POR PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO
ABC
Del discurso de Navidad de Don Juan Carlos, me quedo con la expresa, animosa y comprometida declaración de voluntad: «… asegurar que sigo y seguiré cumpliendo siempre con ilusión mis funciones constitucionales al servicio de España. Es sin duda mi deber, pero es también mi pasión». Una referencia que ha traído a mi memoria las bellísimas palabras de Bertrand Rusell, cuando manifestaba en su Autobiography: «Tres pasiones simples pero extremadamente poderosas han gobernado mi vida: el anhelo de amor, el deseo de saber y una compasión abrumadora ante el sufrimiento de la Humanidad». Unas razones, las del renombrado filósofo inglés, a las que el Monarca ha sumado, desde el específico carácter de la Corona y su particularísimo status, una consideración añadida: la pasión de Rey. Un rico, absorbente y vitalicio entusiasmo, encauzado por el saber hacer, la contrastada experiencia y el obligado marco constitucional. Un histórico officium regis construido sobre el exigente hacer y actuar diario. Rex eris, si recte facies; rey eres —decía la máxima política— si actúas rectamente. Un oficio regio que requiere para su desempeño, como todas las obras humanas que se precien, de pasión. Ya lo adelantaba Honoré de Balzac en La Comédie humaine: «La pasión constituye todo lo humano. Sin ella, la religión, la novela, el arte serían inútiles». Pasión, en el caso del Rey, ¡en la mejor gestión de la Res publica! Al tiempo que la persuasiva alocución navideña nos confirma nuevamente la lógica interna de toda monarquía: las abdicaciones y renuncias son excepcionales y anómalas, forman parte de las «patologías institucionales».
La monarquía parlamentaria supone en esta España constitucional tres cosas. Primera: la Monarquía resuelve, como ninguna forma de gobierno, la compleja cuestión de la transmisión del poder político, inevitablemente problemática al producirse en el vértice de la organización jurídico-política del Estado; esto es, aquella que se da entre órganos constitucionales situados —Rey, Congreso de los Diputados, Senado, Gobierno, Tribunal Constitucional y Consejo General del Poder Judicial— en relaciones de estricta paridad y coordinación jerárquicas. Por más que la Jefatura del Estado goce de una superior dignidad formal. Lo afirmaba Karl Friedrich en su obra Gobierno constitucional y democracia: «El constitucionalismo representa un complejo sistema para organizar adecuadamente la transmisión del poder supremo». Este es el último sentido de la distinguida mención del Monarca a don Felipe de Borbón. Una referencia que no es, pues viene realizándose intencionadamente desde hace años, improvisada ni secundaria: «He contado… con el afecto de los españoles y con el activo apoyo del Príncipe de Asturias». Don Juan Carlos ha explicitado, desde su condición de cabeza de la Corona y padre de Don Felipe, el mandato de la Constitución de 1978: «El Príncipe heredero, desde su nacimiento o desde que se produzca el hecho que origine el llamamiento, tendrá la dignidad de Príncipe de Asturias y los demás títulos… vinculados tradicionalmente al sucesor de la Corona» (artículo 57. 2).
Segunda: en una monarquía parlamentaria el Rey, y así lo ha refrendado Don Juan Carlos durante su reinado, disfruta de un Poder Moderador nacido de la Constitución. En esta halla aquel su principal legitimidad —la legitimidad racional normativa acuñada por Max Weber— y su legalidad de obrar. Nada de caducos principios monárquicos ni de ancestrales soberanías compartidas, incompatibles con los regímenes democráticos. Así se dispone sin ambages en el texto constitucional: «La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado» (artículo 2.2); «Los ciudadanos y los poderes públicos —incluido el Monarca— están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico» (artículo 9.1); y «El Rey… ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes» (artículo 56.1). Una realidad que Don Juan Carlos ha recordado asimismo, al invocar reflexivamente en su discurso el destacado papel de «nuestras instituciones en el marco de convivencia y estabilidad que asegura nuestra Constitución».
Y tercera: el Rey carece de Poderes Ejecutivos —encomendados al Gobierno («El Gobierno dirige —dice el artículo 97 CE— la política interior y exterior del Estado…»)—, Legislativos —asignados al Parlamento— («Las Cortes Generales representan —señala el artículo 66 1 y 2 CE— al pueblo español… ejercen la potestad legislativa, aprueban sus Presupuestos, controlan la acción del Gobierno…») y Judiciales («La Justicia emana del pueblo —se apunta en el artículo 116.1 CE— y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del Poder Judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley»)—. El Monarca disfruta así de auctoritas, pero carece de potestas; es decir, el Monarca «reina, pero no gobierna». Don Juan Carlos ejerce de esta suerte un Poder Moderador, un Pouvoir neutre —recordando a Benjamin Constant— tan pertinente en los sistemas constitucionales, en los que la Jefatura del Estado se encuentra audessus de la mêlée, al margen de la refriega política cotidiana entre partidos. Este es el significado de la Carta Magna de 1978, cuando prescribe: «El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones…» (artículo 56.1 CE).
Poderes, pues, sí, y además constitucionales por naturaleza, pero de arbitraje y moderación, mientras actúa como integrador símbolo de unidad y permanencia del Estado, de enorme relevancia hoy, dada la intensa descentralización del Estado de las Autonomías. Estos son sus títulos para su recurrente llamada a la unidad: «Y para crecer como necesitamos, debemos proseguir y abordar juntos las reformas necesarias… sabiendo que juntos llegaremos siempre más lejos.» Y la necesidad, apuntada acto seguido por el Rey, de rearmarnos moralmente en favor de una regeneración individual como ciudadanos y colectiva como pueblo: «Necesitamos unidad, responsabilidad y solidaridad. Estos son los mejores aliados para vencer dificultades y alimentar nuestras esperanzas. Es preciso fomentar el ejercicio de grandes valores y virtudes como la voluntad de superación, el rigor, el sacrificio y la honradez».
Tenía razón Roland Barthes, el semiólogo francés, al afirmar en sus Mythologies que «lo que el público reclama es la imagen de la pasión, no la pasión misma». Pasión de Rey, pasión por el trabajo bien hecho. Pero una pasión que no requiere de sobresaltos, azaramientos ni precipitaciones, sino todo lo contrario: equilibrio, sensatez y moderación. Un poco de pasión —decía bien Stendhal en Vida de Henri Brulard— aumenta el ingenio, mucho lo apaga». Don Juan Carlos, como antes el Premier británico, Benjamín Disraeli, atestigua pues que «el hombre es verdaderamente grande tan solo cuando actúa apasionadamente». A mí, Don Juan Carlos me ha persuadido. Quizá porque, como decía La Rochefoucauld en sus Maximes, «las pasiones son los únicos oradores que persuaden siempre». Sobre todo, diría yo, cuando la pasión se pone en la forja de una convivencia más libre, más justa y más solidaria. La pasión de todos, la pasión de una Nación. La pasión de su Rey.
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO, RECTOR DE LA UNIVERSIDAD REY JUAN CARLOS
martes, 28 de diciembre de 2010
Pasión de Rey
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