Rafael Ramos
La Vanguardia
¿Qué tienen en común Santa Helena y Ascensión, Gibraltar y las Malvinas, Pitcairn y el archipiélago de Chagos, las Caimán y las Turcas y Caicos?
Son los restos de aquel imperio británico en el que nunca se ponía el sol, territorios de ultramar en muchos casos remotos que veneran a la reina y muestran una lealtad incondicional a la Corona a pesar de sentirse discriminados, olvidados e incluso despreciados por el Gobierno de Londres.
Tras conceder hace una generación la independencia al grueso de sus colonias, el Reino Unido conserva catorce souvenirs de su antiguo poderío, en unos casos por razones estratégicas y políticas (Gibraltar, las Malvinas, las islas Chagos), pero en la mayoría por tratarse de enclaves inviables económicamente que han de ser subvencionados por la metrópoli para poder sobrevivir y constituyen una carga de la que el Tesoro desearía deshacerse en los actuales tiempos de crisis. Oficialmente denominados territorios británicos de ultramar, salvo honrosas excepciones, son sinónimo de los más variopintos conflictos: disputas de soberanía (con España y Argentina) en el caso de Gibraltar y las Malvinas; un monumental escándalo de corrupción en las islas Turcas y Caicos; el hundimiento económico de las Caimán; el aislamiento de Santa Helena (a cinco días en barco de Ciudad del Cabo); el exilio forzoso de los nativos del archipiélago de Chagos para construir la base norteamericana de Diego García; la deportación de presos de Guantánamo por EE.UU. a Bermudas sin conocimiento del Foreign Office; la despoblación de Pitcairn (donde quedan 51 habitantes), y así sucesivamente. Es como si una maldición persiguiera a los restos del imperio. Cuando no se tratade problemas políticos y económicos, la naturaleza mete mano como en Montserrat (isla caribeña aún tocada por la erupción de un volcán hace unos años) o Anguilla (destino favorito de muchos huracanes).
Las catorce colonias que conserva Gran Bretaña tienen un grave problema de representación en Londres, reflejo del desinterés por sus vicisitudes. Tras el desmantelamiento hace cuarenta años del Ministerio de Asuntos Coloniales, pasaron a ser responsabilidad del Foreign Office. Pero los responsables de la diplomacia británica, preocupados por grandes guerras y las relaciones con Washington o París, consideraron pecata minuta las cuitas de Pitcairn o Montserrat, y le pasaron los trastos al Departamento de Desarrollo Internacional, cuya responsabilidad primaria es la ayuda al tercer mundo.
Los habitantes de los territorios de ultramar tienen muchos de los derechos de cualquier ciudadano británico en materia de educación, sanidad, pensiones y asistencia social, pero están sometidos a limitaciones migratorias. Londres les ha concedido el mayor grado de autonomía posible, subordinados a la figura de un gobernador que hace de enlace con la capital y es una figura fundamentalmente simbólica cuyo principal valor son los gintonics y té con pastas que da en el jardín de su mansión.
Santa Helena es un magnífico ejemplo. Isla volcánica en medio del Atlántico a mitad de camino entre África y Sudamérica (a la que fue exiliado Napoleón desde la derrota de Waterloo hasta su muerte, en 1821), y conectada con la civilización por un barco correo que lleva suministros (y pasajeros) tan sólo una vez al mes, necesita urgentemente un aeropuerto. Pero el Gobierno de Gordon Brown se ha desdicho de su promesa de construirlo, alegando que en plena crisis económica puede dar mucho mejor uso a los trescientos millones de euros que costaría.
El panorama social de Santa Helena es típico de la mayoría de colonias: una población muy envejecida (los jóvenes se van en busca de oportunidades), sueldos bajos (unos quinientos euros al mes de promedio), condiciones inhóspitas, aislamiento (el hospital más cercano está en Sudáfrica), economía agraria y un elevado coste de los alimentos y gasolina y bienes de primera necesidad debido al transporte. Del presupuesto anual de 25 millones de euros, Londres se hace cargo de más de la mitad.
Las Malvinas reciben una mayor atención (sobre todo militar), pero tan sólo por la amenazante presencia de Argentina a cuatrocientos kilómetros y el descubrimiento de yacimientos de petróleo. Sus tres mil habitantes, cuyo principal divertimento ha sido hasta ahora contar ovejas y ver pasar los cruceros, ya sueñan con tener su primer cine.
Tres tipos de colonias
LAS PITCAIRN
Son cuatro islas volcánicas situadas en el océano Pacífico meridional, conocidas porque sus habitantes (tan sólo 51) son los descendientes de nueve de los amotinados del navío Bounty y los tahitianos que les acompañaban. Aunque no es una nación soberana, se trata de la jurisdicción menos poblada del planeta. Es colonia británica desde 1838, y uno de los primeros territorios del imperio que concedieron el voto a las mujeres.
EL ARCHIPIÉLAGO DE CHAGOS
Es un grupo de siete atolones y sesenta islitas en medio del océano Índico, unos quinientos kilómetros al sur de las Maldivas, a mitad de camino entre Tanzania y Java. Estuvieron habitados por los chagosianos durante siglo y medio, hasta que Londres y Washington se pusieron de acuerdo en 1960 para expulsarlos, trasladarlos a Mauricio y construir una base aeronaval norteamericana en Diego García, considerada por el Pentágono de enorme valor estratégico para operaciones en Oriente Medio y el golfo Pérsico. La demanda de compensaciones colea todavía en los tribunales británicos. En la actualidad, no hay ninguna actividad agrícola o industrial, y toda el agua y la comida vienen de fuera.
BERMUDAS
Situada en el Atlántico frente a la costa este de Estados Unidos, es la colonia británica más antigua y la más poblada (65.000 habitantes). Consta de unas 150 islas y tiene una economía próspera, con una de las rentas per cápita más altas del mundo, basada en las finanzas y el turismo. Uno de los principales problemas es el elevadísimo coste de la vivienda. Fue descubierta en 1503 por el explorador español Juan de Bermúdez.
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