sábado, 4 de diciembre de 2010

De la monarquía hispánica a las cortes de Cádiz

POR PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO
ABC
 
La mejor forma de sobrellevar esta inmisericorde crisis económica es buscar el espíritu benefactor y hasta taumatúrgico del arte. El arte puede sanarnos un alma atribulada por la desazón y el temor. Nada mejor para escapar a las malhadadas noticias sobre la caída de los mercados financieros, el desmantelamiento del tejido empresarial, el galopante desempleo, la ausencia de competitividad, la reducción de las prestaciones sociales, la falta de productividad y la quiebra de algunas instituciones y administraciones públicas, que echarnos literalmente en los brazos salvadores del arte. Tenía razón Nietzsche cuando esgrimía, en El crepúsculo de los dioses, que «el arte es el gran estimulante para vivir». Y a tal efecto les recomiendo una de las excelentes exposiciones que pueden disfrutarse en la capital de España, y que me temo no está recibiendo la atención que se merece, más centrada —no lo voy a recriminar, pues son asimismo espléndidas— en las retrospectivas sobre Renoir y Rubens en el Museo del Prado, y en los fondos de la Duncan Phillips en la Fundación Mapfre. Me refiero a La Pintura de los Reinos, que puede verse también en el Museo del Prado y en el Palacio Real. Una ocasión para satisfacer dos necesidades. Una, académica, vinculada al conocimiento de la mejor Historia de España; de la Historia de España con mayúsculas y de verdad. La historia de la Corona y de los Virreinatos americanos. En palabras de su comisario, el hispanista Jonathan Brown, la Exposición es «un gran regalo para los españoles, que en general no son conscientes del inmenso potencial de creación cultural que tuvo España». Otra, estética, en aras del pertinente sosiego del alma y de un ponderado equilibrio de unos ánimos entristecidos; el arte como instrumento de atemperar las dificultades y las penas. Una pintura dominada por las ideas de la Contrarreforma y el Barroco católico. En resumidas cuentas, el arte como mejor marañonianaterapéutica.

En efecto, la Exposición La Pintura de los Reinos es una oportunidad para acercarnos al arte de la Monarquía hispánica. Aquella Monarquía que forjaba, durante el Imperio español de los siglos XVI y XVII, la representación artística más importante del mundo. Ahora que se habla tanto de la internacionalización, de la macluhiana aldea global, La Pintura de los Reinoses una ocasión para aproximarnos —al hilo de sus ciento veinticinco piezas— a la que podríamos calificar como la primera muestra de arte global de la Historia: el arte de la Monarquía hispánica. Del arte creado en la España peninsular, pero también del arte elaborado en la América española. De zambullirnos en el arte español, en su sentido más amplio, lo que era tanto como decir europeo y americano. Un arte hispánico por sus orígenes y fines, pero universal por su extensión y pretensiones. Un arte que iba de la peruana Cuzco a la flamenca Amberes, de las ibéricas Madrid y Sevilla hasta la azteca México y la filipina Manila. Estamos, pues, ante la primigenia exteriorización del arte universal. La lectura nacionalista de la historia del arte, de contornos impermeables y cerrados, no aparece en Europa hasta la derrota de las tropas de Napoleón y el Congreso de Viena. El nacionalismo político, que salvaguardaba la identidad propia, frente a las frustradas aspiraciones uniformadoras bonapartistas, requería de una pintura nacional. Una realidad que se consolida en Europa con la I Guerra Mundial. Unas expresiones artísticas globalizadas que se adelantaban ¡más de trescientos años! a la mundialización artística.

Los artistas de la Monarquía hispánica erigieron un arte universalizado antes del advenimiento cosmopolita de los pintores impresionistas, de los revolucionarios cubistas y del expresionismo abstracto. En suma, unos adelantados a su tiempo y a la modernidad. Un arte que se redefinía diariamente, matizaba a conveniencia, se reinterpretaba según el lugar, se transformaba con el tiempo y se acomodaba a las especificidades de cada territorio dentro del paraguas común de una Monarquía compuesta, diferenciada y plural. Lo que se constata, por ejemplo, en la visualización de la representación del poder: dominada mayoritariamente en la América peninsular por la omnipotente figura del Rey, en la América española —dada la limitación de los mandatos de los virreyes— exaltaba, por contra, la atemporal jerarquía eclesiástica. Una diversidad que alcanzaba, asimismo, a cada uno de los territorios. Poco tenía que ver el mantenimiento de la herencia precolombina en las ciudades del Perú, con la mayor europeización en el Nuevo Mundo. O las disimilitudes evidentes entre Manila y Potosí. Sirva como ejemplo la disparidad compositiva y de factura entre el majestuoso Retrato de Moctezuma de Antonio Rodríguez y la piadosa Comunión de santa Teresa de Juan Martín Cabezalero. Un acierto, por tanto, el ciclo de conferencias que ha organizado la Real Academia de la Historia y el reciente libro de Hugh Thomas con el título El Imperio español de Carlos V. Ya lo adelantaba Stevenson: «El arte es un juego, pero hay que jugar con la seriedad de un niño que juega».

Una Monarquía hispánica que disfrutaba —dependiendo de sus territorios en Nápoles, Flandes, Castilla y Aragón, Nueva España, Quito, Perú— de sus particulares ordenamientos, leyes e instituciones políticas, como de sus plurales artistas, motivos y significados. Una Monarquía compuesta y descentralizada en su ordenación político-territorial, y compuesta y descentralizada en sus manifestaciones artísticas según los Estados de aquí y de allí, según los gustos de unos y de otros. En una Monarquía donde conviven el centro y la periferia, los elementos centrípetos pero también las tensiones centrífugas, las herencias comunes y los legados desemejantes, la mayor internacionalización, pero asimismo la exaltación de lo particular. Donde hay identidades propias y dispares, pero simultáneamente compartidas y leales al Rey. Nadie escapa a esta liturgia homogénea, pero diversa: ni monarcas, ni nobles, ni validos, ni virreyes, ni clero, ni el pueblo. Una Monarquía hispánica forjada desde la mezcolanza, la yuxtaposición, el intercambio, la simbiosis. Una Monarquía, por tanto, globalizada, única y plural, donde conviven sincréticamente las Vírgenes sevillanas de Murillo y las Vírgenes mejicanas de Guadalupe, los ángeles pintados en Bruselas y en Manila, los retratos de los Virreyes de Perú y los gobernantes de Filipinas. La Exposición, permítanme una metáfora politológica, sería la prueba de un constitucionalismo flexible y elástico. Un constitucionalismo que se acomoda, sin sobresaltos, de forma sosegada y tranquila, a las singulares circunstancias de cada hecho, negocio o relación. Un constitucionalismo que bebería en las fuentes de Bryce en su obra Constituciones rígidas y flexiblesy en la noción de elasticidad constitucional. Así las cosas, hemos de ir aquí obligatoriamente más allá de Flaubert, cuando señalaba descreídamente que «la moral del arte consiste en su belleza misma».

Ya lo manifestaba la Constitución de Cádiz de 1812 en su artículo 1: «La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios». La Exposición reiterada es una buena manera de conocer nuestro pasado, el mejor arte de los siglos XVII y XVIII, y de conmemorar —tras la fragmentación de la Monarquía hispánica— los procesos de independencia americana. Nos permite refrendar —como decía el pintor Manuel Viola— que «el objetivo final del arte es mostrar los tejidos internos del alma». En este caso, de la Monarquía hispánica, de nuestra historia y de su mejor arte.

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