lunes, 21 de enero de 2008

Dear King

ABC

EL Rey ha cumplido 70 años. Por muchas razones, no ya sólo por ésta trivial y convencional del cumpleaños, es hora de hablar del Rey. Han pasado ya más de treinta años desde la instauración monárquica. Un acontecimiento histórico excepcional, seguramente irrepetible. Nada ocurrió como estaba previsto, no todo estaba atado y bien atado, la democracia no vendría por generación espontánea. Había que hacer encaje de bolillos, se dice, hilar muy fino, tener voluntad y coraje, inventar sobre la marcha, hacer camino al andar. Nada estaba escrito del todo. Y en estas circunstancias, sin tener una clara hoja de ruta delante, el Rey asumió su papel con todas las de la Ley y se ganó el respeto y la admiración de la mayoría de los españoles. Finalmente no fue la figura pública que unos despreciaban, otros temían y otros deseaban. Fue mejor que todo eso. Dijo que sería el Rey de todos los españoles y lo cumplió con todas las dificultades que ello suponía en aquel momento.
Ahora lo vemos con una cierta normalidad, pero entonces aquello sorprendió a propios y a extraños. No teníamos, no tenemos, un Rey al uso, si es que eso existe en nuestros días. Es decir, una institución del pasado que vive y se alimenta del pasado sin más recursos y posibilidades que mirarse y defenderse a sí misma. El Rey, nuestro Rey, ha demostrado, contra aduladores y detractores, que la Monarquía es, podía y puede serlo, una institución actual; desde luego, muy pocos pueden poner en duda seriamente que, hoy por hoy, es un pilar básico de nuestro sistema democrático. Tenemos, pues, un Rey innovador, lo que a muchos puede parecer casi una contradicción en los términos. Un Rey innovador en su talante, en sus ideas, en su inquieta preocupación por detectar qué es lo que pasa en el mundo y tomar buena nota de ello, en dar a cada cosa, por pequeña que sea, la debida importancia.
Ese rasgo de la personalidad del Rey merece ser reconocido y valorado. Me referiré a una parte de la biografía de Don Juan Carlos, quizás no demasiado conocida, que revela, a mi juicio, lo que acabo de decir y creo que este momento de celebración puede ser una buena oportunidad para mostrarla. Nos tenemos que remontar para ello a finales de año 87 cuando los Reyes realizan un viaje oficial a los Estados Unidos. Visitan Washington, en donde almuerzan con el presidente Reagan, Nueva York, Texas, Nuevo México y finalmente California. Allí en California, en la ciudad de Los Ángeles, y concretamente en un almuerzo en el Bank of América, es donde salta una idea que el Rey coge al vuelo, acaricia, hace suya y trata, con una tenacidad digna de tan buena causa, de llevar a la práctica. Ciertamente, no fue fruto de la casualidad: la idea de la innovación como motor de desarrollo social y económico del país encontró terreno abonado en la mentalidad del Rey, una predisposición extraordinariamente favorable. Se trataba de trasladar a nuestro país la opción californiana de fomento de la alta tecnología que tuvo su culminación en el Sillicon Valley.
El Rey no paró hasta que aquella idea germinal se materializó en un proyecto concreto. La noche misma de la reunión en el Bank of America realizó sus primeras gestiones para el seguimiento de su conversación con Abel Zarem, uno de los viejos leones del sector aeroespacial norteamericano que le había entusiasmado al hablarle de un futuro prometedor para España si entraba con paso firme en la revolución post-industrial. Poco tiempo después Zarem escribe una carta al Rey en la que profundiza en sus mensajes; concreta planes de acción y le sugiere la elección de algunos champions, personajes de prestigio en el mundo económico y social, que empujen y lideren el proyecto. El Rey lee aquella carta, que comienza con un familiar Dear King, con extrema atención; directa y espontánea, podía haber quedado perdida entre cientos de misivas grandilocuentes e «importantes». Pero no es ese el caso.
El Rey, doy fe, la guarda como oro en paño y sigue actuando con rapidez. No muchos meses después Lladó, Sánchez Asiaín y Piera se ponen en marcha para dar los primeros pasos y comprometer en el proyecto a un importante grupo de empresarios. Un equipo de trabajo formado por universitarios, expertos y representantes de las empresas, realiza un estudio de viabilidad que sienta las bases de una gran Conferencia Tecnológica. El Rey sigue con atención todas estas iniciativas y las apoya sin reservas; opina, urge, anima. Lo que fue una idea etérea, frágil, que hubiera podido quedar en el mundo de los sueños, de las ilusiones incumplidas, se va convirtiendo paso a paso, en una realidad.
La Fundación Cotec es, finalmente, el fruto de aquel viaje real del año 87. España estaba entonces en pleno proceso de integración en la Unión Europea, la modernización social, política y económica se encontraba pues en su máximo apogeo. La etapa política de la transición había terminado y el Rey podía limitarse ya a un papel casi puramente representativo como Jefe del Estado, tal y como figura en la Constitución. La Fundación Cotec es, sin embargo, una muestra más del compromiso del Rey con el proceso de cambio que sigue la sociedad española: no hay que esperar a que las cosas pasen por sí solas, por la propia inercia, sino que hay que propiciarlas, impulsarlas, favorecerlas. El Rey así lo entendió, se tomó el asunto en serio y se convirtió en el primer promotor del valor de la innovación en España.
Veinte años después Cotec es ya un proyecto europeo. Existen iniciativas similares a la española en Portugal y en Italia. El pasado año, se celebró una importante reunión en Lisboa promovida por los socios portugueses. En el Palacio de Ajuda se encontraron para hablar de innovación en Europa los Jefes de Estado de los tres países mediterráneos. Al Rey se le notaba contento. Me parecía que estaba en su salsa, en la salsa que más le gusta, en la que transmite más ilusión y entusiasmo. En un momento de la reunión me pidió que le hablara al presidente Cavaco de los orígenes de Cotec, de lo de Zarem y California, aquel día en que en Los Ángeles se produjo un terremoto que produjo olas en la piscina del hotel, una anécdota que a Don Juan Carlos le gusta recordar. Traté de hacer una breve y clara exposición en castellano pero el Rey, atento y sensible hacia nuestros interlocutores, me pidió que hablara en portugués o en inglés.
Así es el Rey: las «pequeñas» ideas preñadas de posibilidades, como esa de la «innovación» cuando nadie todavía hablaba de innovación en España; las «pequeñas» e informales cartas, como la de Zarem, con mensajes de interés para el futuro; las «pequeñas» virtudes como las de la cortesía y la buena educación, ocupan un lugar destacado en su regia labor de todos los días. Nadie que no conozca a Don Juan Carlos puede pensar en algo así. De un Rey se espera, quizás, solemnidad, lejanía, representación, poder. Pero nuestro Rey es distinto, es un Rey de mañana, con 70 años nada menos y pendiente de los pequeños detalles. Que el tiempo no le cambie.

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