lunes, 31 de diciembre de 2018

Decíamos ayer...

Después de una larga temporada sin publicar nuevas entradas, retomamos el blog para compartir noticias de interés relacionadas con la Monarquía, especialmente las vinculadas a la Familia Real española, pero sin olvidar al resto de monarquías europeas y de otras partes del mundo.

En los próximos días publicaremos noticias anteriores de especial relevancia que se han producido en este paréntesis de silencio. Progresivamente cambiaremos el diseño para hacerlo más moderno y práctico para os lectores.

Estamos donde estábamos. Ayer, como hoy, el objetivo primordial del blog y de la página web Fororeal.net es servir a la Corona con la máxima lealtad.

Reinar en tiempos revueltos

Lucía Mendez
El Mundo

"ENCARNO UNA MONARQUÍA en un tiempo nuevo". Con este impecable y celebrado relato, Felipe VI asumió la Corona ante las Cortes Generales el 19 de junio de 2014, tras la inesperada y abrupta abdicación de su padre, Juan Carlos I. Lo que no podía sospechar entonces el nuevo Monarca es que ese "tiempo nuevo" iba a ser en realidad un tiempo revuelto, inestable, incierto y turbulento. El más turbulento desde la Transición. Pronto lo descubrió el Rey.

El videojuego de FB6

David Gistau
El Mundo

LAS CIRCUNSTANCIAS DEL REY admiten una traslación generacional. Si tomamos como referencia el año pletórico de 1992, cuando el entonces príncipe hizo de abanderado en el desfile olímpico de Barcelona con la sonrisa y el sombrero de medio lado, nadie podía imaginar el carajal que aguardaba tanto a él como a sus contemporáneos. Quienes, veinteañeros entonces, se preparaban para gestionar en la madurez destinos particulares menores en el contexto de una España casi conclusa que, terrorismo de ETA aparte, parecía haber terminado por fin un siniestro, violento viaje interior que empezó con los espadones carlistas. La gloria de lo fundacional, de lo curativo, quedaba para la generación anterior, la que hizo la Transición y cultivó el mito genesíaco de la democracia a la europea.

Felipe VI, garante de la libertad y la concordia

Editorial
El Mundo

No es casual que quienes cuestionan la Constitución de 1978, fruto del proceso de reconciliación nacional entre los españoles que significó la Transición, y quienes quieren acabar con la unidad territorial, sustentada en el principio de solidaridad que garantiza la estabilidad política, social y económica de todos los ciudadanos, hayan puesto en el centro de sus ataques al Rey Felipe VI. Porque eso es lo que simboliza, según la Carta Magna, la Monarquía parlamentaria, la forma política del Estado español: su «unidad y permanencia».

Felipe VI, personaje del año

Con motivo de la elección del Rey como personaje del año, "El Mundo" publica una serie de artículos sobre los últimos acontecimientos que ha afrontado el Rey en el presente año.

Felipe VI: "La Corona será garante de la Constitución y la libertad en España"

Barcelona. 25 de febrero de 2018. Cena del Mobile World Congress. La alcaldesa Ada Colau acude a saludar a Felipe VI tras participar en el desplante institucional contra su visita y unos segundos bastan para que el Rey plasme la esencia de su reinado: "Yo estoy aquí para defender la Constitución". La breve conversación escapó a los micrófonos, pero esas siete palabras mostraban el compromiso de la Corona con la defensa del Estado de Derecho en plena afrenta independentista y en medio de una ofensiva contra la Monarquía como forma de socavar a la propia nación española.

Hace unos años, en una conversación con periodistas cuando todavía era Príncipe de Asturias, el actual Monarca reflexionaba así al ser preguntado por el 23-F: "Prefiero no necesitar ese tipo de reválidas". Quién le iba a decir que tendría que afrontar en el inicio de su reinado su particular 23-F en forma de desafío independentista. Un reto que ha encarado en soledad, sin apenas respaldo por parte del Gobierno. Él mismo lo definió hace unos meses como "la más grave crisis que hemos debido afrontar en nuestra historia reciente". Y ante ella, Felipe VI ha sido quien ha vertebrado el compromiso mayoritario de la sociedad con la Constitución y en defensa del Estado de Derecho. Diálogo sí, pero siempre bajo una premisa: "Las reglas que son de todos deben ser respetadas por todos".



martes, 25 de diciembre de 2018

Discurso de Navidad del Rey



El Rey pide "consensos" para "asegurar en todo momento" la "frágil convivencia"
El Mundo

Tensión. Crispación. Enfrentamiento. Insultos. En la calle y en las instituciones. No hay más que ver los debates en el Congreso de los Diputados. O las disputas, por ejemplo, en las calles de Cataluña entre constitucionalistas e independentistas. El tono político del año que termina ha sido bronco. La división se ha radicalizado. La Casa del Rey no permanece ajena a este enconamiento que remueve los cimientos de la convivencia. La salud de ésta es precisamente una de las grandes preocupaciones de Felipe VI. Así lo ha plasmado en su Mensaje de Navidad, el más personal y de calado de cuantos pronuncia en el año. El Rey la define como «la obra más valiosa de nuestra democracia y el mejor legado que podemos confiar a las generaciones más jóvenes». E insta a los líderes políticos a «alcanzar consensos cívicos y sociales» que ayuden a «defenderla, cuidarla y protegerla».

Frente a los peligros de una ruptura de la convivencia, «reconciliación, concordia, diálogo, entendimiento, integración y solidaridad» son los pilares sobre los que el Rey asienta «la base de nuestra libertad y progreso».

Felipe VI evidencia su preocupación por el distanciamiento y las heridas que está provocando el discurso político en la convivencia en estos últimos años. De hecho, no duda en definirla como «frágil», para acto seguido recordar que es «el mayor patrimonio que tenemos los españoles» y que es «imprescindible asegurarla en todo momento». Y, como ha realizado a lo largo de este 2018, blande la Constitución y el Estado de Derecho como guía para defender y asegurar: «Las reglas que son de todos» deben ser «respetadas por todos».

En esta Navidad de 2018, Felipe VI ha querido transmitir a los españoles un mensaje conciliador, con una apuesta por el diálogo y los consensos como herramientas para solucionar los problemas. Para destensionar y canalizar la convivencia, en democracia y libertad, como valor esencial a preservar. Un mensaje que coincide con el enconamiento del desafío independentista, con imágenes de enfrentamientos o tensión en las calles y con un Congreso donde la dialéctica bronca ha ganado enteros.

La convivencia, eje central del discurso

El Rey, en esta ocasión, ha querido evitar ambigüedades o segundas lecturas. Por eso, en su mensaje define qué es o debe ser la convivencia:«Se basa en la consideración y en el respeto a las personas, a las ideas y a los derechos de los demás; que requiere que cuidemos y reforcemos los profundos vínculos que nos unen y que siempre nos deben unir a todos; que es incompatible con el rencor y el resentimiento, porque estas actitudes forman parte de nuestra peor historia y no debemos permitir que renazcan; una convivencia en la que la superación de los grandes problemas y de las injusticias nunca puede nacer de la división, ni mucho menos del enfrentamiento, sino del acuerdo y de la unión ante los desafíos y las dificultades».

En su discurso más corto de los últimos años (10:50 minutos, frente a, por ejemplo, los 13:18 de 2016), Felipe VI emplea la convivencia como concepto río que estructura su discurso. Es la palabra más empleada: siete veces. Si en ocasiones anteriores, sectores de la política y la sociedad, principalmente los nacionalistas y Podemos, han afeado la falta de una apelación directa al diálogo, en esta ocasión desde Zarzuela se ha explicitado y reiterado este principio como valor esencial, siempre al amparo de la Constitución. De hecho, insistió en «hacer todo lo que esté en nuestras manos» para que sus «principios no se pierdan ni se olviden».

Felipe VI se ha convertido en el foco de una campaña de acoso y ataque por parte de los independentistas y Podemos, que simbolizan en él su propósito de romper el régimen del 78 o hacer caer el actual modelo de Estado. Prueba de ello es que en la tarde de ayer, y antes incluso de escuchar las palabras del Monarca, activistas y militantes de Podemos impulsaron una campaña en las redes sociales con la etiqueta #ElReyNoTeHabla para explicitar por qué, a su juicio «no nos representa».

En su propósito de transmitir un mensaje conciliador, de entendimiento, Felipe VI pide que en la construcción del «gran proyecto de modernización de España» «nadie se quede atrás». Un mensaje a nacionalistas, pero también a los jóvenes, la otra idea eje del discurso del Rey. «Todos podemos hacer mucho por el bien común, y superarnos cada día; animando a quien lo precisa -sin que nadie quede atrás-, y sumando todas nuestras fuerzas en el deseo de una España siempre mejor, porque los españoles lo merecemos».

El ejemplo de la Transición

Como ejemplo del espíritu que Felipe VI predica, al igual que hiciera en el acto solemne del 40 aniversario de la Constitución, apela a la Transición, sus logros y sus legados: «La reconciliación y la concordia; el diálogo y el entendimiento; la integración y la solidaridad» son, recuerda el Monarca, «los ideales que animaron y unieron a los españoles durante la Transición y que han sido el fundamento, la base de nuestra libertad y de nuestro progreso de estos últimos 40 años».

Y en este contexto, lanza un mensaje a los políticos: «Fue la voluntad de los españoles de entenderse y la de los líderes políticos, económicos y sociales de llegar a acuerdos, a pesar de estar muy distanciados por sus ideas y sentimientos».

Como se ha señalado antes, en su mensaje, el Rey hace especial hincapié en los jóvenes, en la búsqueda de su complicidad para el futuro más inmediato. «Queréis vivir y convivir, pero tenéis problemas serios», expone Felipe VI. «Os tenemos que ayudar: a que podáis construir un proyecto de vida personal y profesional», es su invitación, instándoles «a seguir construyendo día a día un país mejor, más creativo, más dinámico, y siempre en vanguardia, contando con vosotros, con vuestra energía».

En Zarzuela son conscientes de que la Corona no conecta con los jóvenes, donde predomina la desafección y la censura. Felipe VI trata de tender puentes, vías de entendimiento:«Como sociedad tenemos una deuda pendiente con los jóvenes. Somos responsables de su futuro».


sábado, 8 de diciembre de 2018

La Monarquía: ficción y función en la España moderna

Manuel Mostaza. Politólogo
El Mundo 

En contra de lo que se podía haber pensado en aquel "mundo de ayer" de Stefan Zweig, que acabó con el derrumbe de gran parte de las Coronas europeas (Alemania, Rusia, Austria...), la monarquía ha resistido mejor los embates de la modernidad que muchas otras estructuras sociales procedentes del Antiguo Régimen. Algunas de las cosas que parecían normales hace siglos, como la esclavitud o la desigualdad entre hombres y mujeres, están hoy claramente deslegitimadas en el mundo occidental (y, si se practican, lo es de manera vergonzante) y, sin embargo, la monarquía, con otras funciones y otras formas, continúa siendo un factor clave en la vida política de algunos de los países más prósperos de Europa.
Hay algo paradójico en esta situación, porque si la Ilustración era la mayoría de edad del hombre, como quería Kant, todo parecía indicar que la consolidación de la razón como vector de legitimidad en la vida pública se iba a llevar por delante una forma de Estado tan premoderna y arcaica como es la monarquía. Sin embargo, la paradoja desaparece cuando superamos el debate nominal e intentamos ir más allá de la espuma. Las monarquías que han llegado en el mundo libre al siglo XXI lo han hecho porque han sabido adaptar sus funciones a la modernidad. Por eso, estados como los Países Bajos, el Reino Unido, Suecia o España se parecen más a las repúblicas de ciudadanos libres e iguales ante la ley soñadas por los liberales del XIX que a las viejas monarquías de las que son herederas.
Esta adaptación ha demostrado, además, que encaja bien con una ciudadanía sentimental y que entiende que la utilidad de las instituciones desborda en muchas ocasiones un debate que se genere solo con parámetros racionales. Somos seres emocionales que no edificamos nuestra actividad pública en exclusiva sobre la razón, y por eso nos gustan los relatos y valoramos las contradicciones. Nuestro propio sistema político, por ejemplo, se articula a través de múltiples ficciones que funcionan como metáforas y que nos permiten dotar de sentido al caos informe que nos rodea. La soberanía que reside en las Cortes Generales es en realidad un atributo religioso inasible políticamente a estas alturas. Las naciones no son más que comunidades imaginadas y la libertad y la igualdad dos pulsiones contrapuestas imposibles de declinar en la realidad. Al ciudadano emocional que ahora sabemos que somos no le chirría por tanto que haya elementos que no sean racionales en la vida política, siempre que sean funcionales. En este sentido, la monarquía ha demostrado en muchos países, y desde luego en España, la capacidad que tiene para articularse como una metaficción de rango superior que asegure la generación de espacios de libertad, convivencia y respeto bajo unas reglas de juego claras en las que puedan expresarse las diferentes opciones políticas.
En el caso de nuestro país, como en otras naciones de nuestro entorno, este cambio no ha estado exento de problemas. España entró en la escena contemporánea como una monarquía trasatlántica que se había modernizado a lo largo del XVIII y en la que nadie ponía a la Corona en cuestión. No en vano, para aquella época es más correcto referirse a lo que hoy llamamos España como Monarquía Hispánica; tan asentado estaba el papel de territorios articulados por una identidad común cuyo vértice era la monarquía católica.
A lo largo del siglo XIX, la opción monárquica fue siempre mayoritaria en la sociedad y en las élites políticas españolas, y no es sino hasta las décadas centrales del XIX, al utilizar las élites liberales la Corona de Isabel II para imponer su visión de país (moderada o progresista), cuando se produce por primera vez un desgaste y una crítica en verdad relevante para la institución. Sin embargo, el modelo de pacto alcanzado en la España de la Restauración dibuja por vez primera en nuestro país una idea de la Corona como punto de encuentro de todos los actores del ecosistema político que no quieran situarse voluntariamente fuera de él -carlistas y republicanos, cada uno en un extremo-. Un juego en el que el discrepante no debe ser excluido, ni exiliado, para evitar así el retraimiento de la oposición que tanto había contribuido a deslegitimar esa misma dinámica política durante los últimos años del reinado de Isabel II.
 En este sentido, el escrito de Antonio Cánovas del Castillo que hace suyo el entonces joven cadete Alfonso de Borbón, y que dio a conocer el 1 de diciembre de 1874 (el Manifiesto de Sandhurst), muestra bien algunas de las líneas que desde entonces no han abandonado a la Monarquía. En aquel manifiesto, el joven príncipe asumía "el difícil encargo de restablecer en nuestra noble nación, al tiempo que la concordia, el orden legal y la libertad política". Se trata de una serie de atributos que luego estarán presentes también en el Manifiesto que su nieto D. Juan de Borbón haría público en Lausana en 1945, en defensa de una monarquía "reconciliadora y tolerante", y que de nuevo asoman cuando, décadas después, el joven Rey Juan Carlos I declare en el Congreso de los Estados Unidos y ante la incertidumbre por el futuro de España que "la Monarquía hará que, bajo los principios de la democracia, se mantengan en España la paz social y la estabilidad política, a la vez que se asegure el acceso ordenado al poder de las distintas alternativas de gobierno, según los deseos del pueblo libremente expresados".
Esta línea de continuidad de la Corona (cuyos valores aparecen también en el discurso de proclamación de Felipe VI, cuando garantizó "la independencia de la Corona, su neutralidad política y su vocación integradora ante las diferentes opciones ideológicas..."), que configura a la Monarquía como elemento de unión y encuentro entre diferentes, y que permite la concordia civil y la consolidación de las libertades, es una de las claves de la autoridad de la que ha disfrutado durante las últimas décadas en España. Un país en el que, desde la aparición del Estado nación, ha habido problemas para reconocer símbolos comunes y articular relatos compartidos por todos los miembros de la comunidad política.
Sin embargo, la tensión política que se vive desde hace unos años en España, con una parte sustancial de la población catalanaapostando por la secesión unilateral, ha afectado también a la Corona. En paralelo, los ataques a una institución que permanecía fuera del debate político se han incrementado por parte de una parte minoritaria, pero relevante, de las élites políticas, alterando así el núcleo de los consensos básicos sobre los que se edificó la democracia de 1978. Se ataca a la Corona por lo que es, acusándola de un supuesto anacronismo constitucional, pero también por lo que hace, como cuando el 3 de octubre de 2017 se posicionó con claridad en defensa del orden constitucional frente al intento de golpe tramado por las élites nacionalistas en Cataluña.
La Corona es hoy un elemento clave en la estructuración de nuestro modelo político(una democracia de muy alta calidad, según todos los estándares internacionales), en la medida en que una parte relevante de sus atributos, como la estabilidad en la Jefatura del Estado o la visión a largo plazo, aportan un importante valor añadido a nuestro sistema. La vigencia de la Monarquía es hoy la vigencia de la España constitucional, la España del encuentro y de la concordia, la España en la que por fin entendimos, después del horror de una guerra civil y de una larga dictadura, que nuestro país lo construimos entre todos, que no hay ideologías con un plus de legitimidad y que la democracia, al final, es hacer sitio a la realidad de los otros, como escribiera el poeta francés Yves Bonnefoy. Y nada como la Corona para asegurar ese sitio.

viernes, 7 de diciembre de 2018

Constitución, Democracia, Monarquía

Emilio Lamo de Espinosa
Catedrático emérito de Sociología (UCM)
ABC

Cuarenta años de estabilidad constitucional son, sin duda, un hito que merece más que un reconocimiento formal. Pues no es nada usual esa estabilidad democrática, ni en nuestra historia ni en la comparada. Si observamos esta última, veremos que, aparte la Constitución de los Estados Unidos, la más antigua (y la única del siglo XVIII), tenemos otras cuatro constituciones democráticas en el siglo XIX (Noruega 1814, Holanda 1815, Bélgica 1831 y Dinamarca 1849) y, ya en el XX, otras cinco (Irlanda 1937, Italia 1947, Alemania 1948, Francia 1958 y Suecia en 1974), para llegar a Portugal en 1976, y a España en 1978, pioneros de la gran tercera ola de transiciones a la democracia que se desata tras la caída de la URSS en 1991. Pero más importante es destacar esta estabilidad en nuestra historia política, en la que sólo podemos encontrar una comparación: la Constitución de 1876, que iba a durar hasta 1923 (formalmente hasta 1931), es decir, nada menos que 47 años.

Efectivamente, en nuestra historia reciente hemos tenido dos restauraciones monárquicas a comparar con otras dos repúblicas. Y ¿qué enseñanza podemos sacar de ello? Como sabemos si la primera república duró un año consumiendo cuatro presidentes y dando lugar a nada menos que tres guerras civiles (una carlista, otra cantonal y la tercera en Cuba), la segunda, recibida con mayor ilusión aun, duraría menos de una década generando una terrible guerra civil de la que se saldría con una dictadura que iba a durar otros cuarenta años. El resumen, no por matizable, deja de ser rotundo: dos repúblicas de pocos años de duración, una dictadura de más de 40 años, y dos monarquías de otros tantos años cada una. Y sin duda, los mejores periodos, indiscutiblemente, las dos monarquías, las dos restauraciones.

Santos Juliá ha escrito que, si somos los que más tronos hemos derrocado, somos también los que más tronos hemos restaurado. Afortunadamente. Pues con Alfonso XII y la primera restauración España tuvo por vez primera sociedad burguesa, alternancia política, administración pública, justicia y prensa libre, industria, ateneos, ópera, e incluso ciencia (y recordemos a la Junta de Ampliación de Estudios, inicio de la ciencia moderna en España). Y la segunda restauración, ahora en la figura de Juan Carlos I y en el marco de la Constitución de 1978, abriría el periodo más fecundo de nuestra historia.
Nada lo hacía sospechar. Antes, al contrario. A comienzos de los años 60 España seguía siendo un país paria y estigmatizado en el marco europeo. Un resto de las dictaduras derrotadas en la Segunda Guerra Mundial en un entorno plenamente democrático; con una economía autárquica y cerrada cuando funcionaba ya la comunidad económica europea; y con una cultura integrista e intolerante cuando la contra-cultura parisina y californiana permeaba creencias y actitudes. Todo hacía sospechar pues que, tras la muerte del general Franco nuestra historia retomaría el curso de violencia fratricida y cainita que nos perseguía desde más de un siglo.
Pero ocurrió lo inesperado. Y ocurrió, en buena medida, porque se esperaba lo contrario. No es casual que un buen número de democracias consolidadas son el resultado de terribles guerras civiles que dan lugar a aprendizajes colectivos: never more, nunca más. No nos une el amor sino el espanto, decía Borges. Inglaterra, Estados Unidos, Francia, Italia, Alemania, Japón, y tantas otras democracias, son resultado, no del olvido, sino del recuerdo, incluso obsesivo, de la violencia originaria. La democracia española tiene su más firme cimiento en la convicción de que la Guerra Civil fue una catástrofe colectiva a evitar y se asienta en el rechazo a la misma, pero no desde la desmemoria como se asegura, sino, al contrario, desde su recuerdo. De modo que, cuando la mal llamada Memoria Histórica trata de asentar esta democracia en una de las partes frente a la otra, menospreciando la historia (en España hubo una guerra civil, no sólo un pronunciamiento militar), hace un flaco favor a la democracia pues pretendiendo afianzarla lo que hace es dividirla.
No es necesario repetir los enormes avances conseguidos en estos cuarenta años, avances de los que los españoles son muy conscientes. A la altura del 2010, una encuesta de Metroscopia mostraba que nada menos que un 72% de los españoles aseguraban con rotundidad que la actual democracia constituye el período en que mejor ha estado nuestro país en su historia. Resultado de una sociedad madura, prudente, educada y trabajadora, más bien conservadora, aunque se autodefina como de centro-izquierda. Incluso hoy mismo, y si somos capaces de dejar de lado el grave conflicto catalán (no es fácil, lo reconozco), España es una de las sociedades más estables de Europa: sin partidos u opinión pública eurófoba, sin xenofobia ni islamofobia, y sin polarización ni agresividad en la vida ciudadana. Sólo los políticos desentonan en este escenario. Miremos a Italia, Francia, Alemania, Austria, Polonia, Hungría, Suecia, Finlandia, incluso a Inglaterra o Estados Unidos. Y comparemos.
Y ello porque, a pesar de ciertos discursos, tenemos sólidas bases de legitimidad política que el sondeo más reciente del CIS (3223) ha venido a confirmar. El 85% de los españoles siguen prefiriendo la democracia a cualquier alternativa, aunque estén insatisfechos con su funcionamiento (más bien «poco» que «nada» insatisfechos); es un dato nada frecuente. Y preguntados si la forma en que se llevó a cabo la Transición a la democracia en España constituye un motivo de orgullo contestan afirmativamente tres de cada dos (el 67%), e incluso la mayoría de los jóvenes (de 18 a 24) están de acuerdo. Otra mayoría está muy o bastante satisfecha con cómo nos han ido las cosas con esta Constitución, aunque el 70% afirma después que hay que reformarla (y la mayoría, 49%, cree que debe de ser «una reforma importante»).
Y lo más importante hoy: menos de un 0,2% mencionan la Monarquía como un problema relevante. Aciertan otra vez los españoles al banalizar el necio discurso que trata de convencerlos de que se trata de una institución caduca y antidemocrática, creyendo encontrar en ella un caballo de Troya desde el que comenzar el desmantelamiento de la democracia. Incluso Pablo Iglesias reconoce que lo fundamental para definir el carácter democrático de un régimen político no es que lajefatura del Estado sea electiva o no, sino que efectivamente se garanticen las libertades. Tiene toda la razón. Y añade con mayor motivo: Pero la calidad democrática de un sistema político sí puede medirse. El problema es que no se ha molestado en hacerlo, sin duda para no enturbiar su republicanismo. Le invito a que lo haga.
Efectivamente, según el servicio de estudios de The Economist, sólo hay 19 democracias completas (full democracies), en el mundo, sobre un total de algo menos de 200 países, menos de un 10%. Pues bien, en esa lista no figuran ni los Estados Unidos ni Francia, las dos grandes repúblicas. Pero sí están Noruega, Suecia, Dinamarca, Luxemburgo, Holanda, el Reino Unido y, por cierto, España (lugar 19, estábamos en el 25 hace poco). Nada menos que siete de las ocho Monarquías parlamentarias figuran entre las veinte mejores democracias del mundo (la otra Monarquía parlamentaria, Japón es la 20, pero es ya democracia «imperfecta», al igual que Estados Unidos (lugar 21) o Francia (lugar 24)).
Tras analizar datos similares, Freedom House (el otro think tank que anualmente informa sobre el estado de la democracia en el mundo) concluía que es más probable que un sistema político sea libre si es monárquico que si es republicano; y si el régimen es libre, será de mayor calidad si es monárquico que si es republicano.
Busquemos otro indicador de calidad de los países, este más comprensivo y general, como es el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas, que atiende a variables como sanidad, educación, igualdad de la mujer y otras. Y de nuevo en los veinte primeros puestos se repiten Noruega, Dinamarca, Holanda, Suecia, Reino Unido, Japón y Luxemburgo. Bélgica es el 22 y España ocupa el lugar 27. Datos confirmados por otro índice de calidad, el Índice de Progreso Social (avalado por Michael E. Porter de la Universidad de Harvard, y Hernando de Soto) en el que en los diez primeros lugares figuran Dinamarca, Suecia, Noruega, Holanda y Reino Unido. Japón, Bélgica y España aparecen en la segunda decena. Y podría seguir.
De modo que quien piense aún que Monarquía y democracia son incompatibles que nos diga en qué datos se apoya pues la mayoría de las mejores democracias del mundo son Monarquías. Y quien siga pensando que la Monarquía tiene poco que ver con la modernidad y es una antigualla de otros tiempos haría bien también en revisar su opinión: no sólo es compatible, es que muchas están a la vanguardia de la modernidad y de la eficiencia económica y social.
¿Casualidad? Por supuesto que no. El carácter hereditario de la jefatura del Estado, justamente aquello por lo que se critica a la Monarquía, acaba siendo, contra-intuitivamente (lo dice Freedom House), un factor positivo que compensa déficits casi inevitables en las democracias republicanas. Un Rey representa a la totalidad de la nación y no a una parte o partido. Y la representa tanto en el espacio (a todos) como en el tiempo. Una anécdota que es una categoría: cuando Juan Carlos I llegó a Costa Rica en 1977, el entonces presidente Daniel Oduber, le recibió con estas palabras: Señor, hace quinientos años que esperábamos la visita del Rey de España. Difícilmente esto se hubiera podido decir de un presidente republicano. Un Rey aporta además una visión de largo plazo que compensa el cortoplacismo que las alternancias electorales imponen a las democracias. Finalmente, un Rey imprime un tono de continuidad y tradición que permite y facilita que todo cambie sin que parezca que cambia sustancialmente. Los españoles lo sabemos bien pues si pudimos pasar «de la ley a la ley» fue por la continuidad que otorgó la Corona.
Es más fácil que una Constitución dure si es democrática. Y esa democracia será de mayor calidad si está coronada. Como decía Juan José Linz, los estudiosos de la democratización harían bien en pensar más sobre la Monarquía. No nos engañemos: la defensa de la democracia española pasa hoy, sin duda, por la defensa de la Monarquía parlamentaria, y quienes atacan esta no lo hacen por las virtudes de una ficticia república (que sería un tercer fracaso), sino porque creen haber encontrado el mejor camino para su destrucción. Constitución, democracia y restauración han ido de la mano en nuestra historia y son variables que juegan juntas. Y por ello se echa de menos (se echa mucho de menos) una más vigorosa defensa de la institución desde los partidos constitucionalistas y, especialmente, de aquellos que gobiernan. Hagamos caso al 99% de los españoles: la Monarquía no es un problema, pero sí lo sería su destrucción, primer paso para liquidar la Constitución y la democracia.

jueves, 6 de diciembre de 2018

El Rey reivindica la Constitución como el "gran pacto nacional de convivencia por la concordia, la reconciliación, la democracia y la libertad"

El Mundo


La Constitución cumple 40 años. Y este día histórico quedará también como el primero en el que la Familia Real al completo estuvo presente en el Congreso: los Reyes, sus dos hijas y Don Juan Carlos y Doña Sofía. En un momento político complejo, con el desafío independentista, el perenne debate sobre la reforma de la Carta Magna y con un importante sector del arco parlamentario cuestionando la MonarquíaFelipe VI ha reivindicado el papel de la Constitución para una España "en democracia y libertad". La ha definido como "el gran pacto nacional de convivencia entre los españoles por la concordia y la reconciliación, por la democracia y por la libertad". 
Pero el Monarca también ha querido mirar hacia el futuro, en unas palabras que muchos han interpretado como un nuevo guiño a modificaciones en la Carta Magna: "Tenemos el deber de pensar en el futuro; de seguir construyendo, desde nuestras respectivas responsabilidades, una España en vanguardia, moderna y renovada; una España abierta a los cambios que nuestra sociedad". De hecho, Felipe VI ha definido la Constitución como "el alma viva de nuestra democracia". "Una democracia que no tiene vuelta atrás", ha reafirmado. 
Las apelaciones al consenso, la concordia, la democracia, la libertad y la reconciliación han sido constantes en el discurso del Rey. Son los conceptos que más ha repetido, que han servido de río para construir el relato, señalándolos como valores inherentes a la Constitución. "La Constitución es un mandato permanente de concordia entre los españoles; la voluntad de entendimiento, a través de la palabra, la razón y el derecho; la vocación de integración, respetando nuestras diferencias y nuestra diversidad".
Felipe VI ha realizado una detallada fotografía del legado y los valores que la Constitución alumbró para una España que abrazaba la democracia. La semilla sobre la que ha crecido el país en los últimos 40 años: "Transcurridos ahora ya 40 años podemos decir que, en efecto, bajo la vigencia de nuestra Constitución, España ha vivido, sin duda, el cambio político, territorial, internacional, económico y social más profundo y más radical de su historia".
En su discurso también ha habido menciones veladas para la tensión que hoy vive el país ante el desafío lanzado por los independentistas catalanes, que han erigido a Felipe VI como el foco principal de su ataque y acoso al Estado. El Rey ha hecho hincapié en la necesidad de "resolver los desencuentros mediante el diálogo, respetar las leyes y los derechos de los demás, ejercer esos derechos y acudir a los tribunales para defenderlos y cumplir sus decisiones", toda vez que "son principios definitivamente arraigados en los comportamientos de los ciudadanos". 
Asimismo, el jefe del Estado ha apelado a la "profunda transformación vivida en nuestra estructura territorial. Nunca antes en nuestra historia se había diseñado y construido una arquitectura territorial con tan profunda descentralización del poder político, y el reconocimiento y protección de nuestras lenguas, tradiciones, culturas e instituciones".
El conflicto catalán es posiblemente el mayor desafío que afronta hoy el Estado de Derecho. Pero Felipe VI ha querido recordar que no es el primero ni será el último desafío que afronte España, y que siempre ha prevalecido la Constitución. "El camino recorrido por nuestra Constitución ha sido un gran éxito colectivo pero no ha sido fácil. Muchos españoles han perdido su vida, o la de algún familiar, víctimas del fanatismo y la sinrazón terrorista; ellos estarán siempre, con la mayor dignidad, en nuestra memoria. España ha tenido que hacer frente a lo largo de estos últimos 40 años a hechos muy graves, y muy serios, que han afectado a nuestra libertad y también a nuestra convivencia. Y sin embargo, pese a todo ello, la Constitución y nuestro Estado Social y Democrático de Derecho han prevalecido".
Frente a Felipe VI, sentado en el espacio que habitualmente ocupan las taquígrafas del Congreso, se encontraba su padre, Don Juan Carlos, junto a su madre, Doña Sofía. Tras semanas de incertidumbre y polémica, la Casa del Rey decidió rehabilitar para este acto solemne a quien fuera uno de los protagonistas de la aprobación y promulgación de la Carta Magna. Se ha creado un nuevo protocolo y se ha vivido el hecho inédito, hasta ahora, de que toda la Familia Real estuviera presente en el hemiciclo -Don Juan Carlos no acudió ni a la proclamación de Felipe VI ni a los 40 años de las primeras elecciones democráticas-.
Consciente de toda las polémica que ha envuelto a su padre en las últimas fechas -audios de Corinna y el ex comisario Villarejo o la foto con el príncipe saudí Bin Salman-, Felipe VI ha querido rendir tributo a su padre en cuanto a la definición del modelo de Estado: "Una Monarquía Parlamentaria, en el seno de una democracia, que impulsó mi padre el Rey Juan Carlos I, de forma tan decisiva y determinante, durante aquel periodo trascendental de nuestra historia; y siempre junto a él, el apoyo permanente y comprometido de mi madre la Reina Sofía.