desde los partidos constitucionalistas y, especialmente, de aquellos que gobiernan. Hagamos caso al 99% de los españoles: la Monarquía no es un problema, pero sí lo sería su destrucción, primer paso para liquidar la Constitución y la democracia.

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