El lector habitual del blog conocerá mi admiración por la tradición real, la pompa y ceremonial que acompañan a la realeza. No sólo por lo vistoso de los uniformes, las fanfarrias o los desfiles sino por la tradición que encierran, la historia de la que son deudores y los simbolismos propios de la Institución.
Por todo esto me apena que en aras de una equivocada idea de progresismos o de modernidad mal entendida, se pervierta la tradición y se degrade el ceremonial.
Esto viene a colación de las míticas carreras de Ascot y la crónica firmada por Eduardo Suárez en El Mundo y que reproduzco a continuación.
Lo primero que debe hacer uno al llegar a Ascot es rebañar unos peniques en el bolsillo y comprar el Racing Post. Y no porque sea el oráculo imprescindible para apostar sino porque merece la pena perder un minuto para hablar con Jason. No tiene pérdida. Está apostado detrás de un mostrador azul y tiene 87 años, el rostro arrugado y la nariz ganchuda. «Esto ya no es lo que era. Han cambiado mucho las cosas», dice sin levantar la mirada de la pila de periódicos. «Hace 43 años, la gente era muy estirada. Ahora pierden los estribos y se dejan hacer».
Y tanto que sí. Porque uno descubre enseguida que Ascot no es el reducto de pompa y circunstancia que dibujan los tópicos de las guías. Tampoco el patio de recreo donde chapotean los despojos de la aristocracia inglesa. En realidad, no es más que el reflejo del Reino Unido. Un país al que los siglos no han despojado del todo del esqueleto de los estamentos sociales. Todos ellos están aquí. Los más pudientes, en los lujosos dominios de la Royal Box. Los menesterosos, brujuleando por el césped en pos de una foto cómplice o un retazo de excentricidad que llevarse de recuerdo.
La primera carrera de caballos se corrió en Ascot el 11 de agosto de 1711. Compitieron apenas siete purasangres por un premio de 100 guineas. Hoy es todo más complejo y más enrevesado. El torneo se extiende durante una semana y se disputan trofeos de distinto fuste.
El recinto está atestado de bares y restaurantes, en los servicios casi siempre hay cola y en la tribuna reina un caos despreocupado. Uno puede comer por unas 14 libras una quiche con una ensalada de lechuga y parmesano pero es imposible aliñarla con aceite de oliva. Es mucho más facil hacerse con una jarra de Pimm's o comprar una bolsa de plastico con hielos y una botella de champán Jacquart.
El día no se abre oficialmente hasta que se abre paso parsimoniosa la carroza descapotable de la Reina. Una formalidad que la muchedumbre recibe con alborozo. Unos, presa de un entusiasmo genuino. Otros, porque han acertado con el color del atuendo.
Porque conviene saber que en Ascot nada es sagrado: todo se apuesta. El sábado los corredores ofrecían 5 a 1 por una pamela amarilla en la cabeza de Su Majestad. Al final resultó ser azul, pero hubo quien acertó y sacó tajada de ello.
Para apostar uno tiene dos opciones. Visitar la ventanilla de un mayorista o decidirse por un corredor independiente. Son más de 100 y están todos al pie del graderío. Y de entre ellos sobresale Ron. Tampoco tiene pérdida. Mofletes rojos, barba desafeitada y un cuello que no le cabe dentro de la camisa. Viene a Ascot desde hace 10 años. Antes se trabajaba los canódromos pero casi todos cerraron. Si le preguntan por sus ingresos, cambia el gesto y dice que no le salen las cuentas. Uno diría que miente. Pero quizá no.
En Ascot es casi inevitable jugarse algo. Aunque sea un billete de cinco libras. El hipódromo está salpicado de fanáticos de los caballos, pero la turba apuesta por las resonancias de los nombres. Nombres en ocasiones lastimeros -Martyr-, irónicos -Imperatore Claudius- e incluso desiderativos -Record Breaker-. Y casi siempre tocados por la varita mágica del ingenio de los dueños.
Si uno tiene la suerte de acceder al palco real, no debe jugársela con la ropa. Ellas no pueden lucir minifaldas ni vestidos sin mangas. Ellos deben entrar con chistera y chaqué. Lo esencial, por supuesto, es dar con la chistera adecuada. Hay quien la alquila por 35 libras y quien se compra en eBay por unas 200 una sobeteada de segunda mano. Los nuevos modelos rondan los 800 euros y no se hacen a medida desde 1980.
Formalidades que se van desabrochando sutilmente a medida que avanza la tarde. Es entonces cuando las corbatas se aflojan, los tacones se quitan y los sombreros cambian de mano. Y la muchedumbre se abandona a la inconsciencia del alcohol y a los placeres mundanos.
Ellas descabalgan de los tacones y ellos se calzan sus pamelas de colores. Y todos cantan al son de la banda con los sombreros de piel de oso, que interpreta a Sinatra, a John Williams y a los Beatles. Porque en realidad Ascot no es muy diferente de cualquier otra barbacoa inglesa: hay alcohol, el cielo amenaza lluvia y la gente se desmadeja. Luego todos se van y sobre la pradera de Ascot flota un aroma a orines, maquillaje y mostaza francesa.
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