miércoles, 7 de diciembre de 2005

Constitución y Corona

POR PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO RECTOR DE LA UNIVERSIDAD REY JUAN CARLOS
ABC
 
La conmemoración del trigésimo aniversario de la llegada al trono de Don Juan Carlos y la celebración del vigésimo séptimo de nuestra Carta Magna de 1978 confirman la indisoluble ligazón entre ambas realidades políticas. Nos referimos a la interdependiente relación entre Constitución y Corona, si deseamos hacer hincapié en la principal legitimidad de esta última, o de la Corona y la Constitución, si queremos resaltar el esencial papel desplegado por el Monarca en su primigenio impulso y, hasta en su preservación, en los momentos más comprometidos de la España constitucional. Una España denominada, precisamente, constitucional, por su conformación alrededor de su Constitución. Aunque podríamos realizar una reflexión más, toda vez que la presencia de laCorona informa una parte relevante de la Constitución, pues no es posible explicar la Magna Carta de 1978 sin hacerlo al hilo de la Monarquía, así como para conocer el significado de la Monarquía parlamentaria debemos remitirnos igualmente a la Constitución.

En efecto, la entronización de una Constitución democrática para la España constitucional no se puede argumentar sin el destacadísimo hacer del Rey. Un actuar, bien engarzado y continuo, que arranca ya, como motor del cambio, desde la Transición política. Recordemos el compromiso de la Corona con la reconciliación de las dos Españas, cainitamente enfrentadas en una fratricida Guerra Civil, y su decidida voluntad de auspiciar un auténtico régimen constitucional. De un Pacto constituyente nacional, concordado y sin exclusiones, que cerrara las secuelas de la guerra, y que posibilitara una ordenación constitucional de todos los españoles. Una Constitución que clausurara de forma irreversible una azarada y quebrantada historia constitucional caracterizada por la trágica y desazonadora imposibilidad de aprobar, hasta entonces, un marco político de convivencia coparticipado por la ciudadanía española en su plural integridad.

Una apuesta por la concordia nacional constatada ya desde el discurso de Don Juan Carlos en su misma proclamación como Rey el 22 de noviembre de 1975: «La institución que personifico integra a todos los españoles». Y una acción con una mirada puesta, no podía ser de otro modo, en la forja de una inmediata sociedad democrática, como volvería a reafirmar en su intervención ante el Congreso norteamericano el 2 de junio de 1976: «La Monarquía española se ha comprometido desde el primer día a ser una institución abierta en la que todos los ciudadanos tengan un sitio holgado para su participación política sin discriminación de ninguna clase».

Pero siendo tales declaraciones relevantes, lo fue mucho más su confirmación por los hechos venideros. Sobre todo, con ocasión de la Ley para la Reforma Política. Una ley -respaldada mayoritariamente por el pueblo español en el referéndum de 15 de diciembre de 1976- que ponía los cimientos para hacer posible, sólo dos años más tarde, y no es un mero juego de palabras, la aprobación de la, ahora sí, Ley de Reforma Política: la vigente Constitución de 1978. Por eso es fácil comprender la trascendencia del también discurso de Don Juan Carlos en la apertura de la primera legislatura democrática el 22 de julio de 1977: «La Corona desea una Constitución que dé cabida a todas las peculiaridades de nuestro pueblo y que garantice sus derechos históricos y actuales».

Aunque, como adelantábamos, el papel del Jefe del Estado fue asimismo determinante en la salvaguardia de la Constitución con ocasión del frustrado golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Sirva, como mejor ejemplo, un breve extracto del firme mensaje del Monarca: «La Corona no puede tolerar en forma alguna acciones o actitudes que pretendan interrumpir por la fuerza el proceso democrático de la Constitución votada por el pueblo español». Por todo ello, a nadie extrañaría, de encontrarnos, por ejemplo, en los tiempos medievales, el tratamiento de la figura de Don Juan Carlos como uno de los monarcas legisladores de su tiempo. Su nombre quedaría así vinculado al de Alfonso X El Sabio y sus Partidas; al de Alfonso XI, el artífice del Ordenamiento de Alcalá; al de Federico II de Sicilia, el denominado stupor quoque mundi et inmutator mirabilis, y sus Constituciones de Melfi; o al de Eduardo I de Inglaterra, el Justiniano inglés, que convocó el Parlamento modelo en 1295.

Por todo lo expuesto, se pueda afirmar que Don Juan Carlos ha sabido sintetizar a lo largo de su reinado las tres tradicionales legitimidades que justificaban, según la clásica construcción de Max Weber, el ejercicio del poder político. Primera, la histórica, en tanto que legítimo heredero de la dinastía tradicional. Segunda, la carismática, a la vista de sus innegables facultades para el buen gobierno. Y tercera, la racional normativa, hoy basada, una vez más, en la Constitución.

Ahora bien, como decíamos, la Corona define asimismo parte estructural de nuestro régimen político: «La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria» (artículo 1. 3). Y, por eso, el Jefe del Estado se presenta como el Poder moderador que ejerce su autoritas por encima de las cotidianas refriegas políticas. Un Rey que, al carecer de efectiva potestas, reina pero no gobierna, o, si se prefiere, no gobierna pero reina, ya que el Poder legislativo compete a las Cortes Generales, mientras que el Poder ejecutivo se encomienda al Gobierno. O, volviendo a la Constitución -¡qué mejor homenaje a ésta!-, «El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones». (artículo 56. 1).

Así las cosas, esta Monarquía parlamentaria -la mejor valorada de las instituciones- y la Constitución de 1978 -la más acertada de nuestras Constituciones- deben seguir siendo el firme reposo sobre el que descanse el futuro venidero. Es cierto, como afirmaba Thomas Jefferson, que las generaciones futuras no pueden quedar encadenadas por las obras de las pasadas, pero también lo es que nada hay más acertado que saber velar -¡la Constitución americana es de 1787!- por todo lo bueno tan difícilmente alcanzado. Un acertado momento, pues, el presente, para hacer una declaración explícita sobre la pertinencia de resguardar los principios nucleares de nuestra Constitución, ahora que se escuchan extravagantes, cuando no abiertas, propuestas secesionistas.

Si hay, por tanto, que modificar alguno de sus aspectos, hagámoslo. Pero eso sí, en el momento políticamente oportuno, entre todos, es decir, con un mayoritario consenso constitucional y, desde luego, con un escrupuloso respeto -cuidado con las espurias revisiones encubiertas- a los procedimientos de reforma constitucional. No vaya a ser que nos vayamos a encontrar, como en el cuadro de Pieter Bruegel, Parábola de los ciegos, -donde una hilera de hombres grotescos y ridículos va cayendo neciamente al río-, perdiendo el equilibrio y la estabilidad que hoy disfrutamos. El Rey lo describió certeramente ante las Cortes en el XXV aniversario de la Constitución: «No dilapidemos el caudal de entendimiento acumulado en torno a nuestra Norma fundamental. Esta conmemoración es una ocasión propicia para, desde la posición que me asigna la Constitución, dirigir una llamada a la prudencia y a la responsabilidad, a los hábitos del diálogo sincero, del consenso y de la moderación, para preservar y fortalecer juntos los pilares esenciales de nuestra convivencia».

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