domingo, 26 de febrero de 2006

El Rey y el 23-f

 
JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS
Director de ABC
 
HACE veinticinco años más de la mitad de los españoles eran menores de edad y vivieron la intentona golpista del 23-F como un episodio superficial. Para la otra mitad de los ciudadanos de España, aquella malhadada noche fue especialmente oscura. Lo fue hasta que el Rey, en su condición constitucional de jefe supremo de las Fuerzas Armadas, ordenó a los militares golpistas que depusieran su actitud, reintegrasen la tropa a los cuarteles y acatasen la autoridad de las instituciones democráticas. Tras la intervención de Don Juan Carlos, el golpe se dio por fracasado y, efectivamente, fracasó. Pero antes de las palabras del Rey, ya en la madrugada, nadie apostaba por la supervivencia del régimen democrático de 1978.

Transcurrido un cuarto de siglo, cuando la memoria alcanza fácilmente aquellos acontecimientos sin necesidad de relatos históricos, los nacionalismos, henchidos de la prepotencia que les granjea constituirse en garantes de la continuidad del Gobierno, han arrancado al Congreso de los Diputados una mendaz declaración institucional en la que omiten, con una voluntad política transparente de lesionar a la Corona, el papel esencial, imprescindible, del Rey en el fracaso del intento de golpe de Estado. La aquiescencia de los dos grandes partidos nacionales con la versión impuesta por los nacionalistas es de una extrema gravedad política. Y ocultar el alcance de ese mal paso sería incurrir en una banalidad imperdonable. Porque la cesión de socialistas y populares en el contenido de esa declaración institucional enlaza con una sensación ambiental que se viene percibiendo desde hace un tiempo en el clima político español en función del cual unos consideran la Monarquía como un elemento decorativo del sistema -determinados sectores de la izquierda-, y otros se sienten desprendidos de la lealtad tradicional y perseverante a la Jefatura del Estado -determinados sectores de la derecha-.

Desde hace un tiempo, las convenciones democráticas que amparaban a la Corona -absolutamente desposeída de poderes constitucionales para su autoprotección- han ido decayendo. En la medida en la que se ha puesto en tela de juicio la legitimidad que alentó la transición democrática, se está tratando de erosionar la propia de la Monarquía que acumula la de carácter histórico, la democrática a través del referéndum constitucional y la que se denomina legitimidad de ejercicio. Pues bien: el rol que jugó el Rey el 23-F le otorgó a él y a la institución un patrimonio incalculable de esta última que, en combinación con las precedentes, hace de la Corona un referente imprescindible del régimen de libertades felizmente instalado en España. De tal suerte que el Rey no fue sólo motor del cambio, que lo fue, sino que, además, Don Juan Carlos salvó la democracia en España cuando ésta naufragaba en una asonada militar que descompuso la entereza de decenas de dirigentes políticos que, bien cuerpo a tierra en el Parlamento, bien pies en polvorosa, carecieron de esencia y presencia en la defensa de la libertad.

Resulta en exceso irritante que los nacionalistas, con la permisividad casi lanar de los grandes partidos nacionales, traten, y consigan, volver a escribir la historia de España con grave lesión a la verdad; pero no es admisible que intenten -y a lo que se ve, también se les permita-, privar de la veracidad a sus contemporáneos en las versiones que admiten una compulsa empírica directa, es decir, una comprobación indubitada de los hechos. La instalación de la mentira en el circuito de la dialéctica política es casi un valor entendido que los ciudadanos comienzan a asumir con desprecio. Pero cuando el embuste quiere anegar los episodios más auténticos de nuestro reciente pretérito, hiriendo a la única institución integradora de nuestra abrupta convivencia, es preciso poner pies en pared y denunciar la villanía.

La Monarquía no es de izquierdas ni de derechas, afirmación que siendo una obviedad en su formulación no lo es tanto cuando el Rey traduce la teoría en la práctica de la institución. Sin embargo, la Monarquía sí es un elemento fundacional y fundamental de la Nación española y su titular es el «símbolo» de la «unidad y permanencia» del Estado según la propia Constitución y siendo ésta la razón profunda de su inserción en el sistema democrático, los nacionalistas procuran un apagón político de la luminosidad de la figura del Rey ya que al hacerlo introducen la urdimbre institucional en las tinieblas de la confusión.

Siendo tan evidente este propósito torticero, ¿cómo es que el PSOE y el PP secundan con su voto una declaración institucional como la aprobada por el Congreso el pasado jueves? Existen, creo, algunas respuestas a esta interrogante tan sañuda. Casi todas ellas son delicadas pero antes pronto que tarde habrá que dar cara al intento político, minoritario pero muy cierto, de introducir en el paquete de esta infortunada segunda transición el debate sobre la forma de Estado. Por razones distintas -e insisto que minoritarias, pero reales- concurren en el desafecto a la Corona gentes muy diversas con propósitos también muy diferentes. Ya se pronunció en España por persona de muchos conocimientos aquello de delenda est Monarchia y luego la rectificación fue histórica. Como en nuestro país de la historia no se aprende, vuelven algunos por donde solían y en ese deambular coinciden extraños compañeros de viaje.

Resulta ilustrativo, pero no sorprendente, que un extremista mediático de la derecha más recalcitrante reclame la abdicación del Rey («Don Juan Carlos ha perdido apoyo a chorros e , indudablemente, la Monarquía se ve afectada por eso... sólo se podría salvar si el Rey abdicara...») en coincidencia casi simétrica con lo que propala a estos efectos un partido republicano, uno de cuyos miembros en el Congreso de los Diputados concluyó su intervención en la tribuna con un ¡Salud y República!, sin que nadie, ni el presidente de la Cámara, se inmutase. Es más difícil de entender que la propiedad del soporte desde el que se profiere día sí y día también ataques contra la Monarquía sea conservadora por su propia naturaleza y que la diputada gritona pertenezca a una formación política asociada al Gobierno de España. Aunque ya se sabe que los extremos se tocan, era de esperar que las gentes sensatas del PSOE y del PP no se dejasen succionar por esta suerte de subversión sutil y constante que desde la extrema derecha y la extrema izquierda han convertido a la Corona en un objetivo desarmado e indefenso de sus exabruptos.

Aunque con mezquindad no exenta de tactismo los nacionalismos, con el concurso de la volatilidad ideológica y estratégica de los partidos nacionales, hayan querido regatear al Rey y a la institución que encarna el mérito histórico de su comportamiento el 23-F, la terca realidad -muy próxima en el tiempo, sólo hace de esto un cuarto de siglo- no permite que el embuste prospere. Y si se persistiese en él, la causa monárquica -que ha sido la causa de una España en libertad, unida en su pluralidad, con el vértice integrador de un Rey de todos- volvería a ser una digna militancia que engrosaría, ante la pasividad de una clase política banal, la inmensa mayoría de los españoles.

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